Entró en el libro Guinness de los Récords como el beso más largo jamás registrado. Sus protagonistas, Ekachai y Laksana Tiranarat –un matrimonio de tailandeses que se besaron durante 58 horas, 35 minutos y 58 segundos– rompieron así por dos minutos la marca que habían establecido dos años antes en Pattaya en el concurso de Ripley que premia el beso continuo de mayor duración histórica.
Parece tan improbable, que es casi un mito. En Internet no hay acuerdo sobre la fecha exacta en que ocurrió: aunque el récord se inscribió durante los festejos de San Valentín de 2013 –en rigor, del 12 al 14 de febrero–, hay quienes dicen que ocurrió el 6 de julio o el 13 de abril de ese mismo año. En todo caso, todas son buenas ocasiones para celebrar el Día Internacional –o los tres días internacionales– del Beso y hoy es una. Es lo bueno del amor, si se dejó pasar alguna oportunidad, casi siempre hay otras.
Es cierto, sin embargo, que un beso de casi dos días y medio de duración en el que los participantes no deben despegar nunca sus labios, deben permanecer despiertos y de pie, y no pueden apoyarse en nada ni en nadie más que entre ellos, además no poder comer ni tomar nada y -atención- continuar besándose hasta cuando van al baño bajo la mirada de un juez del concurso, es cualquier cosa menos romántico. Basta con ver las caras de los Tiranarat en el concurso para imaginar el peor de los desenlaces: es imposible que sigan enamorados después de semejante tortura.
No hay datos fehacientes que permitan chequear qué ha sido de su vida una década más tarde, pero sabemos que al menos se llevaron un premio importante: el equivalente a US$3.300, dos anillos de diamantes, y un título mundial que no está en discusión, porque el Guinness no tiene, por el momento, abierta la convocatoria para nuevos retadores. Los organizadores del concurso, que sólo admite a parejas casadas o que puedan probar que están en una relación seria, dicen en los fundamentos que su objetivo es demostrar que “el amor es realmente poderoso” y que “es necesario que los miembros de la pareja ganadora se apoyen en todo momento” incluso para hacer lo que se supone más lindo y fácil de estar juntos, que es darse un beso.
Pero hay un fin político que se impone por sobre la moraleja en las relaciones de pareja, que es contrarrestar la prohibición tácita de las manifestaciones de afecto en público que aún rige en una sociedad budista y eminentemente conservadora como la tailandesa, que pese a habitar uno de los destinos más románticos del planeta, a veces hasta penaliza los besos en la calle, o en sus paradisíacas playas, salvo que sean entre turistas.
Los estudiosos del beso a quienes probablemente Pappo mandaría a buscar un trabajo honesto, creen que la práctica que hoy celebramos –y que conviene celebrar practicando– se remonta al 1500 A.C. en la India, donde los textos védicos sugieren una forma primitiva de lo que conocemos como chape en la acción de frotarse y presionarse las narices como gesto de cariño. Eventualmente, alguien bajó hasta la boca y encontró que el contacto con los labios también era placentero. Así es como comenzó, dicen.
El poema épico Mahabharata, que data del 1000 A.C. ya contiene referencias explícitas al beso, del que también hay referencias históricas en el Kama Sutra. Es Alejandro Magno el que lo esparce fuera de la India. Y no resulta nada extraño que los devotos misioneros que se encargaron de popularizar el ósculo al resto de Occidente fueran los conquistadores romanos.
Ahora de nuevo parece parte del pasado, pero después de dos años de distancia social y guerras de barbijos, ya no suena tan disparatado leer sobre la primera vez en que una plaga obligó a un rey a prohibir los besos por miedo al contagio. Fue el 16 de julio de 1439 en Inglaterra cuando Enrique VI tomó la decisión de prohibir incluso los besos en los anillos que lo exponían a la peste negra que se expandía sobre Europa.
En 1896 el corto El beso, dirigido por William Heise y producido por Thomas Edison –el inventor de la electricidad y del proyector no era ajeno al poder revolucionario de dos bocas entregadas a la fricción–, se convirtió en una de las primeras películas exhibidas ante el público en forma comercial. Con una duración de apenas 18 segundos y muy lejos de las más de 58 horas del beso del concurso, generó sin embargo un escándalo de proporciones.
Se trataba de una recreación de la última escena de la obra musical La viuda Jones, por los actores May Irwin y John Rice que, como tal, era casi inocente. Había risas y complicidad. No era un beso de “de lengua”. Los labios se apoyaban ligeramente. Pero se percibía en esos 18 segundos la familiaridad del amor, y eso resultaba obsceno. La Iglesia exigió que se censurara, y se escribieron decenas de editoriales sobre el “desagradable espectáculo” que, en cambio, no sólo sobrevivió, sino que cien años más tarde, en 1999, fue reconocido como una joya cinematográfica a preservar en el Registro Nacional de Cine de los Estados Unidos.
Una década antes, el italiano Giuseppe Tornatore y su Totò habían emocionado al mundo en Cinema Paradiso con una de las escenas más maravillosas que dio el cine, precisamente la de los besos censurados en aquella sala del pueblo siciliano que era el corazón de la historia. Son tres minutos con los cortes que el proyectorista Alfredo (Philippe Noiret) hizo durante toda su vida y le dejó como legado a su Totò que ahora es Salvatore. Tres minutos con los mejores besos de la historia. No los más largos, los mejores.
El de Cary Grant y Rosalind Russell en Luna nueva, los de Vittorio Gassman y Silvana Mangano en Arroz amargo, el de Jane Russell a cámara en El forajido, el de Errol Flynn y Olivia de Havilland en Robin de los bosques, el de Rodolfo Valentino en El hijo del Sheik, los de Chaplin y Georgia Hale en La quimera del oro, los de James Stewart y Donna Reed en ¡Qué bello es vivir!, el de Totò Mignone en La tierra tiembla, los de Marcello Mastroianni y Maria Schell en Noches blancas, el de Jean Gabin en Los bajos fondos, el de Anna Magnani en Bellísima, el de Helen Hayes y Gary Cooper en Adiós a las armas, el de Alida Valli y Farley Granger en Senso, los de Spencer Tracy e Ingrid Bergman en El extraño caso del Dr. Jekkyll, el de Vittorio Gassman en El caballero misterioso, y los de Greta Garbo y John Barrymore en Grand Hotel.
Suena Morricone. Pasaron tres minutos. No sé cómo se hace para besar por 58 horas, pero si piensan festejar el Día del Beso, les deseo sin dudarlo besos de película antes que de concurso. Es obvio que son mucho más románticos.
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