Había determinado no volver si se empecinaban en sellarle el pasaporte, pero un día entendió que no podía irse de esta vida sin pisar las islas Malvinas, a las que siempre había visto desde el aire. En febrero de 2019 junto a sus hijos, a un compañero veterano e hijos de caídos, Luis “el Tucu” Cervera, piloto de A4-B recorrió los lugares donde sus compañeros habían caído en la guerra de 1982.
Ese año, como todas las mañanas, el teniente Luis Cervera se afeitaba mientras escuchaba la radio. No podía creer cuando ese viernes 2 de abril se enteró de la recuperación de las islas. Su primer sentimiento fue de alegría y luego de incertidumbre por todo lo que representa una guerra. En su unidad a todos sorprendió la novedad.
Ya era un adolescente cuando en su San Miguel de Tucumán natal con su bicicleta acostumbraba a ir a la cumbre del cerro San Javier y emprender una alocada bajada a todo o nada. Hasta que un día la bicicleta se descontroló y sufrió una fuerte caída. No se desanimó. Se le ocurrió ponerles alas a la rueda delantera para que tuvieran más agarre, y con los cálculos del anciano profesor Tobar, del Instituto Técnico Salesiano “Lorenzo Massa”, donde se recibiría de técnico mecánico, las adosó con una inclinación de 12 grados, y la bicicleta tuvo un sorprendente agarre. Enseguida pensó que si se las ponía al revés, en lugar de agarrarse al piso, podría volar. Y se decidió.
Abandonó la carrera de ingeniería en la que se había anotado e ingresó en la Escuela de Aviación Militar de Córdoba. Egresó en diciembre de 1977 y al año siguiente hizo el curso de aviador. De todo el grupo fue uno de los que salió calificado para ir a Mendoza a realizar el curso de caza y luego de otra rigurosa selección, a volar los A4B en Villa Reynolds, San Luis.
Nunca olvidó su bautismo de vuelo. Debía hacerlo solo, y fue acompañado por un instructor que volaba junto a él. Para Cervera era un avión distinto a todos los que había volado, con sistema hidráulico, con máscara de oxígeno y con un traje que ante los virajes de la nave, se inflaba sobremanera y aprisionaba el cuerpo para evitar que la sangre no bajase de la cabeza. En el despegue, insólitamente se le cruzó un perro a quien golpeó y luego de un vuelo de unos 40 minutos, al aterrizar tomó conciencia de que no tenía frenos. Cuando por fin pudo detener la máquina en el extremo de la pista el líquido hidráulico que se derramaba provocó un principio de incendio. Así fue su primer vuelo con el avión con el que combatiría en Malvinas. Cuando debió elegir un indicativo, se volcó por “Tucu”.
Conocida la recuperación, la primera escuadrilla voló a Río Gallegos a mediados de abril. Fue como piloto de A4-B Skyhawk del segundo escuadrón del Grupo 5 de Caza, que llegó al sur el 1 de mayo. Desde el 2 de abril se habían intensificado los entrenamientos y se habían hecho prácticas a vuelo bajo.
En Río Gallegos, Cervera comprobó que toda la ciudad vivía la guerra, con las vidrieras de los negocios tapadas y las ópticas de los autos con cinta adhesiva negra. Lo único que agradecía es no estar casado ni de novio, porque palpaba la angustia de sus compañeros con familias que aguardaban sus regresos.
Como en la base no quedaba lugar para alojarse, lo hicieron en el Hotel Santa Cruz, que había abierto sus puertas en 1979 en avenida Roca (hoy Néstor Kirchner) 701.
Realizaron diversas misiones. El piloto contó a Infobae que “la noche anterior el estómago se te pone así de chiquito”, y cierra fuerte uno de sus puños. A la hora de dormir soñaba que volaba y que veía cómo solucionar diferentes situaciones de combate.
En su misión del 22 de mayo debió regresar por una falla en el reabastecimiento y dos días después atacó a la flota en la Bahía de San Carlos. Su primera impresión al ver la cantidad de barcos era que de ese infierno no podía salir nadie con vida. Años más tarde el veterano británico artillero Edward Denmark le contó que él los observaba pasar tan cerca que veía perfectamente sus cascos blancos. “Ustedes estaban locos. Volaban por debajo de la línea de tiro de los misiles. Nunca pude derribar a ninguno”.
El 24, también en San Carlos, arrojó una bomba de 1000 libras, que no llegó a estallar, al Sir Lancelot, un buque logístico de desembarco; quedó alojada en su sala de máquinas.
El 28 volvió a volar sin encontrar los objetivos, las fragatas tipo 22 y destructores tipo 42. El 5 de junio, ya sobre las islas, le ordenaron regresar ya que en esa misión era piloto de reserva.
El 13 de junio, con el objetivo de atacar a fuerzas inglesas en proximidades del Monte Dos Hermanas, atacó el puesto de comando inglés. Le descargó toda la munición de sus dos cañones de 20 milímetros -que solían trabarse- y obligó a un helicóptero Sea King, que se había puesto en su camino, a aterrizar al impactar proyectiles en sus aspas. El propio Jeremy Moore se salvó de milagro.
Era habitual que los aviones regresasen a la base con el tanque de combustible con impactos de bala. Era preciso arreglarlos para que estuvieran listos al día siguiente. Al tanque se lo desarmaba, se le quitaba los dispositivos y se lo enviaba a una tintorería. En la vereda misma, el tintorero le quitaba los gases del combustible con vapor inyectado por una manguera. A veces el calor era tal alto, que el tanque se despintaba. Luego se lo enviaba, ya a altas horas de la noche, al único taller de la ciudad que podía soldar aleación de aluminio. De regreso a la base se lo pintaba y se volvía a colocar en la nave. Al día siguiente estaba como nuevo.
Desde el primer momento los pilotos fueron objeto de las diversas muestras de afecto de la población local. Ellos comían en el comedor del hotel, aislados del resto de los pasajeros y de los periodistas nacionales y extranjeros. Cada tanto algún poblador se acercaba para ofrecerles algo. El dueño de un bowling los invitó a jugar para cuando quisieran distenderse; una señora acostumbraba aparecerse con una torta para después de la cena y también eran invitados al bar Los Vascos, a cuatro cuadras del hotel, donde el dueño el chileno José Ramiro Kroeger los convidaba con un vermouth y de paso escuchaban la radio.
Con los pocos pesos que cada piloto recibía, Cervera compraba cigarrillos y se hacía lavar la ropa interior que usaba en los vuelos. Es que al regreso de una misión volvía con un olor hediondo producto de la profunda transpiración que provocaba además la adrenalina. El lavadero dejó de cobrarle.
Los Arturi eran una familia muy sociable en Río Gallegos. Oscar era un platense técnico mecánico que en Gas del Estado, donde trabajaba, conoció a su pareja, María del Pilar García. Vivían en una casa en Ecuador 230, en el barrio Codepro. Lo espacioso de esa vivienda era su garage, en donde entraban, por lo menos, tres autos y donde solían hacer las reuniones con familia y conocidos. Fue un amigo de Oscar que le propuso invitar a los pilotos y sacarlos, aunque sea por un rato, de ese ambiente de presión y nervios en el que vivían y agradecerles lo que estaban haciendo por el país. En una cena se planteó el tema y todos apoyaron la idea.
Los pilotos también estuvieron de acuerdo. Se hizo la noche del domingo 6 de junio, ya que al día siguiente no volarían.
De la cena participaron los primeros tenientes Danilo Bolzán, Héctor Sánchez y Ernesto Rafaini, recién llegado a la 5ª Brigada; los tenientes Luis Cervera, Omar Gelardi, Juan Arrarás y Mario Roca, y el alférez Alfredo Vázquez.
Cuando llegaron, recuerda Mariano, hijo del dueño de casa, permanecieron parados uno junto al otro, contra una pared. Y la criatura, de entonces 5 años, que recién se despertaba de una siesta, le dio la mano a cada uno.
En medio de la velada, el dueño de casa apareció con una cámara filmadora super 8, con la que filmaba todo. Sin saberlo, dejaría un valioso testimonio de la guerra.
Cada uno de los presentes dijo una breves palabras que con el correr de los años cobraron un inmenso valor. El primero en hablar fue Vázquez, a quien invitaron a hacerlo con un “a ver el rosarino”. “En nombre mío y el de todos mis compañeros quiero agradecerles este gesto que han tenido ustedes para que nosotros recordemos a nuestras familias ya que están lejos en este momento; compartir esta mesa nos ha hecho recordar un poco a nuestras familias y el calor del hogar”.
A Cervera, a quien lo azuzaron entre risas con un “cuidado que se roba las cosas…”, expresó que “agradezco infinitamente lo que hicieron por nosotros y tengan la plena seguridad que los vamos a recordar siempre”. Omar Gelardi dijo que era de Mendoza y también agradeció; Bolzán se limitó a decir su nombre y aclarar que era de Entre Ríos. Sánchez, que tenía sentado en sus piernas al niño Mariano, se puso en el papel de un jugador de fútbol. “Sánchez, número 9 de la selección argentina, esperamos hacer un buen papel…” y enseguida contó que era de San Nicolás y agradecido por “la noche tan linda que nos han hecho pasar”. Los últimos que aparecen son Mario Roca, que dijo que lo apodaban “el loco” y que era de la General Paz para adentro y Juan Arrarás, que era de La Plata, le decían el Turco y dio las gracias por ese gesto.
El 8 de junio se produjo el combate de Bahía Agradable, donde la Fuerza Aérea echó por tierra los planes británicos de desembarco en ese lugar. Los ingleses lo reconocen como “el día más negro de la flota”. En esa jornada Vázquez, luego de hundir un lanchón de desembarco, en su retirada fue derribado por un misil lanzado por un Sea Harrier y su avión explotó en el aire. Un segundo misil impactó en el avión de Arrarás, a quienes vieron eyectarse pero su cuerpo no fue encontrado. Y Bolzán, también en su maniobra de escape, a causa de un misil su avión cayó a tierra en llamas. De esa misión solamente regresó Sánchez.
Cuando Mariano Arturi -el hijo de Oscar- estaba en el colegio secundario, su padre le dio el mandato de ubicar a cada una de las familias de los pilotos que aparecían en el video y darles una copia.
Cuando en Río Gallegos se estaba por inaugurar la escuela primaria provincial N° 63, el jefe de la 10ª Brigada Aérea propuso que llevase el nombre de un piloto caído, y surgió el nombre de Danilo Bolzán. Como a la ceremonia asistiría su viuda, se le pidió a los Arturi la filmación para pasarla a VHS y darle una copia, que terminó siendo mal hecha, sin sonido, pero se la dieron igual.
Fue el piloto Héctor Sánchez el que se encargó de encargar copias a DVD y el responsable de hacérselas llegar a cada una de las familias.
De esta manera todos escucharon nuevamente a sus compañeros que ya no estaban. Y Pablo, el hijo de Bolzán, pudo conocer la voz de su padre.
Hoy Mariano Arturi tiene 45 años y vive en Mendoza. Aún conservan la casa familiar en Río Gallegos. Para él, su testimonio a Infobae es “un homenaje a mi padre, porque fue algo hecho de corazón”.
El 31 de agosto de 1992 Gelardi, otro de los comensales de aquel asado, que se desempeñaba como piloto de pruebas, se mató en un accidente aéreo en Gran Bretaña en una exhibición con un avión Pampa.
Cervera se retiró en 1988 con el grado de capitán. En ese viaje a Malvinas fue con Sánchez, con el hijo de Bolzán y con sus propios hijos y yerno. Recorrió San Carlos y el cerro Dos Hermanas. Gracias a la colaboración del dueño de una estancia, fueron llevados campo traviesa donde estaban los restos del avión de Bolzán. Cervera le dijo a Infobae que participó David Morgan, el piloto del Harrier que lo había derribado y que estaba acompañado por su esposa. Pablo Bolzán había llevado una cruz que quedó fijada al suelo con piedras y cemento. Cervera dejó en la estructura del avión un rosario que le había dado Miguel Senese, piloto de Aerolíneas Argentinas.
Los restos del piloto habían sido enterrados ahí mismo y luego fueron trasladados al cementerio de Darwin. Cuando visitaron el lugar, les llamó la atención la aridez de la zona, menos la porción de tierra que había sido la tumba de Bolzán. Allí había una tupida vegetación. Bien podría ser el final de una película cuyo rodaje había comenzado en 1982, en un asado para agradecer la entrega y el valor en cada misión donde ellos ponían el juego sus vidas.
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