Una tarde otoñal de domingo, en el sosegado y pequeño cementerio de Santa Rosa de Calamuchita, un valle de sierras y ríos paradisíacos a 120 kilómetros de Córdoba capital, la escritora Elisa Pardo contempla la tumba algo hundida y ajada por el tiempo de quien décadas atrás ha sido un personaje público, sumamente notable en el pueblo. Hay unas flores algo marchitas, evidencia de visitantes recientes, pero falta lo principal: hace unos años, misteriosamente, desapareció su lápida. A su lado, yace la esposa, Melitta Sophie Julie Mila Carola Von Guaita Von Alvensleben. La tumba en cuestión es de Ludolf Von Alvensleben, un alto jerarca nazi y miembro de las SS, hombre de confianza de Heinrich Himmler, que murió el 1 de abril de 1970 a sus 69 años en la comunidad de Santa Rosa, oculto y referenciado como un buen ciudadano, de profesión “forestador”, mientras acumulaba varios pedidos internacionales de captura.
“Su tumba no está abandonada ni olvidada. Se rumorea que la lápida la sacaron amigos de él para que no la vandalizaran. En secreto, el pueblo lo sigue recordando”, suelta Elisa, en voz baja, mientras saluda a unos vecinos que se acercan a otros féretros.
En su velorio, allá en los ´70, se habían juntado grupos de alemanes para despedirlo con el clásico saludo nazi. La tumba de Ludolf Von Alvensleben, en rigor, lleva desde entonces dos rúnicas de nacimiento y muerte. Corresponden a los números 15 y 16, respectivamente, del alfabeto rúnico esotérico nazi. El 15 significaba el principio cósmico masculino, “un encantamiento de poder para los dioses, gloria para los elfos, sabiduría para Odín”. Y el 16, el principio cósmico femenino, “que puede alterar la mente y ganar el corazón de una doncella de níveos brazos”.
Elisa Pardo, nacida y criada en la zona, publicó recientemente el libro “La búsqueda de Hubertus. Tras las huellas del alto jerarca nazi, Ludolf Von Alvensleben”. Dice que el libro recibió en general buena recepción, sobre todo en los jóvenes. Pero no así en las instituciones. “Quedaron en llamarme para ir a las escuelas, pero sospecho que es un tema que causa resquemor. Esa cosa de “para qué revolver el pasado, y menos si fue una mancha de la sociedad porque se trató de un nazi´”.
Poco después, en una recorrida por el pueblo, hay quienes se alarman cuando Elisa se para en el frente de lo que había sido la casa de Von Alvensleben, ese alemán correctísimo y de apellido difícil, como solían conocerlo en Santa Rosa, donde arribó en 1956 escapando de los Aliados. Un hombre la observa, frena su moto y pregunta con cierta intimidación si estaba buscando a alguien. Elisa responde evasivamente, luego pregunta si allí funciona ahora un corralón. Hasta que los caminos conducen al jerarca nazi. “Ah, sí, el alemán. Vivió ahí mucho tiempo, pero después que murió compraron su propiedad y tiraron abajo el viejo chalet. La gente que vive ahí no tiene nada que ver con él”, enfatiza contundentemente el hombre, que nunca se saca el casco de la cabeza cuando habla.
La casa se encuentra en la entrada al pueblo, a la vera de la ruta, en el punto exacto de una rotonda. Según lo que ha averiguado la escritora, al jerarca nazi no le han quedado familiares ni amigos ni descendientes en la aldea. Lo cual despierta aún más su curiosidad en saber quién le lleva ramos de flores frescas a su sepultura. “Y el silencio en el presente sobre su figura también es parte de lo que fui descubriendo en mi investigación, que es un gran respeto sobre su condición de vecino. Como si su pasado se hubiera borrado de un plumazo cuando llegó a Córdoba, a nadie le interesó realmente saber qué hizo y qué no hizo antes sino que la mayoría lo reconocía como un hombre adorable y justo con sus pares”, reflexiona Pardo, quien en el comienzo de su libro citó unas palabras de Osvaldo Bayer para relacionarlas con su caso: “Recordar, historiar, no es, por cierto, reivindicar. A veces se confunde objetividad con reivindicación”.
En su reporteo, Pardo obtuvo los datos orales con reservas: debió ocultar -a pedido- los nombres de los informantes que le dieron sus testimonios y acercaron documentos. “Me decían que todavía tenían temor que les pasara algo. Vaya a saber una qué es a lo que le temen. Hay una cantidad de imaginarios, leyendas y rumores urbanos que debí contrastar”. Uno de los testigos fundamentales fue el conductor del jeep del jerarca nazi cuando éste cumplía funciones de supervisor de caza y pesca en la región, contratado por el ICAP (Instituto Provincial de Asuntos Agrarios y Colonización). De hecho, con un sueldo de la provincia de Córdoba, el alemán se desempeñó en ese rol durante un largo tiempo. En los casi veinte años que vivió en Santa Rosa de Calamuchita, Ludolf Von Alvensleben se paseaba visiblemente con armas en su cuerpo. Era un amante de las pistolas: además de la que siempre llevaba a la cintura, se adhería otra con una correa o una cinta a la espalda. Nadie podía dejar de notar a aquel hombre altísimo, de dos metros y delgado, de profundos ojos azules, vestido religiosamente con pantalón de montar, casaca verde militar y gorra. Alguien que se movilizaba siempre en su jeep, y hacía sus compras en el viejo almacén de finales de la calle Libertad, donde saludaba amablemente con su precario castellano.
Los vecinos del barrio solían comentar que en la casa del nazi, metida sobre el faldeo de las sierras chicas, había hecho tallar siluetas de madera de forma humana, que, apenas escondidas entre los árboles, le servían para hacer puntería a primer disparo, después de darse vuelta sorpresivamente mientras avanzaba hacia el interior de su vivienda esquivando a sus dos perros bóxer. Aficionado a los deportes, Von Alvensleben fue presidente del Club Unión, solía jugar al fútbol y todos se reían de “las patas del gringo, flacas y muy blancas”. Cuando ganaban, él era quien invitaba para todos una copas en el bar La Pampa. Aunque recio y de pocas palabras, también colaboró en la cooperadora policial. Hubo un episodio, sin embargo, que dejó a varios estupefactos. A partir de allí, entre los más conservadores y reaccionarios de la comarca, ganó temor y reverencia. Fue una persecución que el antiguo nazi les hizo a dos pescadores de la zona que tenían vencido el carné y que además habían pescado una cantidad enorme de pejerreyes. Los siguió a tiros en jeep hasta el cruce de las rutas que bifurcan para Almafuerte y Berrotarán, localidades aledañas, produciendo el vuelco del vehículo y el consecuente desparramo del botín sobre el asfalto.
Pero no todos le guardaron un total respeto. Un empleado de una estación de servicio, adyacente al hotel Yporá y vecino suyo, lo enfrentó un día cuando el alemán vio a un vecino judío, de apellido Rubinich, acercarse a su jeep. “Judío de mierda”, lo insultó. Al escucharlo, el empleado de apellido Scally, le retrucó, casi de inmediato: “No paisano, acá no despreciamos a nadie”. Y parece que hasta allí llegó la amistad. Por esas cosas del destino, hoy al lado de la tumba del jerarca nazi se emplaza la de un vecino judío de la zona, Alfredo Bartholomai. En ese curioso rincón del cementerio de Santa Rosa existen otras tumbas de alemanes que, según Elisa Pardo, son también de viejos simpatizantes y funcionarios nazis arraigados en el valle de Calamuchita.
En sus últimos días, ya enfermo, al alemán solía visitarlo a su domicilio una bioquímica jubilada de la zona para realizarle estudios. “Una mañana que concurrí a tomarle una muestra de sangre, observé que en la pared cercana a su cama estaban prendidas en un poncho colgado en la pared varias cruces esvásticas auténticas. Cuando advirtió que yo las miraba me quiso regalar una. Sin poder definir la reacción que sentí en el momento, no la acepté. Nos quedamos conversando: él sabía que lo buscaban. Detrás de una puerta tenía varias armas preparadas y abriendo una chaqueta de cuero mostró en su interior dos pistolas”, rememoró la bioquímica, de nombre Elsa Bonetto, en el libro de Elisa Pardo.
Como tantas historias de nazis fugados de Alemania, escapados de los juicios de Núremberg, los que entraron en el país en la presidencia de Juan Domingo Perón supieron hacerlo con otra identidad. Ludolf Von Alvensleben se hizo llamar Carlos Locke, y lo apodaban “Bubi”, que en su idioma significa niño: le decían así, cariñosamente, por su gran estatura. El raid de su fuga, en efecto, fue cinematográfico. En abril de 1945 había sido capturado en Gran Bretaña y retenido en cautiverio. A fines de ese año, fue detenido en Hamburgo y transferido al campo de Neuengamme, del que logró escapar después de unas pocas semanas. Entre 1948 y 1949 escapó a través de Italia hacia Argentina bajo el seudónimo de Theodor Kremhart, mientras que su esposa Melitta le siguió en octubre de 1950 con los tres niños más pequeños. El 15 de diciembre de 1952 obtuvo definitivamente la ciudadanía argentina bajo su nombre real, con el que murió en Santa Rosa de Calamuchita.
Aunque no hay datos precisos sobre la fecha de su llegada al país, varios registros documentales corroboran que el 27 de noviembre de 1952 el gobierno de Perón le otorgó la ciudadanía a Alvensleben bajo el nombre de Carlos Locke. Vivió hasta julio de 1956 en Buenos Aires y luego se trasladó a Córdoba, atraído por la actividad ganadera y por las cumbres que le hacían recordar a sus paisajes de infancia, primero a Villa María, luego Villa General Belgrano y después a Santa Rosa. En su estadía se desempeñó como inspector de piscicultura y compró campos por la zona intentando la cría de ovejas. Pero aún más desconcertante fue su búsqueda de uranio en un campo de “El Durazno” -obsesionado por la fabricación de una posible bomba nuclear-, donde invirtió en fórmulas, máquinas y experimentos científicos para tal vez, con Ronald Richter, terminar el “Proyecto Huemul”.
Unido en 1929 al Partido Nazi, fue escalando en jerarquías hasta llegar a Líder Supremo, el 30 de enero de 1937. De ese modo, fue el primero en ser nombrado ayudante de las SS, al año siguiente, convirtiéndose en el segundo más importante después de Himmler, o lo que es igual, el tercer nazi en orden después de Adolf Hitler. Mientras en Argentina fue supervisor de caza y pesca y luego se convirtió en concejal por el radicalismo, como oficial de las SS había sido comandante en la invasión a Polonia, participando de la masacre de Piasnica. Se cree que en nombre del nazismo llevó a la muerte a treinta mil personas, de acuerdo a investigaciones judiciales en Europa. En 1964, el tribunal de Munich emitió una orden de arresto por la muerte de más de cuatro mil personas en Polonia por unidades de la Policía que estuvieron bajo su mando, en 1939. Años después, lo volvieron a acusar por haber participado “en la matanza de casi 5.000 judíos en los campos de Resvin y Karolewo”. Murió en 1970 de cáncer de pulmón, sin haber sido nunca sometido a juicio.
A Elisa Pardo le interesa aplicar el concepto de banalidad del mal de Hannah Arendt -famoso en su estudio sobre Adolf Eichman, otro jerarca nazi refugiado en Argentina- para entender al “barón sangriento”, como lo define, habiendo comprobado su condición de familia noble en Alemania, de sangre azul y propietaria de castillos que luego se usaron para reuniones del nacionalsocialismo. Pardo cree que alguno de sus cinco hijos vive todavía en Argentina, más precisamente en Buenos Aires, aunque no pudo dar con ninguno de ellos. Cuando se le había preguntado directamente por sus crímenes, Ludolf Von Alvensleben se había desligado acusando de ellos a un primo suyo, de nombre Jacob. La CEANA (Comisión para el Esclarecimiento de las Actividades del Nazismo en la Argentina) manifestó que Argentina fue uno de los que más criminales de guerra recibió: un total de 143. Al referirse al valle de Calamuchita, el investigador Simon Samuels, del Centro Simon Wiesenthal, declaró que se refugiaron “miles de nazis”. No casualmente en Villa General Belgrano se instalaron sobrevivientes del acorazado nazi Admiral Von Graf Spee, hundido frente a las costas del Río de la Plata en 1939.
La banalidad del mal como algo tolerable y naturalizado en la conducta de hombres como Von Alvensleben, imbuido en la obediencia debida y en el fanatismo acérrimo del régimen. Un legado de hierro que sólo encontró en un nieto de nombre Hubertus una investigación sobre quién fue su abuelo y terminó en un documental estrenado en festivales de todo el mundo, llamado De regreso a la patria con Bubi, rompiendo con el manto del silencio de su propia familia. “Fue hijo ejemplar y padre modelo, amante de las buenas maneras y el orden, y vivió feliz en Córdoba, hasta que lo sorprendió un cáncer”, larga Elisa Pardo, a modo de reflexión final.
¿Cómo ha sido posible que un jerarca nazi se haya camuflado en una vida simple y pública, camuflado en un inspector correcto sin que nadie lo cuestionara hasta terminar en una muerte impune? Esa es la banalidad del mal, también, se responde Pardo. “Un tipo que había sido un eficiente carnicero al servicio del genocidio, y sin embargo en su casa era un buen tipo y con los demás ejercía un sentido del deber y de la moralidad, salvo que se tratara de aquellos parias que ponían en riesgo la raza superior aria. Esa dualidad entre el bien y el mal todavía nos resulta asombrosa. Es posible pensar que Santa Rosa encubrió a Ludolf Von Alvensleben, porque está comprobado que muchos que lo conocieron, incluido el radicalismo desde la política, sabían de quién se trataba. Hoy todavía hay gente que se queda absorta al pensar que sus abuelos trataron normalmente a este hombre, sin cuestionarle nada cuando se paseaba armado por las calles tranquilas del pueblo”.
Interrogantes que permanecen abiertos, acota Pardo, y que revelan el sentido de la memoria en las nuevas generaciones en un paraje idílico, que vive del turismo y de la imponencia silenciosa de su naturaleza.
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