Fue la guerra más larga de todas. Y, al mismo tiempo, fue la más pacífica. Las guerras producen miseria, destrucción y muerte. Se suele creer que esa frase no admite excepción. Pero esta no tuvo ni un disparo, no produjo ningún muerto. Sin embargo duró 335 años, comenzó en 1651 y finalizó en 1986. La de los Países Bajos con las Islas Sorlingas fue La Guerra Pacífica.
En la nouvelle Los Duelistas (existe una extraordinaria adaptación cinematográfica dirigida por Ridley Scott), Joseph Conrad cuenta la historia de dos integrantes del ejército napoleónico que mantienen un enfrentamiento durante décadas, en el que se baten a duelo cada tanto, donde el odio va creciendo a medida que olvidan el motivo que originó la disputa. Al final sólo los enfrentaba una ridícula e inmotivada obligación de continuar la vieja reyerta. Algo peor pasó en este caso. Aquí los contrincantes ni siquiera sabían que pervivía una antigua disputa entre ellos.
A mediados del Siglo XVII, Inglaterra padecía una terrible guerra civil. Fue la guerra que se cobró mayor porcentaje de la población británica en la historia: así de cruenta fue. Para 1651 parecía que los parlamentaristas a mando de Oliver Cromwell se impondrían en el pleito. Sus oponentes, los realistas, tenían de su lado a la Royal Navy, que con su poderío y ataques había conseguido prolongar la situación. Los parlamentaristas tenían como aliados a los holandeses.
Holanda había conseguido en 1648 la libertad de España a través del Tratado de Münster. En ese momento fueron apoyados por Inglaterra. Los holandeses intervinieron en esa guerra civil ajena por dos motivos diferentes. Por un lado sentían gratitud debido a la colaboración inglesa en su independencia. Por el otro, suponían –con razón- que las fuerzas de Cromwell serían las que prevalecerían y que el final de la guerra civil era cuestión de pocos meses. Querían quedar bien parados para el futuro, apostaban a ganador. La decisión de participar la tomaron luego de una larga reunión en La Haya y las razones que los representantes esgrimieron fueron de pura conveniencia: congraciarse con el inminente ganador; la alianza con Inglaterra era fundamental para ellos por razones económicas. Hay que reconocer que si bien no demostraron demasiados principios, al menos demostraron estar muy bien informados.
La Royal Navy que respondía a los realistas fue acorralada y debió resguardarse en las Islas Sorlingas, en la costa sudeste del Reino Unido. Las Islas Sorlingas (Isles of Scilly en inglés) ocupan una pequeña superficie, apenas algo más de 16 kilómetros cuadrados mojados por el mar Celta. Le daban protección a los barcos pero no había demasiado para hacer ni demasiado con lo cual mantenerse. Así que aprovecharon el poderío de sus barcos y de hombres de combate se transformaron en piratas. Durante meses asolaron a las naves comerciales neerlandesas. Las saqueaban y destruían. Lo mismo sucedía cuando se cruzaban con alguno perteneciente a la marina.
La marina holandesa intervino y queriendo congraciarse con los parlamentarios de Cromwell, atacó a las naves de la Royal Navy que se dirigían a las Sorlingas y a las que se guarecían en ellas. Pero fueron repelidos con fiereza. Casi no pusieron acercarse y sus embarcaciones sufrieron daños severos.
A fines de marzo de 1651, Marten Tromp Harpertszoon, almirante de la armada holandesa, reunió doce barcos, se acercó a las Islas Sorlingas y le exigió a las autoridades una indemnización por los daños sufridos; se centró principalmente en los casos de piratería. Exigía una gran cantidad de dinero. Sus rivales, por supuesto, ignoraron el pedido. Tan ridículo les pareció el requerimiento que ni siquiera se dignaron a negarse. Ante la falta de respuesta, el representante de los Países Bajos declaró la guerra a las Islas Sorlingas en junio de 1651.
A las pocas semanas, las naves realistas cercadas por la flota de los parlamentaristas ingleses y con derrotas de sus fuerzas en casi todos los terrenos, se rindieron. Los holandeses, con la victoria asegurada de sus aliados, con la alegría de haber apostado por el bando correcto, regresaron a su tierra.
Lo que nadie percibió en ese momento fue que había una declaración de guerra pendiente. O tal vez volvieron a su tierra todavía dolidos y afectados por los daños de sus barcos y no perdieron la ilusión de obtener algún tipo de trato indemnizatorio. Desde un inicio la guerra había sido declarada contra las Islas Sorlingas y no contra toda Inglaterra. Lo que encerraba una paradoja: se estaba en conflicto con un sector de un país aliado. Pero desde la declaración de guerra no se había disparado ni un tiro, no había habido ningún enfrentamiento entre batallones enemigos, ni siquiera había existido un empujón o un entredicho entre soldados de ambos bandos.
La de Vietnam duró veinte años. Está la de los Treinta Años y la de Cien Años (que en realidad duró 116). Hubo otras en la antigüedad que transcurrieron a lo largo de varios siglos pero con interrupciones. Discontinuos pero extensas reyertas a las que les costaba encontrar un final definitivo.
Salteémonos 365 años en los que los Países Bajos, como casi todo el mundo, no tuvo relación alguna con las Islas Sorlingas. El presidente del Consejo del archipiélago se llamaba Roy Duncan. En 1985 descubrió que la declaración de guerra que habían recibido en 1651 todavía estaba abierta. Nunca nadie se había rendido, no existía tratado que zanjara la cuestión ni una declaración de paz que hubiera cerrado el conflicto.
Duncan, además, era historiador. Desplegó pruebas e hipótesis. Tanto los pocos isleños (en la actualidad son 2.200 los pobladores) como los neerlandeses se sorprendieron. No sabían que estaban protagonizando la guerra más larga de la historia. También podría decirse que fue una de las más ridículas y la más incruenta.
En su calidad de presidente del Consejo se puso en contacto con el embajador neerlandés en Londres y le dio aviso de la situación. Es fácil imaginar el estupor en la sede diplomática cuando recibieron la carta. Hasta que no investigaron no sabían si sólo se trataba de una broma. Pero no lo era. La investigación en los Países Bajos llegó al mismo resultado que la hecha por Duncan: la declaración de guerra seguía abierta y vigente.
Roy Duncan preparó los papeles e invitó a Ruy Huydecoper, el embajador neerlandés en Gran Bretaña, a las Islas Sorlingas. El 17 de abril de 1986, en la sede del Consejo del archipiélago, hubo saludos, algunas palabras de compromiso, varios brindis, algo para comer y la firma del acuerdo de paz que ponía fin a la guerra después de 335 años.
Algunos historiadores, con su pasión y apego por los hechos, nos desinflan la historia. Sostienen que no hubo guerra tan larga. Al menos no en este caso. Porque de dar por válido el enfrentamiento entre un reino y una parte de otro estado, el diferendo hubiera quedado saldado, aun cuando no se hubiera hecho mención a él, con el tratado de 1654 entre Inglaterra y los Países Bajos, tras la primera guerra Anglo- neerlandesa. Otros sostienen que la declaración de guerra era inválida porque el almirante Marten Tromp Harpertszoon no tenía dentro de sus atribuciones la posibilidad de declarar la guerra a otro estado.
Nosotros preferimos, en este caso, la historia oficial. La de la guerra larga, casi secreta y sin ningún disparo. Preferimos como el embajador neerlandés que firmó el acuerdo de paz el humor. El día en que quedó formalmente terminada la guerra, mientras estampaba su firma en el documento cuidadosamente preparado por los isleños, Ruy Huydecuper dijo: “Debe haber sido horrible para ustedes saber que los podíamos atacar en cualquier momento”. Y después soltó una gran carcajada.
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