A 2,6 segundos de la muerte: el voluntario que desactivaba bombas en la guerra de Malvinas

Para el cabo armero Pedro Miranda era más importante salvar a otros que salvarse a sí mismo. Así lo demostró eligiendo una especialidad extremadamente peligrosa: desactivar bombas. En la guerra, salvó cientos de vidas. Frente a los kilos de trotyl, sabía que la muerte era instantánea, sin sufrimiento, “pero sacaba la foto de mis hijos y les pedía que me ayudaran”

Para Pedro Prudencio Miranda salvar a otros era más importante que salvarse a sí mismo. Lo demostró eligiendo una especialidad harto peligrosa: desactivador de explosivos. Las bajas de este personal son cinco veces superiores a las de combatientes de primera línea.

Este cuyano, que tenía 30 años en el ´82, debió cumplir una misión terrorífica tras otra. Y lo hizo en forma voluntaria.

Cuando fue menester desarmar la bomba que lanzara por error el capitán Pablo Carballo, instalada en la bodega del buque Formosa, su jefe le ordenó que designara a un mecánico armero soltero. Miranda se negó rotundamente; iría el mismo. El comodoro Carlos Corino no lo podía entender, e insistía: “Usted está casado, tiene hijos…”. Pero el suboficial se mantuvo inflexible y el oficial tuvo que ceder.

-¿Por qué elegías el peligro? ¿Te atraía? ¿Eras adicto a la adrenalina? ¿Querías probarte a vos mismo ante la cara de la muerte?

-No. Simplemente, no eludía mis responsabilidades. Fui mecánico de armamentos desde los 15 años, era el más antiguo, quien mayor experiencia tenía.

Sin embargo, antes de Malvinas, en los ejercicios con bombas que no habían explotado, el mecánico armero no las desactivaba, sino que las detonaba con trotyl adosado al artefacto.

Acá, en cambio, se trataba de realizar un trabajo de relojero, o más bien de cirujano. Pero alguien debía desarmar la bomba, nadie lo podía hacer mejor que Miranda, y él lo sabía.

Trasladado en un gomón, entre olas gigantescas, hasta donde se encontraba anclado el Formosa con sus 49 tripulantes cortando clavos a bordo, el suboficial principal bajó solo a la bodega, portando el maletín donde llevaba destornilladores, pinzas y no mucho más.

Reinaba la oscuridad. Miranda se acostó al lado de la bomba de 250 kilos y comenzó su tarea alumbrándose con una linterna que sostenía entre los dientes. Había hecho prácticas para desarmar artefactos explosivos, pero nunca con uno que, lanzado desde un avión a 900 kilómetros por hora, había atravesado una cubierta de hierro de 8 milímetros.

Por el impacto, la bomba se había quedado sin cola, y la espoleta estaba adentro, hecha trizas. El tren de fuego, es decir los tres fulminantes que llevan a la explosión, se encontraba entero. Pero los engranajes lucían muy débiles. Comenzó por retirar, fragmento a fragmento, cada sección de la espoleta. A pesar del frío, estaba empapado de transpiración, su nerviosismo crecía y crecía. En dos momentos terribles sintió que no saldría con vida.

-¿Qué hiciste en esos instantes?

-No pensé en mí. Con un cuarto de tonelada de trotyl, la muerte es instantánea, sin sufrimiento, pero pensaba en los míos. Sacaba la foto de mis hijos, les pedía que me ayudaran y seguía.

-No usabas esa escafandra que aparece en las películas, como en “Vivir al límite”, protagonizada por Jeremy Renner; esa pesada armadura que minimiza las heridas si pasa lo peor…

-Ja, ví esa película y me conmovió. Pero ante un estallido de tal magnitud, daba igual estar en escafandra que en calzoncillos.

Miranda seguiría jugando apuestas letales. El 23 de mayo, el A-4Q de la Aviación Naval, piloteado por el capitán Carlos Zubizarreta, regresó a la base de Río Grande por un desperfecto. Traía sus cuatro bombas con espoletas activadas y al aterrizar reventó las cubiertas. Como pensaba que las bombas iban a explotar, el piloto las desprendió sobre la pista y se eyectó. Pero su paracaídas no se desplegó y murió.

Para colmo, una escuadrilla Dagger -que carece de sistema de reaprovisionamiento en vuelo- iba a aterrizar en pocos minutos y no tenía combustible para hacerlo en otra base.

El suboficial principal fue convocado nuevamente: “Si usted no acepta hacerlo, damos la orden de que los pilotos se eyecten”.

-¿Qué pensaste en ese momento?

-Que se iban a perder cuatro aviones, que alguna eyección podría salir mal. Y dije que las desarmaba yo. Es que entré a la Fuerza Aérea por amor. Y si no estás en los momentos en que te necesitan, entraste de gusto.

Nuevamente, Miranda era el actor de una película, cuyo guión estaba tratando de controlar. Desarmó tres de las cuatro bombas MK 82, y un suboficial de la Armada se hizo cargo de la cuarta. Los Dagger tenían la pista despejada para aterrizar. “Yo juré y yo cumplí”, me dice sin alarde alguno.

El suboficial siguió caminando en la cuerda floja. El 13 de junio, cuando estaban a punto de despegar cuatro aviones Dagger, a último momento se modificó la misión. Iba a ser un ataque en altura contra blancos en tierra, y no fragatas. Por ende, se imponía cambiar las espoletas de las ocho bombas.

Miranda estaba reemplazando una en el Charly 418 del capitán Janett, cuando su seguro se enganchó y el artefacto se activó. Escuchó el ominoso ruido de los engranajes que empezaban a girar: la explosión sobrevendría en 2,6 segundos. Lanzó un grito de alerta y todo el mundo echó a correr.

“Corrí desesperadamente, aunque no tenía ningún sentido; la explosión te iba a alcanzar igual”, me comentaba el Talo Moreno, uno de los pilotos de esa misión. Los únicos que se quedaron, estoicos, en el lugar, fueron el capitán Janett y el cabo principal Horacio Geuna.

Pero las manos de Miranda obraron el milagro. En ese brevísimo lapso desenroscó la espoleta, con su tren de fuego ya en llamas. Y el fuego alcanzó a rozar la bomba tan sólo por el lado de la carcaza. El suboficial arrojó la espoleta con todas sus fuerzas, pero como era pesada, cayó cerca. Corrió, la levantó y la volvió a tirar, apartándola del avión. “Si intentara repetirlo un millón de veces, no me saldría. Dios me ayudó”, me explica.

-Dios y tu destreza…

-Me ayudó la intuición.

Podía haber sido un desastre similar, en pérdidas humanas, al del Crucero General Belgrano. Porque no sólo estaban allí los pilotos y todos los mecánicos, sino que a unos 50 metros se encontraban el polvorín de campaña, la planta de aero-combustibles y la torre de control del aeropuerto. Tardaba el armero una milésima de segundo más, y moriría muchísima gente.

Miranda le había hecho un nuevo corte de manga a su ruleta rusa personal.

A la par de Halcones como Carballo, Ureta e Isaac, el suboficial recibió la Cruz de la Nación Argentina al Heroico Valor en Combate. Mas al igual que los pilotos, recién once años después. Y tampoco le permitieron ascender al grado mayor. Otra indignante incoherencia del manejo de la posguerra.

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