Cuando Bruce Willis y su mujer, la modelo Emma Heming, comenzaron a deshacerse de sus propiedades de lujo fuera de California hace cerca de cuatro años, nadie sospechó el motivo. Primero fue su casa de montaña en Sun Valley, Idaho, que prácticamente remataron por US$5.5 millones, en octubre de 2018, un tercio del valor por el que la compraron. Después, cambiaron su amado duplex de 550 m2 en Central Park por un condominio de 200 m2 cerca del Lincoln Center. También vendieron su casa de Westchester, por mucho menos de sus U$S12 millones originales. Y en 2019, vendieron en US$27 millones la espectacular mansión en las paradisíacas islas de Turcos y Caicos, donde se casaron una década antes.
El actor de Duro de Matar estaba haciendo una película tras otra y costaba pensar que estuviera falto de liquidez. Por entonces dijo que la única razón por la que buscaba reducir su patrimonio inmobiliario era que todo estaba demasiado lejos de su familia en California: “Es por lo que hemos decidido volver a la Costa Oeste y tener nuestro hogar ahí”.
No mentía, y la pandemia hizo el resto: Willis, Heming y sus hijas, Mabel (10) y Evelyn (7), pasaron buena parte de la cuarentena con Demi Moore –con quien estuvo casado entre 1987 y 2000– y sus hijas Rumer (33), Scout (30) y Tallulah (28), y la foto del singular grupo en idénticos pijamas rayados los volvió a hacer tan icónicos como en los 90.
Ahora que la semana pasada las siete mujeres de su vida –Heming, Moore, y sus cinco hijas– compartieron con sus fans el diagnóstico de afasia que “impacta en las habilidades cognitivas de Bruce”, y comunicaron que, por ese motivo, y “después de mucha consideración, dejará la carrera que tanto significó para él”, algunos ataron cabos. Sus amigos revelaron entonces que Bruce, de 67 años, había estado preparándose para este momento desde hacía mucho.
No trascendió cuál es la patología que originó en Willis este trastorno del lenguaje –la más común es el acv, pero podrían ser un tumor cerebral, un traumatismo de cráneo, o algún tipo de demencia, entre otras posibilidades–, pero sí que este nivel de dificultad en su capacidad para expresarse y comprender a los otros, era algo que los médicos le habían advertido hacía tiempo: “El sabía que, a medida que su salud se debilitara, iba a llegar un punto en que su poder de generar dinero iba a caer sustancialmente. Por eso, mientras estuvo lúcido, hizo todos los arreglos financieros necesarios para que a las chicas no les faltara nada”, reveló una fuente cercana a Page Six.
Hay otras teorías, todavía más crueles, como la que dice que hasta que la afasia golpea con gravedad y de manera irreversible, como en el caso de Willis, pueden pasar años, y que en esos años, Bruce tuvo que lidiar con otra enfermedad de base mientras continuaba trabajando. Las revelaciones de sus distintos compañeros a Los Angeles Times tras el comunicado de la familia, indican que fueron muchos los colegas, directores y productores que lo vieron perdido en diferentes sets de filmación.
Y sin embargo, por decisión propia o por mandato de una maquinaria que siguió explotándolo hasta la última gota –porque cada estreno con su nombre y su foto en el afiche era número puesto, aunque los guionistas tuvieran que correr para cortar las líneas que ya no podía recordar–, Willis filmó más de 20 películas en los últimos cuatro años, cuando hoy todos reconocen por lo bajo que ya estaba enfermo.
De hecho, los Premios Razzie –o los “anti Oscar”– que se entregaron la semana pasada lo distinguieron como si fuera una categoría en sí mismo “Peor Bruce Willis del Año”, por Cosmic Sin. Tuvieron que retirarlo al hacerse pública su condición.
De nuevo, es difícil saber si la de seguir actuando no fue una decisión que tomó él mismo cuando aún estaba en condiciones de hacerlo. Como dice el posteo en el que confirmaron la noticia sus chicas, la frase favorita del actor siempre fue “Live it up”, algo así como “Vivir a fondo”, y también con todo el lujo posible. Ahí es donde también sus amigos aseguran que el actor tuvo una única obsesión desde el diagnóstico, además de compartir tiempo con su familia, y fue poder dejarles la mayor cantidad de dinero a las siete mujeres de su vida.
“Sabía que eventualmente ya no iba a poder viajar y que no iba a necesitar tantos departamentos ni mansiones, pero sí un ambiente seguro donde estar rodeado de ellas. Quiso simplificar su vida y la de ellas tanto como fuera posible”, dijo en off uno de sus cercanos a Page Six.
Es triste de todas formas imaginar a ese hombre que se hizo famoso a los 30 años como el detective sexy de Moonlighting (1985-1989) junto a Cybill Shepherd y, sobre todo, como John McClane, el policía antihéroe de respuestas tan rápidas como sus disparos, de la saga Duro de Matar, forzado a seguir actuando en los últimos años, cuando ya no era capaz siquiera de hacer en cámara la coreografía que quizá más había ensayado en su vida: la de desenfundar un arma.
Los testigos citados en la nota de Los Angeles Times dicen que a Bruce le dictaban sus líneas –cada vez más breves– por un audífono y lo reemplazaban por dobles de riesgo en las escenas de disparos. Y ponen en duda la conciencia real del actor sobre lo que ocurría en los rodajes de las últimas películas de las que participó.
Faltan apenas unos días para que Walter Bruce Willis cumpla 68 años: nació el 18 de marzo de 1955 en Idar-Oberstein, un pueblo de Alemania Federal, en la primera década de la posguerra. Su madre, Marlene, era alemana; su padre, David, era un soldado americano. La familia se mudó a Nueva Jersey en 1957 y ahí nacieron los hermanos menores de Bruce. En el colegio lo apodaron “Buck-Buck” porque era tartamudo, y fue por esa tartamudez que se anotó en las clases de teatro: cuando actuaba, Bruce hablaba de corrido.
Ni bien terminó la secundaria, se anotó en la escuela de actuación, pero también fue detective privado y bartender. Algún día todo iba a sumar para componer a sus personajes, pero al principio se trataba apenas de ganarse la vida. Sólo tuvo roles menores en cine y actuó en el off-Broadway hasta que logró el papel de David Addison en Moonlighting después de pasar un casting entre 3000 aspirantes. Ese personaje le valió un Emmy y un Globo de Oro y lo consagró como comediante.
En 1987 lo llamaron para protagonizar su primera película, Cita a Ciegas, nada menos que con Kim Basinger, que venía del éxito rotundo de Nueve semanas y media (1986). Una marca de bebidas lo contrató como su imagen por millones (al tiempo rescindiría el contrato, porque dejó de tomar alcohol). Se convirtió en el actor del momento. Estaba filmando Duro de Matar y no usaba dobles ni para las escenas de riesgo, pero en escena se mostraba como un tipo común, con pocas ganas de convertirse en héroe, al que no le queda otra. O como dice el segundo film de la saga: “El tipo equivocado, en el lugar equivocado, a la hora equivocada”.
Comenzaron a compararlo con John Wayne y Steve McQueen. Bruce era el nuevo sinónimo del americano cool. Y entonces, a la vera de los 90, en una premiere, también en 1987, en julio, más precisamente, conoció a Demi Moore y chocaron los planetas. No era un estreno cualquiera, sino el de Stakeout, que protagonizaba Emilio Estevez, hijo de Martin Sheen, hermano de Charlie, y novio de ella.
El romance fue fulminante. Ella lo cuenta en su biografía, en cuya presentación estuvieron Bruce y Emma. “Sin planearlo, nos fuimos a Las Vegas, y estábamos por movernos a una mesa de apuestas, cuando Bruce dice: ‘Deberíamos casarnos’. Habíamos estado haciendo chistes con eso durante todo el vuelo, pero de repente ya no parecía que fuera una broma”, escribe. Así fue como llamaron a un juez a su suite del Golden Nugget Hotel, y se casaron ante apenas un puñado de asistentes.
Un mes más tarde, el 21 de noviembre, repitieron los votos frente a sus amigos, en Hollywood. Para él era la primera vez. Ella ya había estado casada cinco años con el músico Freddie Moore, de quien conservó el apellido artístico. La leyenda dice que Demi quedó embarazada de su hija mayor, Rumer –que nació en agosto de 1988–, en la misma noche de bodas. Scout nació en 1991; Tallulah, en 1994, junto con el boom de Pulp Fiction.
Los ojos del mundo estaban sobre ellos (¡hasta hicieron juntos la película animada de Beavis y Butthead!): eran el rey y la reina del cool y marcaron tendencia en lo de ponerle nombres extravagantes a sus hijas, y se convirtieron en la marca de los 90 junto a Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger: Planet Hollywood, como llamaron a su cadena de bares y restaurantes. Luego de su separación, en 1998, también serían pioneros como una de las primeras parejas de la industria capaces de funcionar como familia aún después de terminado el amor conyugal.
Por entonces, Willis le dijo a la Rolling Stone: “Tenemos tres hijas en común a las que continuaremos criando juntos, y probablemente hoy estamos más unidos de lo que jamás estuvimos. Nos damos cuenta de que nuestro compromiso con nuestras hijas es para toda la vida, y nuestra amistad continúa”.
Eso fue tan cierto como que Bruce fue uno de los invitados al casamiento de Demi con Ashton Kutcher –y también su sostén en el divorcio del hoy marido de Mila Kunis–; y Demi y Kutcher estuvieron en la boda de Bruce con Heming en Turcos y Caicos en 2009.
El final del siglo coincidió con los años dorados de su carrera: el envión de Tarantino le dio protagónicos distintos, como 12 monos (1995), El quinto elemento (1997), Armageddon (1998), y Sexto sentido (1999), que lo ubicaron en el podio de los éxitos comerciales y de crítica. Arrancó el milenio permitiéndose hacer del padre de la novia joven de Ross en Friends, y el público volvió a festejarlo: se ganó un Emmy como mejor Actor Invitado en una Comedia.
Siempre fue irreductible en su liberalismo: en su visión era deseable que el Estado interviniese lo mínimo indispensable. “Estoy harto de responder lo mismo. Soy Republicano en tanto quiero una administración más chica, menos intrusión del gobierno”, se ofendió con un periodista que lo corrió a la salida de un estreno en Manhattan, en 2006, para preguntarle qué opinaba de George Bush (h).
Había apoyado a Bush padre contra Bill Clinton, pero le negó el apoyo al republicano Bob Dole en la campaña contra Clinton porque criticó el film Striptease (1996), que protagonizaba Moore. “Lo que quiero que dejen de cagarse en mi plata y en la tuya y en los impuestos por los que les damos el 50% cada año. Si hacen eso, soy Republicano. Pero odio al Gobierno, ¿ok? Así que soy apolítico. ¡Escribí eso! No soy Republicano”, dijo aquella vez ante el confundido cronista.
Pero, dijera lo que dijera, Bruce tenía claro que nadie iba a ofenderse con él. Y es que esa fue la constante de Willis en su carrera de más de cuatro décadas: el público, que lo quiso desde el primer momento, igual que a Addison o a McClane, como si fuera un primo sexy al que las cosas le salían bien de casualidad, siempre estuvo dispuesto a perdonarle todo. Si alguna de sus películas no era tan buena, o si alguna vez estaba un poco borracho, si era infiel, defendía la portación de armas, o si se enojaba con la prensa, ¿qué importaba, si ese tipo nunca jugaba de superestrella?
Estaba ahí, haciendo lo mismo que haría cualquiera: tratando de ganarse la vida como fuera, de sacarle el jugo, de vivirla al máximo, “a fondo”, hasta las últimas consecuencias.
Bruce Willis era Planet Hollywood, pero no era Rambo, ni era Terminator: era humano. Un tipo que sufría e insultaba y al que se le caía el pelo, y hacía las cosas incluso sin ganas de hacerlas. Ese que no quiso ser héroe, pero no le quedó otra. Quizá por eso nos pone tan tristes pensar que ya no vamos a disfrutarlo en otros papeles, o adivinar el calvario de sus últimos rodajes: la carrera que acaba de terminarse es la de uno de nosotros.
Y Bruce, Bruce más que ningún otro, tendría que haber seguido pasándola bien.
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