Un ser-luz, confiable para sus superiores y ejemplo para sus subordinados. Así define a Marcelo “Lorito” Márquez, su jefe de escuadrilla. El capitán de corbeta Alberto Philippi habló con él por vez última poco después del mediodía del 21 de mayo, cuando estaban por salir para atacar a la flota británica junto con Arca, Rótolo, Sylvester y Lecour.
Ya habían finalizado el procedimiento de prevuelo, recibido la información de la misión anterior y, a la espera del alistamiento de sus Skyhawk A-4Q, estaban abocados a una tarea harto engorrosa: colocarse el traje anti-exposición, muy ajustado al cuerpo y poco elástico. Philippi estaba renegando ante la dificultad de pasar la cabeza por el cuello del traje, preocupado por la misión que iban a emprender, cuando de pronto se le acercó el Loro, sonriente, con las manos llenas de empanadas. Las había tomado sin permiso de la cocina, y se las ofrecía “para el vuelo”, ya que no habían almorzado. “¿Sabe lo que puede hacer con esas empanadas, Loro?”, estalló el jefe de la escuadrilla, que no estaba para pensar en un refrigerio.
Sin perder la sonrisa, el teniente de fragata contestó: “Está bien, espero que no las necesite”, y las guardó en los bolsillos de su equipo de vuelo.
Nunca sabremos si al menos pudo comerlas él, por cuanto esa misma tarde fue derribado, al atacar y hundir junto a sus camaradas a la fragata Ardent.
“Ese era el Loro -me dice Philippi–. Seguro que estaba tan preocupado como yo por la misión que íbamos a cumplir, y que colocarse el traje anti-exposición le costaba tanto como al resto de los pilotos, y sin embargo quiso hacer algo por el grupo”.
Corajudo y habilidoso, era el numeral que todo líder desea llevar consigo al combate, según coinciden los aviadores navales Sylvester y Philippi. Pero este último va más lejos: “Era el tipo de muchacho que un padre con hijas quisiera para yerno”.
Siempre hacía un esfuerzo adicional. Cuando era urgente sacar los aviones del hangar para iniciar las operaciones, no vacilaba en subirse al tractor de remolque y ayudar en los movimientos a la gente de pista.
Generoso y humilde, podía salir de la cabina del cazabombardero y meterse en la de un modesto avión civil, donde contestaba preguntas sin descanso y enseñaba desinteresadamente a mejorar maniobras de vuelo.
En 1983 su jefe de escuadrilla visitó a la familia del Loro en Mar del Plata. Le habían informado que la madre del piloto estaba angustiada, pensando que su hijo aún estaba en las islas, prisionero de los ingleses. En la oficina del comandante de la Fuerza de Submarinos, Philippi le relató el ataque a la Ardent, el derribo de los tres aviones de la primera sección y -abrazados entre lágrimas los dos- le transmitió la certeza de su desaparición física y su ingreso a la inmortalidad.
Desde ese día, todos los 21 de mayo, el jefe de aquella escuadrilla envía un telegrama a la familia Márquez, con un texto invariable: “Siempre junto a ustedes”.
Según Clive Morell, uno los pilotos ingleses que participó del combate, el avión de Márquez se desintegró al recibir una ráfaga de sus cañones de 30 milímetros. Philippi piensa que el impacto fue de lleno en la turbina. Al estar a altísimas revoluciones, se producen desprendimientos de álabes de la turbina, y por efecto cascada se va destruyendo todo en fracción de segundos.
Las últimas palabras del Loro -“¡Harrier, Harrier!”- alertando sobre la aparición de aeronaves enemigas, aún resuenan en los oídos de Philippi y Arca. Fueron también su postrer servicio a sus camaradas.
Luego de su derribo, encontraron éste poema entre sus pertenencias (“Vuelo Supremo”, del costarricense Julián Marchena):
Quiero vivir la vida aventurera
de los errantes pájaros marinos;
no tener, para ir a otra ribera,
la prosaica visión de los caminos.
Poder volar cuando la tarde muera
entre fugaces campos ambarinos
y oponer a los raudos torbellinos
el ala fuerte y la mirada fiera.
Huir de todo lo que sea humano;
embriagarme de azul...ser soberano
de dos inmensidades: mar y cielo,
Y cuando sienta el corazón cansado
morir sobre un peñón abandonado
con las alas abiertas para el vuelo.
Paradójicamente, el anhelo expresado en estos versos se le cumplió plenamente. Ya antes de su muerte había sido el “soberano de dos inmensidades, mar y cielo”. Es que todos los días en que no estaba volando, navegaba.
Así lo describe Héctor Tebaldi: “Fuimos amigos y compañeros de regatas oceánicas en el Fortuna II. Era un osado. No le tenía miedo a nada. Buscaba el riesgo y lo disfrutaba, así soplaran 40 nudos y olas de 5 metros. Ahí estaba con su risa desafiante y apoyado por otros como él. Transmitía el entusiasmo. Era líder en las maniobras”.
Como oficial del comando de la Armada, se destacó a tal punto, que eso casi le impide el ingreso a la Escuela de Aviación Naval: la Flota de Mar lo quería como oficial de operaciones. Pero no logró torcer su determinación de ser piloto.
“Era un loco lindo -comenta su hermana Claudia–. Pero, aunque bromeaba todo el tiempo, en el fondo era muy serio. Funcionaba como el pilar de la familia, más que papá y mamá, centralizaba todo”.
Le gustaba arreglar cosas destartaladas. Se consiguió una moto Norton y un Ford A, que eran verdaderas piezas de museo, y las dejo irreconocibles. Viajaba en ellas, entre Punta Indio y Mar del Plata.
Hacía sentir cómodo a cualquiera, aún en situaciones embarazosas. Roberto Sylvester me cuenta: “Con el Lorito de numeral, me animaba a hacer cualquier cosa. Fue un piloto extraordinario, te transmitía confianza, como si el líder fuera él. Cierta vez cometí un error enorme y aterrizamos con muy poco combustible en Trelew. Cuando quise disculparme no me dejó hablar, nos dimos un tremendo abrazo y una hora después seguimos camino a Punta Indio”.
De hecho, Sylvester y Márquez hacían en el aire “cualquier cosa”. Como, por ejemplo, acrobacias en los vetustos T-28, con medio metro entre ala y ala.
El Loro tampoco se amilanaba en marcarle la cancha a los jefes ensoberbecidos. Harto de las bravatas de uno de ellos, cierta vez se acercó a pedirle un autógrafo… “Podía putear a un mandamás y no iba en cana”, me comenta Sylvester. “Porque era un personaje”.
“Nervio puro arriba de su máquina - testimonia otro amigo suyo, el teniente de navío Carlos Croci–. “Pero poco antes de la última misión, lo vi al Loro sentado en el primer asiento de un micro, re concentrado. Le golpeé la ventana y le deseé suerte. Me contestó que si, que la iba a necesitar”.
¿Habría tenido un presentimiento? “Dios suele llevarse a los mejores”, me dice Sylvester con voz consternada aún hoy, a varias décadas. “Al Lorito lo amaba el mundo”.
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