A la noche, cuando los hogares registraban un alto encendido de la radio, los argentinos se enteraron que la CGT convocaba para el día siguiente a una concentración en Plaza de Mayo en apoyo a la política económica. Era el 14 de abril de 1953 y el gobierno había lanzado una campaña contra el agio y la especulación. Creía que con la clausura de almacenes y mercados frenaría el costo de vida, que ese año llegaría al 27,4%.
La ley 12983 de Represión de la Especulación, el Agio y los Precios Abusivos, criminalizaba a los comerciantes que aumentaban los precios o que acaparaban mercadería. Las penas iban desde multas, cierres, prisión y hasta deportación. En los noticieros que se emitían en los cines y las notas en los diarios se multiplicaron las imágenes de modestos almacenes y mercaditos de barrio con la faja de clausura.
El propio Perón les había advertido a los comerciantes que él mismo saldría a controlar los precios y que pondría a inspectores a recorrer los comercios. “Y si todavía eso no es suficiente, les voy a poner la tropa y a culatazos los voy a hacer cumplir”.
El dinero no alcanzaba. El gobierno había congelado los salarios por dos años y solo existían los aumentos por productividad. Ese mes no había comenzado bien para el gobierno. El 9 había aparecido suicidado de un tiro en la cabeza Juan Duarte, cuñado del presidente y su secretario privado. Al comentar el hecho, la gente en la calle maliciosamente rumoreaba que “solo falta saber quién lo hizo”. A Duarte lo estaban investigando en el gobierno por supuestas maniobras en el mercado negro de la carne.
El secretario general de la CGT, Eduardo Vuletich, anunció un paro general para que todo el mundo pudiera asistir. De todas maneras, ya existía la costumbre de los punteros y delegados de tomar lista. Dirigiéndose a Perón, el líder gremial afirmó que “nosotros, los trabajadores, estamos para secundarlo, para obedecerle consciente y voluntariamente…”.
A las cinco de la tarde del día siguiente, el presidente salió al balcón de la Casa Rosada. Se cantó el Himno Nacional y la marcha peronista. Luego del discurso de Vuletich, fue el turno del primer mandatario, quien apuntó a los comerciantes. “Hace pocos días dije al pueblo, desde esta misma casa, que era menester que nos pusiéramos a trabajar conscientemente para derribar las causas de la inquietud creada a raíz de la especulación, de la explotación del agio por los malos comerciantes. En esto, compañeros, ha habido siempre bajos mirajes producidos por los intereses”.
Llevaba un cuarto de hora hablando, cuando todos se sorprendieron con el ruido de una explosión y una humareda. Había estallado una bomba en el bar del hotel Mayo de Hipólito Yrigoyen 420. Perón dijo: “Compañeros, estos, los mismos que hacen circular los rumores todos los días, parece que hoy se han sentido más rumorosos, queriéndonos colocar una bomba”.
Y ahí mismo, la segunda explosión, esta vez en la boca del subterráneo. El presidente dijo que no dejaría que se salieran con la suya por más bombas que arrojasen y prometió individualizar y castigar a los responsables. Y remató: “Creo que, según se puede ir observando, vamos a tener que volver a la época de andar con el alambre de fardo en el bolsillo”.
La gente, envalentonada, bramó: “¡Leña! ¡Leña!”. Perón redobló la apuesta: “Esto de dar la leña que ustedes me aconsejan, ¿por qué no empiezan ustedes a darla?”
“Señores, aunque parezca ingenuo que yo haga el último llamado a los opositores, para que en vez de poner bombas se pongan a trabajar en favor de la República, a pesar de las bombas, a pesar de los rumores, si algún día demuestran que sirven para algo, si algún día demuestran que pueden trabajar en algo útil para la República, les vamos a perdonar todas las hechas”, cerró el presidente.
Los atentados terroristas arrojaron un saldo de cinco muertos: Osvaldo Mouche, Salvador Manes, León Roumeaux, Mario Pérez y Santa D’Amico, y 93 heridos. También descubrieron un tercer explosivo que había sido colocado en la terraza del Banco Nación, que no llegó a estallar. Cerca de las 19 horas Perón se dirigió al Hospital Argerich a visitar a los heridos.
La respuesta no demoraría en llegar.
Un grupo enfiló por avenida de Mayo a la Casa del Pueblo, sede del Partido Socialista, en Rivadavia 2150. Cuando los vieron venir, llamaron a la policía. “Toda la policía fue destinada al acto de Plaza de Mayo”, les respondieron. Al grito de “Judíos, váyanse a Moscú”, a las seis y media de la tarde ingresaron por una ventana, tiraron a la calle miles de libros de la biblioteca obrera “Juan B. Justo” -fundada en 1897- e hicieron una fogata en la calle. Luego, con un camión rompieron la puerta de entrada, prendieron fuego al archivo del diario La Vanguardia y las llamas terminaron por incendiar todo el edificio. Los bomberos cuidaron que las llamas no se propagasen a las casas linderas. A la mañana siguiente, el techo se derrumbó.
Luego se dirigieron a la Casa Radical, en Tucumán 1660. Papeles, libros y muebles también ardieron en la calle y además hicieron fuego en la planta baja, pero que no afectó a los pisos superiores. Así mismo fueron presa de las llamas libros de la sede del Partido Demócrata Nacional, en Rodríguez Peña 525.
Cerca de la medianoche enfilaron a la sede del Jockey Club, en Florida 559. Mientras los socios escaparon por donde pudieron, los agresores entraron por una ventana, incendiaron el edificio, perdiéndose una valiosa pinacoteca, que incluía dos obras de Francisco de Goya, y fueron reducidos a cenizas unos seis mil libros. El presidente de la entidad llamó infructuosamente a la policía y a los bomberos. Al día siguiente, todo se derrumbó.
El diario oficialista Democracia describió estos incendios como “las llamas purificadoras”.
Los operativos policiales para dar con los responsables de la colocación de los dos artefactos explosivos ocuparon las siguientes semanas. Cayeron radicales, socialistas, opositores, todos sospechosos de llevar adelante alguna actividad contra el gobierno, pero sin pruebas concretas del atentado.
En la comisaría 2ª, los policías interrogaron a un hombre rubio, a quien sorprendieron saliendo corriendo de la boca del subte de la Línea A y abriéndose paso a empujones. Sospecharon que podía ser un agente extranjero. Dijo llamarse Esteban Jacyna, un norteamericano que vivía en Brasil y que había sido contratado por el Gran Circo Norteamericano para domar elefantes, dato inverosímil que sin embargo fue corroborado al día siguiente.
El 12 de mayo fueron detenidos Roque Carranza y Carlos González Dogliotti como los autores materiales del hecho, acusados de estar en combinación con Jorge Firmat y Federico Gotlling. Carranza, un ingeniero industrial recibido en la UBA, dijo que siempre buscaban a los ingenieros, a los que consideraban más idóneos en la fabricación casera de explosivos. Pero se defendió explicando que se trataban de bombas de humo o de estruendo. Esa explicación no lo salvó de terminar en una celda en la Penitenciaría de Las Heras hasta junio de 1955 cuando fue sobreseído provisionalmente.
De nuevo en la plaza el 1 de mayo por el Día del Trabajo, Perón echó más leña al fuego: “Yo les pido, compañeros, que no quemen más, no hagan más de esas cosas, porque cuando haya que quemar voy a salir yo a la cabeza de ustedes a quemar”. Radiografía de un país ya estaba sumido en un espiral de violencia difícil de parar.
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