Al desatarse la guerra, el capitán de corbeta Alberto Philippi era el segundo jefe de la Base Aeronaval Río Grande. Pero un aviador que había bautizado a su hijo menor Manfred, en honor al Barón Rojo -von Richthofen- no se iba a quedar detrás de un escritorio. Al igual que el legendario as de la aviación alemana (1892-1918) estaba dispuesto a morir en combate. Y más allá de que el apellido suena italiano y del argentinísimo sobrenombre “Mingo”, este vástago de inmigrantes alemanes, hijo y nieto de combatientes de la Primera Guerra Mundial ostentaba las clásicas características teutonas que tanto le sirvieron en el conflicto de Malvinas: tenaz, disciplinado, ordenado, estricto, eficaz. Pero aún más clave fue su religiosidad sin fisuras.
Incorporado voluntariamente al Escuadrón de Skyhawk A-4Q, aquel 21 de mayo despegó rumbo al Estrecho de San Carlos con los tenientes Arca y Márquez de numerales. Un rato después los seguirían Rótolo, Sylvester y Lecour.
Aproximándose a Malvinas el terceto comenzó a descender sobre la Isla de los Pájaros. Las condiciones meteorológicas eran totalmente adversas: lluvia, techos bajos y visibilidad de apenas una milla. Lo cual significaba que una fragata podía lanzarle sus misiles mucho antes de que los pilotos la vieran. Lejos de desistir, Philippi ordenó conectar el master de armamento. Pasaron por el Cabo Belgrano, que lucía negro y amenazador, y antes de llegar a San Carlos divisaron los mástiles de una fragata detrás de un islote en Punta Federal. Y la fragata los divisó a ellos, precipitándose a navegar a toda potencia hacia el centro del estrecho.
Mingo echó una última mirada al tablero. De las 5300 libras de combustible que cargaba el avión, necesitaba 5000 para regresar. Sólo le quedaban 300 libras para atacar y escapar. Iba al límite absoluto del JP1 y no se había previsto reabastecimiento en vuelo.
Philippi ordenó dispersarse a sus numerales, para atacar desde distintos ángulos y al mismo tiempo complicarle a los brits la selección del blanco. El jefe de la escuadrilla fue el primero en impactar, tras lo cual escuchó la voz de Arca: “¡Muy bien, señor!”. Le había dado a la Ardent en la popa. Los aviadores navales arrojaron sus doce bombas MK82 con cola retardada en reguero y comenzaron el escape.
Sin embargo, al ser atacada, la fragata había emitido todas las alarmas posibles y los dos aviones de su escolta, que la sobrevolaban a 10 mil pies de altura –y que habían fallado en su misión de prevenir el ataque- se lanzaron en picada sobre los argentinos. “¡Harrier,Harrier!” se escuchó la voz de Márquez.
—¿Cómo estabas en ese momento?
—Con la adrenalina y el oxígeno al cien por ciento.
Philippi ordena eyectar las cargas externas que los demoran: tanques auxiliares y lanzadores de bombas. “Después de eso, el A4 se convierte en una mariposa”, me dice.
Pero el Sidewinder L se muestra cual implacable cazamariposas. Haciendo maniobras evasivas, Arca observa que uno de los Harrier le dispara precisamente ese misil al líder. El proyectil lo sigue por espacio de algunos segundos y explota debajo del avión de Philippi volándole la cola. El A4Q tiembla y se encabrita. El piloto se da vuelta y ve que el Harrier se está acomodando para rematarlo con sus cañones. “Me dieron, me eyecto, estoy bien”, avisa lacónicamente por radio a sus camaradas.
El manual del Skyhawk dice que hay que eyectarse a 150 nudos por hora, con las alas estabilizadas, nunca por encima de los 350 nudos. “Hacerlo te puede arrancar un brazo, o la cabeza”, me explica. Sin embargo, volando a 500 nudos, no le quedaba otra, y Philippi tiró de la manija entre sus piernas. De los ocho aviones en servicio del Escuadrón, seis tenían el cohete eyector vencido. Este era uno de ellos, pero por suerte funcionó igual.
Estrellarse contra el aire a esa velocidad de 900 kilómetros por hora le provocó un desmayo. Cuando recuperó el conocimiento, estaba cayendo en paracaídas, inclinado hacia delante, viendo bajo sus pies el estrecho de San Carlos y alrededor suyo el combate entre aviones argentinos y británicos. Su primer pensamiento fue dar gracias a Dios.
El golpe contra el agua fue durísimo. Afortunadamente, el paracaídas se recostó sobre las olas y lo arrastró hacia la costa. Cerca de ella se desembarazó de la tela y comenzó a nadar, pero debió luchar denodadamente contra las “kelps”; algas o cachiyuyos, que dieron nombre a los pobladores anglos de Malvinas. Llegó tan agotado, que tuvo que salir del agua gateando, no podía pararse. Muy cerca se encontraba escorado el mercante Río Carcarañá que los ingleses atacaron el 16 de mayo, abandonado por su tripulación. Tirado exhausto en la arena veía pasar aviones de combate. El de Márquez había explotado en el aire, mientras que el de Arca, averiado, se dirigía hacia Puerto Argentino. A todo esto, Sylvester, Rótolo y Lecour habían rematado a la Ardent. Cuando recuperó el aliento, con su cuchillo de caza Puma White Hunter cavó un pozo de zorro para pasar la noche. Cada tanto, el frío lo obligaba a levantarse y se calentaba haciendo más profundo su refugio.
Alrededor de las dos de la mañana activó su señal de radio de emergencia, para que pudieran rescatarlo los efectivos propios. Pero al ser detectada por los ingleses, estos abrieron fuego contra el Río Carcarañá. Y los tiros cortos caían cerca de Philippi, quien decidió ponerse en marcha. Iba de cerro en cerro activando la señal. Desde uno de ellos vio al buque mercante despidiendo humo negro; lo habían convertido en un colador. Pasó la noche siguiente en un galpón de esquila abandonado. Con el revolver de supervivencia Smith & Wesson calibre 38 mató una oveja y la asó en un fuego que prendió con su pistola de señales.
Al tercer día, el 24 de mayo, avistó tres vehículos y les hizo señales apelando al espejo de supervivencia. Le pareció ver un jeep Mercedes Benz y dos Unimog del Ejército, pero al acercarse comprobó que se trataba de un Land Rover y dos tractores: eran kelpers. “Esto viene mal”, pensó, y reemplazó las balas luminosas de su revolver por balas de plomo. Se tranquilizó empero al ver que el principal del grupo le tendía la mano sonriente.
—Soy un piloto argentino derribado el día 21 y quiero volver con mi gente. Si nos ponemos de acuerdo, bien, y si no, sigan su camino, y yo seguiré el mío.
—Lo vamos a ayudar. Usted es una persona de suerte. En esta zona, totalmente deshabitada, nosotros pasamos sólo un día cada seis semanas, para hacer rotación de ganado. Y hoy nos tocaba.
Quien así le respondió resultó ser Tony Blake, administrador de la estancia North Arm, de cien mil hectáreas de extensión. A partir de ese momento Philippi fue tratado a cuerpo de rey. Lo instalaron en el dormitorio del dueño, se bañó con jabón perfumado, fumó cigarrillos Rothmans, tomó whisky del mejor y degustó los exquisitos scones preparados por la esposa de Tony. “Me trataron igual que si fuera un piloto británico”, se admira.
Más aún, Philippi encontró en Blake un alma gemela; tenían las mismas pasiones: la caza de puma, ciervo y jabalí, la pesca de trucha con mosca, el golf, ambos eran fanáticos radioaficionados y fotógrafos, y hasta poseían idéntica cámara, la Canon A1.
A la mañana siguiente, Blake lo llevó a conocer la estancia y a sus empleados. Uno de ellos, conocido por su furibundo odio a los argentinos, al ver a Philippi, se llevó la mano a la cintura debajo del abrigo. Blake se quedó helado, pensó que sacaría un arma para matar al piloto.
El capataz, en cambio, extrajo una petaca de brandy y propuso brindar por dos razones: “Porque usted se salvó, y por su día nacional, que se celebra hoy, 25 de mayo».
Cuando al rato arribó el helicóptero de rescate argentino, despidiéndose, todos lloraban.
—Mingo, ustedes estuvieron menos de 24 horas juntos, ¿cómo es que se pudo generar un afecto tan entrañable?
—No tiene explicación. Posiblemente el hecho de hablar inglés fluido haya ayudado.
Tony Blake le mandó un autito Matchbox al hijo de Philippi, Manfred, de tres años. Y la esposa del kelper, la receta de los scones a Graciela Philippi.
La mujer del piloto, desde la escuelita de Río Grande donde era maestra, había visto despegar seis aviones y regresar sólo tres. Sin embargo, al darle la noticia de que su marido estaba desaparecido, el jefe del Escuadrón le dijo: “Arca vio un paracaídas. Si era el de Mingo, conociéndolo, te aseguro que va a aparecer”. Efectivamente, siete días después Graciela lo tenía entre sus brazos.
Tony Blake visitó a Philippi en Bahía Blanca, y hasta llevó una ofrenda floral al cenotafio de Puerto Belgrano, demostrando un gran sentimiento por nuestros caídos.
Philippi, en cambio, a pesar de la insistencia en invitarlo de su amigo kelper, sostiene que iría a Malvinas de una sola manera: “Por la puerta grande, en un avión de la Armada. No puedo regresar con una visa inglesa y en un avión chileno”.
—¿Mingo, qué es lo que te permitió sobrellevar tamaña odisea, a los 43 años, con todo en contra, si ni siquiera saliste con el avión del comandante, dotado de navegador?
—Tenía buen equipo de supervivencia y muy buen adiestramiento, desde ya. Pero sobre todo tenía los tres axiomas que me acompañaron siempre. Son tres párrafos de la Biblia: “Ayúdate y Dios te ayudará”, “Ni una hoja cae del árbol si no es la voluntad del Señor” y el salmo 23: “Jehová es mi pastor, nada me faltará. Aunque ande en el valle de sombras de muerte, no temeré mal alguno, Tú estarás conmigo…”. Esas palabras retumbaban en mi cabeza.
—¿En esos momentos difíciles?
—En todos los momentos, la vida entera, hasta el día de hoy. Y Dios siempre apartó el daño que aparecía por delante, siempre me despejó el camino.
Conocí a Philippi cuando lo evacuaron a Puerto Argentino. Todavía lucía la cara morada y una mirada dura y retraIda. Obviamente quise entrevistarlo, pero se negó. Años después lo crucé en Bahía Blanca y dijo que me debía esa nota. Hoy ya no me la debe.
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