De todos los helicópteros que yo veía operando en Malvinas, había uno que se destacaba por lo acrobático de sus evoluciones en el aire. Lo comandaba Guillermo Anaya. Me intrigó. ¿Por qué piloteaba de esa manera tan temeraria y volando tan bajo? Pues porque el teniente de Aviación de Ejército consideraba que cuando la tropa oye sonar tan fuerte las palas sobre sus cabezas, cobra aliento y se fortalece: sabe que está protegida desde arriba. Y además porque al volar a tan corta distancia del suelo, realizando maniobras bruscas, le impedía al enemigo centrar la puntería.
Otra cosa que me llamó la atención de este piloto es que ostentaba una fuerte renguera. No era para menos: al inicio de la guerra se encontraba en silla de ruedas, producto de un grave accidente de moto que le había volado el fémur. Debía permanecer todo un año sin tocar el piso, por cuanto tenía ocho implantes óseos y una placa con doce tornillos. Recién después de ese lapso se iba a saber si volvería a caminar o no. Pero el “Navy” Anaya igualmente quería ir a la guerra.
“El país gastó un montón de plata en capacitarme, por si alguna vez me necesitaba”, rememora. “Como ese día llegó, le supliqué a mi padre que diera la orden de que me envíen al frente. Y si no me quieren confiar una aeronave, que me dejen batirme como infante. No quería perder la oportunidad de ofrecer mi vida. Era mucho más fácil aguantarme el dolor en la pierna que la humillación de faltarle a la Patria. No lo hubiera podido soportar”.
Los dolores eran tan fuertes, que los comandos no pudieron menos que notar el sufrimiento que le causaban. Y por eso le cedieron una de sus motos Kawasaki Enduro, que Anaya usaba para moverse cuando no estaba volando.
A pesar de su corta edad, el teniente ya había entrenado mucho con las fuerzas especiales, y eso le permitía realizar maniobras dignas de Hollywood. Por ejemplo, tras producirse el golpe de mano británico contra nuestra base en la Isla Borbón, debía llevar hasta allí a un grupo de comandos que se encontraba en San Carlos. Pero no tenía suficiente combustible como para detenerse a recogerlos. Lo que hizo entonces Anaya, fue pasar en vuelo rasante, haciendo deslizamiento con los esquíes, entre dos líneas paralelas de combatientes, que iban lanzándose dentro del helicóptero. Ninguno de los 11 comandos dejó de embarcar…
Había comenzado su carrera en la Escuela Naval Militar, pero advirtió que le daban un trato de privilegio por ser hijo del comandante de la fuerza. “Me di cuenta que si me pasaba eso siendo cadete, toda mi carrera iba a ser ‘el hijo de’, en vez de ser yo mismo; y me fui al Ejército”.
—Te metiste –y de motu proprio– en los berenjenales más peligrosos durante la guerra. Pero siempre te fue bien…
—Es que tuve la suerte de llevar de copiloto a Dios. Él me decía lo que debía hacer.
—¿Cómo es eso?
—Hay cosas inexplicables que suceden en una guerra. Me tenían que haber derribado en más de una oportunidad. ¿Porqué no pasó? Hay una sola respuesta: Dios tiene escrito el día y la hora de cada uno. Uno tiene una misión en la Tierra y hasta que no esté cumplida no va a tener el derecho de estar al lado de Él. Dios es quien determina qué, cuándo y cómo. Cuando la lógica era que te derriben, Él te decía: “Aplicá una palancazo a la derecha, ponelo en 90 grados y y mandalo en descenso”. Y la ráfaga de cañón pasaba por detrás. Cuando no hay explicación lógica, como cristiano pienso que Dios todavía tenía algo importante para uno hacia el futuro. Y nosotros orábamos muchísimo. Los oficiales de Aviación de Ejército a menudo nos juntábamos por las noches y rezábamos el Rosario. Era una necesidad que uno tenía de pedirle a Dios que sea generoso. No para que no te maten, sino para que -si debo morir- que sea en gracia de Dios.
—Tu camarada, el teniente primero Buschiazzo, no tenía que salir en la misión de rescate del pesquero Narwal, y fue igual, a sabiendas que era una misión suicida. ¿Cómo se explica esa actitud?
—Eso es ser un buen oficial. Vos no vas a combatir si sabés que ganás. Vas a combatir porque es tu deber. Y en ese caso era una posibilidad de salvar vidas, remota, pero había que aprovecharla. No hay cosa más importante que no pensar en uno mismo, sino en el otro.
Pensar en el otro, es lo que Anaya hizo durante toda la guerra. En una oportunidad, cuando le dieron la orden de llevar alimentos a primera línea en los Montes Longdon y Twelve O’clock, descubrió que sólo se trataba de un par de bolsas de porotos y garbanzos. ¡Para dos regimientos! Indignado, el piloto le dijo al subteniente de Intendencia José Luis Parra: ‘¿Usted sabe manejar una MAG? Suba, que va a volar conmigo como artillero de puerta. Y si me derriban, y muero con mi mecánico, ¡también va a morir por lo menos uno de Intendencia! Voy a llevarles comida a mis soldados”.
Cuando despegaron con rumbo norte, vieron a un montón de ovejas en el campo. Estaba terminantemente prohibido tocarlas -el generalato protegía los intereses de los kelpers más que los de sus propios hombres- pero Anaya comenzó a dar vueltas alrededor de los animales para agruparlos y cuando estaban bien juntos, le dijo a Parra: “¡Saque el seguro, fuego libre, mate a todas las ovejas!”
Cuando habían caído todas, aterrizaron y las cargaron, llenando la aeronave hasta el techo. Tras lo cual volaron directamente hasta las posiciones argentinas y comenzaron a pasar sobre ellas tirando ovejas. Como maná del cielo para los soldados.
Apenas volvieron, un jeep estaba esperando a Anaya para llevarlo en presencia del general Jofre.
—Anaya, ¿usted estaba volando recién?
—Si, mi general.
—¿Usted estuvo matando ovejas?
—No, mi general.
—Sin embargo, un kelper ha denunciado que le mataron todas las ovejas, y el único helicóptero que había en vuelo era el suyo.
—¡No me diga, mi general! ¿Eran ovejas? Yo divisé tropas británicas con uniforme de invierno y ordené hacer fuego, pero no corroboré las bajas.
—¡Ahora retírese, Anaya! Pero cuando volvamos al continente, lo espera un tribunal militar.
La amenaza no hizo mella alguna en el espíritu del joven oficial. Siguió incumpliendo órdenes, cada vez que las consideraba erróneas. Y su preocupación principal siempre fueron los soldados rasos.
Durante el repliegue del Regimiento 4, el teniente advirtió que una patrulla de correntinos estaba abandonada a su suerte, los Ava Ñaró, “Indios Bravos”, como se hacían llamar, comandados por un cabo, que habían estado en calidad de observadores adelantados y los habían dejado como apoyo de fuego durante la retirada. “¡Los van a matar a todos!”, pensó Anaya y puso en marcha las turbinas, cosa que tenía prohibido hacer. Al encontrarlos en el Monte Low, vio que no entrarían en el UH1H Bell, ya que eran quince. Abnegadamente, el cabo ofreció que se quedaría. “¡Salimos todos o no sale nadie!”, tronó Anaya. “Tiren todos los equipos, métanse en la máquina, y los que no entren, párense arriba de los esquíes. A esos de afuera, los de adentro agárrenlos de las chaquetillas, para que no se me caigan.” Así, asemejándose a un panal de abejas volador, el helicóptero regresó sano y salvo a Puerto Argentino.
“Primero me matan a mí, antes de que me toquen un subalterno”, me decía Anaya, a quien habían apodado “el Principito”. Y lo probó literalmente, estando prisionero. El teniente observó que uno de los guardias estaba agarrando del pelo a su mecánico Carlos Corsini, irritado porque el suboficial argentino no entendía sus órdenes en inglés. “No toleré ese maltrato, esa humillación, fue más fuerte que yo y agarré a trompadas al brit”, cuenta Anaya.
De más está decir que inmediatamente le cayeron encima todos los ingleses presentes. Y no sólo le rompieron tres costillas, sino que después lo metieron en una jaula durante cuatro días, sin comida ni agua. El teniente caminaba en círculos durante toda la noche para no morir de hipotermia y se echaba a dormir, cuando llegaba la luz. Trasladado luego a las cámaras frigoríficas de San Carlos junto a los demás prisioneros, su estado era tan calamitoso, que la Cruz Roja estaba dispuesta a evacuarlo al continente sin mayor demora. Pero Anaya se negó tajantemente: no se iría, si no evacuaban también a sus cinco suboficiales. “No los iba a dejar solos. Fui educado en códigos de honor”, me explica, como si ello no fuera harto evidente.
“Y el honor no tiene precio”, subrayó. A tal punto, que después de la guerra, teniendo el grado de capitán, pidió el retiro para no tener que cohonestar los chanchullos de ciertos superiores.
Estas son sólo algunas de las aventuras corridas por el Top Gun de los helicopteristas argentinos en la Gesta de Malvinas. Para reflejarlas todas probablemente haría menester un libro.
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