Ocurre que los edificios monumentales ubicados en la gran ciudad donde vivimos y transitamos se han hecho tan cotidianos para nosotros, que pocas veces reparamos en los mensajes con que nos interpela su ornamentación, cuando ella adopta el carácter de una alegoría impregnada de las expectativas epocales. Los hechos simbolizados por este tipo de monumentos, solidarizados con las fachadas, han quedado tan distanciados del presente que se despojan, sin querer, del discurso visual que antes pronunciaban por imperio de sus creadores y que todos o casi todos llegaban a captar. Y terminan siendo meros adornos urbanos, sin otro sentido que la decoración. Los percibimos, a la postre, como algo que “siempre estuvo ahí” y que “siempre fue así”, pero que la interrogación de “¿por qué allí?” y “¿por qué de ese modo”?, viene a poner en crisis nuestro arraigo histórico.
En el caso del tímpano del frontón (vale decir, en términos vulgares, el paño de muro dentro de ese gran triángulo en que remata la columnata) de la catedral metropolitana, existe allí un relieve poblado de figuras situadas en un territorio remoto y exótico, que alude a un episodio narrado en el Antiguo Testamento. Por lo mismo, no se trata, como suele afirmase con error evidente, de la parábola del “hijo pródigo” (el hijo derrochador que regresa, paupérrimo, al hogar paterno en busca de perdón), que aparece en el Nuevo Testamento.
La iconografía del frontis catedralicio admite diferentes niveles de lectura: el bíblico-literal, y el simbólico, este último en dos vertientes, la histórica y la masónica. Vale decir que para interpretar el sentido de aquella escena que se ofrece gratuitamente a la vista de los transeúntes (¡vaya privilegio que nos concede el arte academicista, en el espacio público porteño!) podemos echar mano a esas distintas maneras de leer una escultura inspirada en un relato de la Biblia y modelada en la matriz clasicista, pero acomodada a un hecho concreto de la historia argentina y, además y probablemente, portadora de un lenguaje hermético. No es poco ejercicio para el observador atento.
La conclusión del frontis de la catedral de Buenos Aires
Es historia sabida en el repertorio de las antigüedades porteñas que el templo matriz de Buenos Aires careció de frontispicio durante muchos años, a tal punto que, en el lenguaje coloquial de la Gran Aldea, la frase “la obra de la catedral” era, como señaló Eduardo Wilde en “Buenos Aires desde setenta años atrás”, un sinónimo de tarea inconclusa y hasta de dudosa conclusión.
Una vez que lo tuvo, el frontón careció de decoración: aquel tímpano vacío clamaba por un relieve y finalmente lo adquirió, cuando se le encargó al escultor francés Joseph Dubourdieu quien, ya en 1856, acompañando las reformas a cargo del arquitecto oficial del Estado de Buenos Aires (que era Prilidiano Pueyrredón), había ejecutado una estatua representando supuestamente a “La Libertad” para el coronamiento de la Pirámide de Mayo. En rigor, la escultura ocultaba una trampa alegórica, porque, a juzgar por sus atributos, no se trataba ni de la Libertad ni de la República, sino de la diosa romana de la guerra llamada Bellona. Pero quizá los vecinos de la capital no poseyeran semejante erudición en materia de mitología clásica como para percatarse del engaño.
Dubourdieu había realizado, también, cuatro alegorías (Comercio, Agricultura, Ciencias y Artes) en cemento con armazones de fierro, que fueron colocadas en los ángulos de la Pirámide. En 1875 fueron retiradas de allí (su destino actual es incierto) y reemplazadas por otras cuatro alegorías de mármol que provenían del parapeto del edificio del Banco de la Provincia de Buenos Aires, ubicado a cien metros de la Plaza de Mayo. Esas cuatro esculturas (que no pertenecen a la mano de Dubourdieu, como a veces se afirma inexactamente) deambularon por distintos sitios (como las garitas del muelle de pasajeros y la plazuela de San Francisco en la calle Alsina) hasta su vuelta al lugar original, hace pocos años.
Para el relieve de la Catedral, el artista eligió el episodio bíblico del encuentro del patriarca Jacob con su hijo José, traicionado y vendido a corta edad como esclavo por sus hermanos envidiosos, pero que se había encumbrado como gran visir en la corte del faraón egipcio, todo ello según el libro del Génesis.
La connotación era obvia entonces: Buenos Aires, la hermana próspera y segregada por el conjunto de las provincias venía a reconciliarse con la Confederación Argentina en fraterno pacto de unión rubricado en San José de Flores, en 1859.
El historiador y académico Alberto de Paula comentó la preferencia por esta escena bíblica de este modo: “La comparación entre la hermandad de las doce tribus de Israel y la unión de las catorce provincias argentinas surge de una relación entre la historia sagrada y la profana, que es coherente con el doble rol del monumento, pues si por su antigüedad y jerarquía la catedral de Buenos Aires es el templo con mayor significación en el orden eclesiástico, también su emplazamiento, su historia y su mérito arquitectónico le confieren un alto valor emblemático en el patrimonio civil”.
La propuesta de Dubourdieu fue aprobada en 1860 (el mismo año de la firma del convenio complementario del Pacto y la reforma constitucional), cuando flotaban en el ambiente los ánimos de una paz de fugaz duración: en 1861 Buenos Aires y la Confederación se enfrentaron en una nueva y breve guerra que culminó con el predominio político de Bartolomé Mitre. Al fin y al cabo, Dubourdieu tuvo razón cuando eligió aquella alegoría bélica para la Pirámide.
En 1863, el relieve estaba ya concluido, y también la unión nacional estaba concretada.
Ciertamente, en una ciudad tan vacía de monumentos conmemorativos y artísticos, debió llamar de inmediato la atención. Los hermanos Mulhall en la edición en español del Manual de las Repúblicas del Plata de 1876 lo mencionan (aunque omiten el nombre del autor) y, correctamente, lo tipifican como “alto relieve”. Es común el error de designar a esta obra como “bajo relieve” e, incluso, el mismo contrato firmado por el escultor con el Estado de Buenos Aires, con la intervención del ministro Sarmiento, la llama de ese modo, incorrecto pero usual.
El gobierno se había reservado la facultad de aprobar el modelo definitivo. En cuanto a los materiales, debía ejecutarse con “ladrillos fuerte y sólidamente ligados al muro con hierros y éstos en cantidad suficiente para que el todo no forme, sino, un cuerpo, y no sufra movimiento alguno”. Por lo visto, estas previsiones fueron observadas, porque el paso del tiempo y el traqueteo del trafico no han logrado conmover las figuras que, a mi juicio, han sido pre-moldeadas con algún sustrato calcáreo para luego ser aplicadas al tímpano. Ciertas deformaciones intencionales en los rostros estarían indicando la adopción de varios puntos visuales peatonales, alejados y bajos. El artista conocía bien su oficio y no desestimó los trucos ópticos que demandan las esculturas puestas a considerable altura, y que los tratadistas como el milanés Gian Paolo Lomazzo habían explicado desde siglos atrás.
Las tareas de ornamentación asumidas por Dubourdieu incluían además el modelado de los doce capiteles corintios de las columnas, las cornisas y el friso con festones y cabezas aladas del pórtico, con un costo de $300.000.- en moneda corriente, librándose un anticipo de apenas $25.000.- en favor del escultor que era, a la vez, el contratista. Ciertamente, como se quejaba Pueyrredón años antes, en su correspondencia con la madre gaditana de su hija, los fondos no eran para nada abundantes.
Los trabajos estuvieron concluidos quizá para mediados de 1863.
Un hecho curioso es que durante mucho tiempo se puso en duda la autoría de Dubourdieu, afirmándose infundadamente que el relieve lo había realizado “un preso de la Policía”. El hecho fue esclarecido definidamente por el citado Alberto de Paula, quien halló en la Sala X del Archivo General de la Nación el expediente contractual y lo dio a publicidad en la revista “Anales del Instituto de Arte Americano” en 1971.
El análisis de la escena figurativa
Definido entonces el tema iconográfico, no carece de interés el análisis detallado de la escena, donde concurren las figuras de seres humanos, animales, objetos y edificios egipcios.
Una línea axial reparte el tímpano en dos mitades que ocupan los dos campos de la composición elegida. El eje divisorio coincide con la pirámide mayor, la cual sobresale del grupo de tres, por detrás del conjunto central. Esas tres pirámides, nítidamente representadas en sus ápex, aristas y sillares de piedra, evocan primariamente el país donde ocurrió el encuentro bíblico de aquel hijo con su padre y sus hermanos: Egipto. Pero, para quienes gusten de las narrativas esotéricas, esas siluetas triangulares así solidarizadas en tríada, también pueden ser símbolo de la acción de la Masonería en la obra reconciliadora nacional. La pirámide es uno de los elementos más utilizados en la simbología masónica.
Además, en el lenguaje simbólico tradicional, la pirámide alude a la idea de firmeza o estabilidad frente a cualquier conmoción, ya sea de la violencia de los elementos de la naturaleza o de los humanos. Y en la heráldica suele aparecer como señal de virtud, constancia y gloria.
Cualquiera de estos sentidos podría convenir a las pirámides que modeló Dubourdieu y a la escena en su integridad que podría, incluso, leerse en clave masónica también en lo tocante a los personajes elegidos, toda vez que el nombre de José es frecuentemente aludido en la Masonería de Adopción, que Jacob es una de las palabras de reconocimiento del grado 70 del rito de Misraim, y que Israel es palabra sagrada en el mismo grado y rito y en el grado 7º del Rito Escocés Antiguo y Aceptado; todo ello si nos atenemos a las explicaciones del Diccionario compilado por el masón Lorenzo Frau Abrines. Lo mismo las figuras del pan, del egipcio, del país de Egipto, el aprendiz de los egipcios etcétera, que aparecen en diferentes ritos, grados y otras referencias masónicas, en cuyas logias el hermetismo egipcio ejerció un fuerte influjo durante los siglos XVIII y XIX. Pero se trata, en cualquier caso, de meras conjeturas que lamentablemente nos resulta, de momento, imposible validar en otras fuentes.
En el lado izquierdo se despliega el campo de Jacob (o Israel) y los hermanos de José, que vendría a coincidir alegóricamente con la Confederación Argentina. Las figuras humanas (lo mismo que en el campo egipcio) lucen atuendos antiguos, de acuerdo a las convenciones artísticas del canon neoclásico. No se trata de togas romanas, sino más bien de clámides o jitones con mangas cortas. En la figura femenina de Raquel se observa una “palla” colocada a modo de velo o toca sobre su cabeza.
Las figuras suman un total de once. Las mujeres de más edad serían Raquel y Lía, las dos esposas de Jacob. Es llamativa la figura femenina más joven que sostiene un cántaro de agua. En cuanto al bestiario de este campo, se compone de un buey, un carnero y dos ovejas.
En cualquier caso, la comitiva de Jacob censada por el texto bíblico superaba las 60 personas, un cortejo imposible de representar en su totalidad en ese muro.
Una de las figuras masculinas alza su mano en dirección hacia el ápex de las pirámides en gesto de salutación y como indicando allí la causa de la reconciliación.
Jacob, el padre, ha sido representado como un anciano, pues según el Génesis llegó a Egipto con más de cien años. Su figura ha sido resuelta en una escala algo mayor que la de José, como señal de primacía patriarcal y mayor edad. Pero el gesto del anciano no muestra jubilo sino que es mas bien adusto.
La escena se completa con los rebaños de los hebreos, pues según el Géneris 46, 6, “tomaron sus ganados y fueron a Egipto”. También coincide con el oficio que los hermanos de José declararon ante el Faraón: “pastores de ovejas”
El campo egipcio
El campo egipcio, a la derecha, es el equivalente simbólico a Buenos Aires y lo preside la figura de José, entre seis figuras humanas y seis animales (dos caballos, un camello, un carnero y dos ovejas) y un carro del tipo griego que quizá sea el vehículo en que se trasladó al encuentro de su padre según el Génesis: “José enganchó su carroza”.
Dos figuras de varones son claramente de filiación egipcia según lo delata su indumentaria, y representan a los servidores de la comitiva de José. Uno de ellos, de espaldas, sostiene las bridas de dos caballos, cuyo perfil semeja inevitablemente a las cabezas equinas del friso del Partenón, según el canon clásico. El otro lleva en una canasta una ofrenda de panes.
En una primera lectura, lo que vemos se corresponde literalmente con el relato bíblico, cuando señala que Jacob supo que se repartía grano en Egipto y decidió viajar hasta aquel país en un contexto de hambruna regional. También coincide con la promesa del faraón en Genesis 45, 19, luego de la reconciliación familiar: “Os daré lo mejor de Egipto y comeréis lo más pingüue del país”. Y también la cita de Génesis 47, 12: “José proveyó al sustento familiar de su padre y de toda la casa de su padre”. Pero, en un segundo nivel de exégesis, sería el símbolo de la abundancia material que Buenos Aires trajo a la Confederación merced a las rentas de la Aduana y la facilidad de sacar por el puerto la producción de los frutos del país que venían del interior.
Tres varones conversan y se saludan, y un poco rezagada, vemos a una pareja de varón y mujer. Esta ultima aparece con la rodilla en tierra y ambos brazos cruzados sobre el pecho, en señal de respeto y homenaje. También hay figuras de niños. Los camellos hablan por si solos de la geografía.
De los tres varones que se saludan y entablan diálogo, dos parecen reconocer al tercero. Tal vez sean los dos hijos de José nacidos en Egipto, Manasés y Efraín, confraternizando con su pariente recién llegado. En cualquier caso la escena de la charla fraterna aparece en el texto bíblico, en el encuentro previo de José con sus hermanos, que estuvieron antes conversando con él, según Génesis 45, 15.
El abrazo como tema central y una incógnita sin resolver
Las dos figuras centrales, Jacob, el padre en desgracia, y José, el hijo triunfador, han sido representadas en el momento del abrazo y siguen la composición triangular de las pirámides que hacen de fondo (los mismos cuerpos, ya individualmente, ya geminados, adoptan el contorno del triángulo), en tanto que ambos conjuntos (los dos hombres plus las tres pirámides) quedan perfectamente alineados con el vértice superior del tímpano. Además, ambos han sido jerarquizados mediante un podio de dos gradas en el cual se paran.
Las túnicas de las dos figuras, ceñidas con cíngulos, se reúnen entre ambas, creando un efecto de veladura u ocultamiento de la base de la pirámide central ¿símbolo, acaso, de los acuerdos secretos entre los hermanos logiados, que posibilitaron el pacto de unión, y que no deben ser revelados a los profanos? Vaya uno a saber. Lo cierto es que la caída de la túnica de Jacob, del lado izquierdo, forma un perfecto velo.
El instante del encuentro entre padre e hijo se adecua a la cita bíblica de Genesis 46, 30: “Viéndole, se echó a su cuello”. La mirada del anciano se concentra el el rostro del hijo, como habiendo alcanzado un anhelo último, también según el mismo versículo: “Ahora ya puedo morir, después de haber visto tu rostro”.
Hay una pregunta persistente que se han formulado numerosos intérpretes de la iconografía del frontispicio ¿fue representado allí Bartolomé Mitre, bajo la apariencia de José? Es dudoso, aunque ciertos rasgos fisonómicos, el recorte de la barba y algo del peinado (en especial la caída del cabello sobre la nuca), podrían dar lugar a esa suposición, aunque con márgenes bastante acotados.
A modo de cierre, recuerdo ahora una anécdota: allá por el año 2001, un mediodía, nos pasamos un largo rato observando el tímpano y sus relieves junto al maestro y amigo Alberto de Paula, intentando dilucidar de una vez por todas si Mitre estaba o no allí representado. La dialéctica cruzada de los argumentos meramente perceptivos iba y venía (que la barba, que el cabello, que le falta la cicatriz en la frente…) hasta que Alberto, casi resignado (y quizá ansioso por ir a almorzar), dio por resuelta la disputa diciendo, con esa frecuente ironía que sacaba a relucir cuando quería dar por concluido un asunto, que, “en efecto, bien podía ser Mitre… o cualquier otro tipo con barba corta que hizo de modelo”, agregando, en el colmo de la fantasía contrafáctica: “No te extrañe que sea un autorretrato de Dubourdieu, porque nadie le conoce la cara y como buen francés debía usar esa barba cortita”… Y tal vez no estuvo tan errado.
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