Le salvó la vida una habilidad que no tenía. Y, por supuesto, un hombre que se animó a hacer lo que los demás no.
Tenía que escribir a máquina una larga lista de nombres. Ella trabajaba en la oficina del campo de concentración de Plaszow hacía unos meses. La habían transportado casi dos años antes. Allí vio la muerte muy cerca.
Una tarde fue arrastrada hasta el borde de una fosa común en la que los cadáveres se apilaban de manera desordenada. A su lado, otros hombres y mujeres, eran acribillados y caían en la fosa. Se escuchaban gritos histéricos de los soldados nazis, algún llanto como en sordina, el rumor del viento helado y los estampidos secos de los balazos. El comandante del campo se acercó a ella. Mientras estaba arrodillada, rezando en silencio, la joven creyó que sería él mismo el que le pegaría el tiro en la nuca. Pero Amon Göth dio una orden seca y un soldado le pegó con la punta de su fusile en el hombro para que se parara y lo siguiera. Le preguntaron que sabía hacer. No necesitó intérpretes ni que le hablaran más despacio. Su dominio del alemán era muy bueno. “Soy taquígrafa” dijo. Uno de los jefes hizo un gesto de aprobación y la enviaron a la oficina administrativa del campo. Allí le encontrarían una ocupación.
Así trabajó al borde del horror unos meses. Hasta que le preguntaron si sabía escribir a máquina. Ella mintió. O, al menos, aprovechó el malentendido: alguien confundió la taquigrafía con la mecanografía. Le daba pánico negarse a realizar alguna tarea; las consecuencias podían ser terribles. Con dos dedos, con el índice de cada mano, y durante el primer centenar de nombres, buscando el lugar de las letras en el teclado. Alguien, al pasar, le contó para qué serviría esa nómina. La secretaria sumó a la lista original su nombre y el de otras dos amigas.
No sabía que esa pequeña picardía le permitiría vivir 78 años.
El viernes pasado en Tel Aviv murió Mimi Reinhard. Tenía 107 años y vivía hacía unos años en un hogar para ancianos. Su muerte no sólo fue noticia por la extraordinaria longevidad. Mimi fue quien escribió a máquina la nómina de nombres que un empresario armamentístico alemán sacó de un campo de concentración para salvarles la vida. Ella fue la que mecanografió la Lista de Schindler.
Se dice que Mimi Reinhard fue la secretaria de Schindler. En eso se convirtió después, cuando ejerció esas tareas, en la fábrica de Oskar en el territorio de la entonces Checoslovaquia. También se puede afirmar, por la manera en que logró salir del campo de concentración, que fue la polizona de la Lista de Schindler.
Ella se metió en la nómina, con la esperanza de salir de ese infierno en ese tren que los sacaría de Plaszow en octubre de 1944. No sabía dónde iría; ese hombre trajeado, algo frívolo, estentóreo, que se juntaba a fumar habanos y a tomar whisky con Amon Göth, el comandante del lager, no le resultaba confiable. Pero ahí dónde estaba ella todo era muerte. No sabía si se darían cuenta de la pequeña trampa o si el empresario la delataría cuando descubriera el engaño. Si los nazis se enteraban, la ejecutarían de inmediato. Pero prefirió arriesgarse.
En una entrevista con el New York Times en 2007, Mimi contó que ese viaje “era una apuesta, no sabíamos dónde íbamos; en teoría nos llevaban a otro campo de concentración. Algunos confiaban en Schindler. Otros creían que no iba a poder hacer nada por nosotros”.
A Schindler lo volvió a ver a fines de la década del cincuenta. Mimi caminaba por Viena junto a su tía. Desde una mesa de un café escuchó una voz grave que con alegría la llamaba por su antiguo nombre: “¡Carmen Weitmann!”. Ella se sobresaltó hasta que descubrió con un cigarro en la boca a Oskar Schindler. Se abrazaron y la mujer que había mecanografiado la lista que consignó más de 1200 personas que ese hombre sacó de Plaszow, le agradeció por haberle salvado la vida.
Detengámonos en Oskar Schindler. Contaba con un carisma especial. Un aire de liviandad lo envolvía. Encontró su propia manera de avanzar: no pasar nunca desapercibido, pero tampoco nunca ser tomado demasiado en serio. No representar una amenaza para nadie y obtener con su encanto beneficios que no merecía.
Había nacido en Moravia (actual territorio de la República Checa) en 1908. Se casó muy joven, a los 20 años, con Emilie.
En la década del 30 la trayectoria de Oskar es sinuosa. Algunos le atribuyen haber sido agente de inteligencia alemán en Checoslovaquia. Dicen que su labor ayudó el avance nazi. Los problemas con las mujeres y varias detenciones por ebriedad marcaron sus días. Su ambición era hacer fortuna.
En 1939, en los albores de la guerra, se afilió al Partido Nazi. De pronto le surgió la posibilidad de adquirir una fábrica de enlozado que había sido arrebatado a sus antiguos dueños por su condición de judíos. Rápidamente la empresa comenzó a funcionar. El cambio de rubro fue el paso necesario para el despegue económico. Empezaron a hacer ollas, cacharros y otros utensilios para los soldados alemanes.
La fábrica, comenzó a contratar más personal. La mayoría era fruto del trabajo esclavo: prisioneros judíos provenientes de los campos de concentración, una modalidad usual en la época.
Schindler aceitó los contactos con jerarcas nazis y así su empresa seguía sin problemas de abastecimiento ni de contratos. Pero las condiciones en las que vivían en los campos hizo despertar a Schindler. Los más de mil empleados sostuvieron que Schindler nunca los maltrató, que en el ámbito de trabajo eran respetados.
Con el correr del tiempo, Oskar consiguió que sus empleados durmieran en su fábrica para que sus condiciones de vida fueran al menos humanas y al mismo tiempo para alejarlos de las matanzas arbitrarias que podían iniciar los nazis.
Cuando el Gueto de Cracovia fue liquidado, sus trabajadores se salvaron porque estaban recluidos en la fábrica. Schindler había accedido a información confidencial y ese dato salvó la vida de cientos.
Schindler hacía todo lo necesario para que quienes estaban a su cargo no fueron asesinados por los nazis. Mentía, engañaba y sobornaba a los soldados nazis que venían a detener a su gente.
La persistencia, la picardía, el poder de convicción y la fortuna de Schindler, siempre dispuesta para los sobornos, consiguieron lo que parecía una quimera. Convenció a las autoridades de trasladar la fábrica y a sus más de mil empleados a tierras checas y reconvertirla en una fábrica de municiones. La lista de Schindler incluía hijos, esposas, personas enfermas: no permitió que ninguna familia se desmembrara.
Una formación de 250 vagones llevó por las vías a los 1200 Schindlerjuden y los implementos para montar la nueva empresa.
Luego de un tiempo, el avance de los rusos hizo que Schindler debiera escapar. Los nazis habían sido derrotados. Y sus 1200 personas habían sobrevivido. Les consiguió una muda de ropa, algunos alimentos y un poco de plata para que se integraran a la vida cotidiana post Adolf Hitler.
Los primeros años en Alemania después de la guerra no fueron buenos para él que había consumido toda su fortuna en busca de lograr que su gente sobreviviera.
Schindler sintió que sólo podía actuar de una manera, que ante la masacre no había otra opción que ultimar los esfuerzos para salvar a todos los que pudiera. Podría haberse limitado a salvar a unos cuantos, a un puñado. A aquellos con los que se había encariñado o los que les eran de real utilidad. Eso habría sido financieramente menos costoso y personalmente menos peligroso. Su conciencia podría haber quedado a salvo con esas vidas que él habría rescatado, con esos hombres que pudo haber ocultado. Diez, doce, quince vidas que se prolongarían gracias a él; personas que le estarían agradecidas para siempre.
Sin embargo Schindler tomó el camino más imprevisible, el más complicado. Decidió que trataría de impedir cada muerte de los que estuvieran bajo su órbita. En cualquier otra circunstancia eso, quizás, hubiese parecido lo lógico. En las condiciones que lo hizo él, en la Alemania nazi en medio de la Segunda Guerra Mundial, en un entorno perverso y cegado moralmente, fue una proeza maravillosa. Esos escasos momentos en que alguien actúa por afuera de lo que se espera, que se separa de la conducta del resto, que no se deja arrastrar por la inercia. En este caso la inercia conducía a asesinatos masivos, a eliminar los rasgos humanos de la vida de las personas.
Schindler no naturalizó la barbarie. Fue un hombre que durante un lapso actuó de manera excepcional. Que perdió su fortuna, que puso en riesgo su vida, que resignó comodidad, que procuró que un animal voraz y feroz no se devorara a las personas a su cargo, que dedicó todas sus fuerzas para detener una maquinaria atroz. Por un momento lo consiguió.
Emilie Schindler que conocía bien a Oskar lo definió a la perfección: “Ni antes ni después de la Guerra hizo nada que valiera la pena. Pero ahí, en esos años difíciles, él se destacó. E hizo lo que nadie fue capaz. Esos fueron sus mejores años”.
Mimi Reinhard había nacido en Viena en 1915 como Carmen Koppel. Estudió letras e idiomas. Se casó joven y se mudó junto a su marido, de apellido Weintmann a Cracovia. Tuvieron su primer hijo en 1939. La situación para los judíos ya era muy complicado. Tras la invasión nazi a Polonia, con extremo dolor, llevaron a su hijo de meses a vivir con unos parientes a Hungría, para protegerlo. El matrimonio quedó confinado en el gueto de Cracovia. Al poco tiempo ella quedó sola. Su esposo fue asesinado mientras intentaba escapar del gueto. Carmen fue llevada al campo de concentración de Plaszow.
Después de Schindler y del fin de la guerra pudo reencontrarse con su hijo. Vivió durante unos años en Marruecos. Se volvió a casar y tuvo una hija. Ella adoptó el apellido de su nuevo marido. La familia se trasladó a Nueva York dónde ella vivió medio siglo. Hasta que quedó sola por la muerte de su hijo y de su marido. Su hijo, un profesor universitario de sociología radicado en Israel, la convenció de irse a vivir a su ciudad en 2007. Un nueva mudanza, un nuevo desarraigo en su vida.
Mimi se mantuvo en contacto con muchos de los que fueron salvados por Schindler, los Schindlerjuden, pero durante décadas no habló del tema.
Cuando se estrenó la película de Spielberg, Mimi no fue a verla al cine. Era algo que todavía estaba demasiado fresco en su cabeza y en su corazón. Demasiado dolor como para revivirlo. Más de una década después intentó ver el film, pero debió interrumpirlo a los pocos minutos. “Después de la Guerra, sentí que una parte de mi vida se había terminado. Que yo ya no era yo, no lo iba a ser nunca más. Y que entonces necesitaba empezar de nuevo”, dijo.
Sólo quería superar el horror, mirar para adelante. Seguir con su vida, aferrarse a ella.
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