LAS CEREMONIAS DE SEMANA SANTA Y SUS NOTAS SENSORIALES
Los tiempos han cambiado en materia de prácticas religiosas. Aquellas largas procesiones de Semana Santa, que muchos de nosotros llegamos a ver (con cierto temor y temblor infantil derivado, tanto de una absoluta incomprensión del misterio implicado, como de la lobreguez dominante en la performance del ritual) parecen ya una antigüedad de siglos.
El recuerdo de los ultrajes y las agonías de la Pasión de Cristo cubría de luto riguroso los templos, así como se velaban las estatuas de los retablos y hasta los crucifijos. En este ocultamiento han señalado algunos liturgistas antiguos una alusión a los días en que Jesucristo “veló” su Divinidad, dejándose prender en el huerto de Getsemaní como un simple mortal y tolerando ser acusado como un criminal ante el tribunal del Sanedrín y ante la prefectura de Poncio Pilatos.
Una de las notas sensoriales más marcadas de los oficios del llamado “triduo” de la Semana Santa (jueves, viernes y sábado) era el humo de los cirios y de las velas, subiendo como serpentinas blancuzcas o como delgados arabescos hacia las bóvedas del templo, y envolviendo el ambiente en una indefinible sensación de letargo. Si a ello se sumaba el olor del incienso que ardía en la naveta o se apretaba en el vaivén del turíbulo, la penumbra intencional de las naves y los altares, el sonido de matracas y campanas, y el murmullo cadencioso de las preces (que con frecuencia apelaban a la lamentación lacrimosa del rey poeta David y del profeta Jeremías), he allí un espectáculo difícil de olvidar, al menos para un niño o una niña curiosos.
Cuando asistíamos a aquellas ceremonias que invadían nuestra percepción desde ángulos múltiples (vista, oído, olfato) y dispositivos polisémicos (por ejemplo, un incensario es, a la vez que un perfumador, un dispositivo de purificación y un instrumento de homenaje a la majestad del Dios Altísimo), no pensábamos en el cúmulo concurrente de productos artesanales e industriales que las hacían posibles. ¿Dónde se compraba el incienso? ¿Quién fabricaba las velas? ¿Cómo se elaboraban los cirios? No eran preguntas que solíamos hacernos antes, cuanto todo nos parecía dado de antemano por alguna providencia dadivosa e invisible.
Hoy, sin embargo, con la conciencia económico-tecnológica de que todo ello provenía del ingenio y del comercio humano, y, a la vez, con la conciencia trágica de que todo ello se va convirtiendo en un patrimonio perdido, comenzamos a interrogarnos al respecto. Porque una parte de nuestra identidad queda de algún modo solidarizada con la memoria que estos insumos y sus modos de producción atesoran.
UNA INDUSTRIA LOCAL DE VIEJA DATA
La fabricación de velas y de cirios era una de aquellas industrias de muy viejo arraigo entre nosotros. Ya en tiempos coloniales se desarrolló este ramo artesanal, con marcada influencia española y enorme demanda, clerical y laica. Téngase presente que no sólo los templos, sino que las casas y el resto de los edificios se iluminaban con candiles de sebo. Y también la vía pública comenzó a alumbrarse con velas puestas sobre postes de madera, por iniciativa del ilustrado virrey Juan José de Vértiz.
La demanda creciente de estos instrumentos arcaicos de iluminación multiplicó, en el siglo XIX, las fábricas, que solían llamarse “cererías” o “velerías”, y agregaban el nombre de sus dueños a la designación de su ramo industrial: “Cerería de Fulano” o “Velería de Mengano”.
Por ejemplo, la velería de Victor Bence (“San Miguel”) era un establecimiento familiar ubicado en la calle Piedad (hoy Bartolomé Mitre) que se había hecho famoso por la decoración de los cirios que refulgían el domingo de Pascua (y luego, en los bautismos y funerales) y las velas de la Candelaria que salían relucir cada febrero. Su membrete comercial incluía la viñeta de un panal de abejas, en alusión a la pureza de la materia prima empleada: la cera. La fábrica fue adquirida hacia 1906 por los hermanos Varela, que la rebautizaron como “Nueva Cerería San Miguel”, con domicilio comercial en la calle Chile.
También fueron famosos los establecimientos “La Argentina” de Miguel Espiño, “La Esperanza”, “La Porteña”, la fábrica de Pastorino, Podestá y Compañía y otras. Ya entrado el siglo XX, la poderosa “Santería Pontificia” de Luis Barra ofrecía en sus catálogos una variedad de altares, aureolas para las cabezas de los santos y las santas, atriles, cálices, copones, candeleros, candelabros, cruces, confesionarios, comulgatorios, reclinatorios, pilas bautismales y aguabenditeras, púlpitos, sagrarios, relicarios, pilas bautismales, campanas, cruces, imágenes, estampitas, medallas etcétera. Y también comercializaba cirios y velas, tanto para altares como votivas (las que encendían los fieles en señal de ofrenda), pero importadas.
Los preceptos eclesiásticos mandaban que para la hechura de los cirios únicamente pudiera emplearse cera de abejas, y se prohibía la estearina y la parafina, salvo para velas auxiliares colocadas en los retablos o en los candelabros, y utilizadas en las procesiones.
Pero esta rúbrica fue cediendo en parte, ya que en el año 1904 la Sagrada Congregación de Ritos de la Santa Sede estableció que el cirio pascual debía hacerse con cera “in máxima parte”, es decir, en su mayor porción, tolerando que hasta un 25% fuera elaborado con otras sustancias.
La cera se compraba por lo general a los isleños que mantenían colmenas en el Tigre, quienes entraban de este modo en la cadena productiva con una materia prima insustituible y vendida al por mayor. Venía fraccionada bajo la forma de grandes “panes” oscuros, que luego eran aireados y blanqueados al sol, con procedimientos artesanales. En los tiempos antiguos, sin embargo, no se blanqueaban y permanecían del color amarillo, tal como se extraía de la colmena, despidiendo un aroma sumamente agradable. Ya a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, estas maniobras se comenzaron a ejecutar con máquinas.
La fabricación comprendía operaciones de diferente tipo: colocar los pabilos, bañarlos, corregir los velones, moldearlos, darles el tamaño definitivo (las velas procesionales solían ser muy delgadas y alargadas, con el propósito de que excedieran en altura al cortejo), etcétera. Eran tareas volumétricas de cierta delicadeza. Pero más delicada aún era la ornamentación de cada cirio, que debía ajustarse a la simbología, a la iconografía y las tipografías convencionales para su uso en templos católicos romanos.
A partir de la última década del siglo XIX, con el establecimiento de la capilla ortodoxa en la Legación Imperial Rusa y más tarde, desde 1901, con la inauguración de la Iglesia Ortodoxa del Parque Lezama, también este rito se convirtió en consumidor del producto, en atención a la riqueza sensorial de sus ceremonias, que aun hoy preserva.
Por supuesto que las velas y los cirios no han desaparecido del equipamiento ceremonial, principalmente de la liturgia católica y del rito ortodoxo. Pero aquellos talleres artesanales del Buenos Aires virreinal y post-colonial, de la Gran Aldea y de los tramos iniciales del siglo XX ya son parte de la geografía inmaterial de la nostalgia.
LOS CIRIOS EN LA HISTORIA ECLESIÁSTICA
La palabra “cirio” proviene del latín “cereus” y significa “de cera”, es decir que alude en forma directa al material con que debían fabricarse estas luminarias. A diferencia de las simples “velas”, que son más pequeñas, el cirio viene a ser una vela de cera de mayor largo y grosor, dotado de un solo pabilo.
Al parecer, su uso se remonta a los tiempos de los Apóstoles, como continuidad del legado de la liturgia hebrea. Si bien no estaban prescritos con carácter general, ya desde antiguo solían portarse, encendidos, en diversas ceremonias. Por ejemplo, en el siglo IIIº, los fieles acompañaron el cadáver de San Cipriano, obispo martirizado, con cirios encendidos. Lo mismo ocurrió en el funeral de santa Paula. Y se encendían candelas en los bautismos y delante de las imágenes de los santos o las tumbas de los mártires. Esta ultima costumbre tuvo sus objeciones, porque se confundía con la práctica pagana de encenderlos durante la visita a los cementerios. El Concilio de Elvira, celebrado quizá en el año 305, prohibió este uso de los cirios y decía en uno de sus cánones que “no debía perturbarse a los difuntos” con tales artificios.
Los estudiosos de la arqueología litúrgica se han preguntado si, al comienzo de su utilización más frecuente, eran elementos únicamente funcionales, que ayudaban a la lectura de las Escrituras cuando las ceremonias se celebraban en horas de la noche. San Jerónimo (que había visitado las iglesias de la Galia, de Italia y de Oriente, donde residía al final) dio respuesta a las acusaciones de un tal Vigilancio, quien imputaba a los cristianos el ir con cirios encendidos durante el día a orar ante los sepulcros, como hacían los paganos. En ese sentido, afirmó que sólo se encendían durante los oficios nocturnos. Ello implica que esta práctica duró, al menos, los cuatro primeros siglos de la Iglesia de Occidente.
En el Oriente cristiano, en cambio, si se encendían durante el día era por razones de misterio y alegoría, al momento de la lectura solemne del Evangelio. Un siglo después, este rito oriental fue imitado por algunas iglesias latinas. La luz del cirio se encendía al comienzo del recitado y se apagaba al concluir la lectura. De este modo, también en Occidente se asociaba al cirio el simbolismo ideado por el salmista, de la luz que enciende en el alma la Palabra de Dios.
A partir del siglo VIIº comienza la práctica generalizada de mantener los cirios encendidos durante toda la misa. San Isidoro de Sevilla, en sus “Etimologías”, señalaba que los acólitos eran también llamados, en latín, “ceroferarios”, porque debían llevar los cirios encendidos durante la lectura evangélica y el momento del sacrificio.
Pero, por más que ardiera el pabilo en los templos cristianos, no se utilizaron en el altar hasta mucho después. Y aún así, tampoco se apoyaban sobre la tabla o ara, sino que colgaban del llamado “ciborio” o “baldaquino”, o en las arcadas del presbiterio, por encima del altar, a veces con la forma de “coronas de luz”. El emperador Constantino había regalado estos artefactos a la basílica del Salvador y era tal el fulgor de sus luminarias que Simeón de Tesalónica llegó a decir que le recordaban el brillo de los astros en el firmamento.
En al Edad Media aparecen en Francia los cirios decorados con blasones de reyes y de familias nobles, que los ofrendaban a las iglesias, con munífico alarde de riqueza. En aquella época se moldeaban mediante carcazas de madera donde, contrariando la preceptiva del contenido melifluo, se colocaba grasa de buey, de vaca, de carnero, de cabra y de macho cabrío.
EL “CIRIO PASCUAL”
Estando en las vísperas del Domingo de Pascua, es de interés repasar algunos datos acerca del cirio por excelencia, que es el “cirio pascual”. Sus orígenes son aún bastante debatidos, pese a que su uso es muy antiguo, según lo demostró el abate Germain Morin allá por 1892, aunque quizá al principio sólo se admitiera en la Galia, en España y el norte italiano, pero no todavía en Roma. Pronto se hizo bien popular.
Algunos opinan que en los primeros tiempos era simplemente una columna donde el Patriarca de Alejandría escribía en la blandura de la cera la fecha anual de la celebración de la Pascua, que dependía del calendario lunar y la observación de los competentes astrónomos alejandrinos. Obtenido el dato, se enviaba al Papa de Roma.
Siempre se lo procuró de gran tamaño. Se cuenta que en algún momento (¿quizá durante el reinado de María Tudor?) se empleaban hasta 300 quintales de cera pura para fabricarlo en la abadía de Westminster, en Inglaterra. Con sus fragmentos derretidos se fundían pequeños cirios que se destinaban a los funerales de los pobres.
Durante la ceremonia católica romana del Sábado Santo ocurre el rito del Lucernario, cuando se bendice el cirio y se enciende con el “fuego nuevo” de una hoguera que arde en el exterior del templo. Se le hienden en el medio de su fuste cinco granos gruesos de incienso en forma de cruz. Solía dejarse encendido desde esa misma noche hasta la fiesta de la Ascensión, cuando, a su vez, terminada la misa, se lo guardaba alagado en la sacristía hasta Pentecostés.
Este rito se pronunciaba y sigue pronunciando un profundo simbolismo cristiano: el cirio en si mismo es representación de Cristo, vencedor de la muerte, con cuya resurrección disipó las tinieblas de la idolatría y trajo al mundo la luz de la verdad y la gracia. A su vez, los cinco granos de incienso representan, según algunos, los aromas y bálsamos con que, según el relato del Evangelio, las santas mujeres ungieron el cuerpo de Jesucristo muerto, y, según otros, las cinco llagas (podrían sintetizarse ambas conjeturas diciendo que los bálsamos fueron aplicados sobre esas llagas). Y, finalmente, el encender las demás luminarias del templo con la flama del cirio nuevo, era símbolo de esa claridad de espíritu que recibieron los Apóstoles de parte del Señor.
En cuanto a la cera, han dicho los teólogos que simboliza la carne humana que el Salvador tomó de su madre.
Como he escrito en otra ocasión en esta misma sección de Infobae, quizá la curiosidad por comprender el origen de ciertos ritos y el significado de ciertos símbolos -remanentes como atavismos, aunque despojados de sentido en muchos casos- sea un estímulo necesario para la búsqueda de aquellas vertientes arquetípicas de nuestra cultura religiosa argentina, que como el cauce seco de un río antiguo (según la expresión de Carl Jung), cada tanto vuelven a fluir.
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