Trece comandos argentinos de la Compañía 602, exhaustos y calados hasta los huesos, han logrado guarecerse en un puesto ovejero a orillas del río Malo. Pero a la mañana son sorprendidos por los británicos, que los doblan en número.
Desde el piso de arriba, en medio del fuego cruzado del enemigo y del producido dentro de la casa por los impactos, el teniente Ernesto Espinosa acribilla a los ingleses con su fusil de francotirador Mannlicher. Se le ha ordenado que salga de la ventana, pero hace caso omiso: “No, de acá puedo apoyarlos mejor”. Una certera granada de M79 le pega en el pecho y termina con su heroica vida. Pero gracias a la inmolación de Espinosa, el capitán Vercesi y el resto de los comandos, pueden salir y combatir.
Horacio Losito es el último en abandonar la casa. Apenas sale, una granada M79 explota detrás del teniente primero. Una esquirla lo hiere en la cabeza, lo arroja al suelo, y cae boca abajo, arriba del fusil. Tiene un zumbido terrible en los oídos, está sordo. Se siente quemado por dentro, totalmente aturdido, pero en unos segundos comienza a recuperar el control.
Mueve las piernas, los brazos, y ve a cuatro o cinco ingleses, a unos 15 metros de distancia, que siguen disparando contra la casa con lanzagranadas M79. En un medio giro, Losito toma el fusil y abre fuego contra ellos en automático. Es que el selector de disparo en ametralladora se ha corrido en la caída, y por eso sale la ráfaga. Uno de los británicos cae y el oficial argentino aprovecha para correr hasta el río que habían cruzado el día anterior. Los disparos pican alrededor suyo en forma tan tupida, que la turba parece estar en ebullición.
El trayecto hasta el río es de unos 120 metros. Losito corre cinco o seis segundos, se arroja al suelo, abre fuego, se levanta y sigue corriendo. Cada vez que se yergue, prepara mentalmente el cuerpo para recibir un balazo, ya que no hay ningún tipo de cubiertas. Tras cruzar un alambrado, antes de llegar al río, encuentra un zanjón largo: le parece ideal para quedarse a combatir ahí y no seguir jugándole a la suerte corriendo.
Pero antes de poder parapetarse, recibe un tiro de fusil en el muslo derecho, que lo hace caer de espaldas al zanjón. Siente la pierna helada y al mismo tiempo el calor de la sangre que corre por ella; аdemás de la sangre que le empapa la cabeza. Pero tras la conmoción inicial, se dice: “¿Para qué tuve tanto entrenamiento de comando? ¡A ver! ¡A sobreponerse!”.
Losito ve que los hombres del British Mountain and Arctic Warfare Cadre, un grupo de choque de la brigada de comandos del Reino Unido, avanzan contra él. Iba a hacerse un torniquete con su pañuelo de paracaidista, pero advierte que no hay tiempo para ello. Agarra el fusil y comienza a disparar, frente a esa avalancha, esa locomotora que se le viene encima gritando y haciendo fuego. Es el asalto final. El teniente primero ve que los ingleses van cayendo a medida que atacan, pero la munición se le está agotando. De los cinco cargadores, le queda uno, el último.
En eso ve cómo cae herido el sargento primero Humberto Medina, que estaba combatiendo delante suyo a la derecha. Medina pide auxilio y el sargento primero Mateo Sbert, que lo había sobrepasado, vuelve sobre sus pasos para socorrer al camarada. Con ello atrae el fuego enemigo hacia sí y cae abatido.
El combate prosigue, todo es confusión. De repente, Losito ve que en un codo de la zanja aparece el teniente primero Gatti, transmitiéndole la orden del jefe de sección:”No tire más, mi teniente primero, nos rendimos”.
El capitán Vercesi ha evaluado la situación, tiene un alto porcentaje de bajas: dos muertos, seis heridos y la munición prácticamente agotada, сon lo cual ya no podría cumplir misión alguna. Y decide rendir la patrulla.
Pero Losito le grita a Gatti: “¡No se rindan, carajo! ¡Sigan combatiendo! ¡Y usted cúbrase, que está expuesto!”. Todo esto se desarrolla en segundos, la secuencia es vertiginosa.
El teniente primero continúa disparando hacia su izquierda y de repente siente piques de fusil o pistola ametralladora -porque son muy seguidos- que provienen de la derecha. Ya está muy mareado por la gran pérdida de sangre, pero gira su cabeza y muy cerca, porque les pudo ver la cara, vienen corriendo, gritando y tirándole dos ingleses. Logra girar el fusil, dispara y le acierta a uno de ellos, que se desploma. Al otro, sin embargo, el más bajito, morocho, de tez olivácea, bien enmascarado, no le puede hacer fuego: ya no tiene control de su cuerpo por la enorme pérdida de sangre sufrida. Lo único que lo mantiene alerta era la adrenalina.
Losito se muerde las labios para no desmayarse, porque piensa que si se deja ir, ya nunca recobrará el conocimiento. Como en cámara rápida reza, se encomienda a la Virgen María, le dice a su mujer “disculpame, no voy a poder volver como te lo prometí”, se acuerda de sus hijos y espera que ese hombre parado en el borde de la zanja, apuntándole y gritándole algo, abra fuego.
Pero el inglés no dispara. Le está ordenando que levante las manos, porque tiene el fusil apoyado en su cuerpo. Como Losito no entrega el arma, lo agarra de la chaquetilla y lo saca de la zanja. De inmediato sabe que las heridas son graves. Le coloca una inyección de morfina en el muslo izquierdo, directamente, a través de la ropa, y le escribe una M en la frente, para que no le vayan a dar otra dosis. El británico está muy nervioso por la adrenalina del combate, grita, apoya una pierna encima de Losito, pero finalmente le dice: “Para tí ha terminado la guerra”.
El soldado se llama Raymond Say. El comando argentino lo contactó después de la guerra y conserva hacia él un sentimiento de admiración. “Un tipo recontra profesional, en el fragor del combate podía haber acabado conmigo, pero mantuvo el control de sí mismo”, me dice Losito.
-¿Cómo es que querías seguir combatiendo, Horacio, doblemente herido y ya solo?
-Espinosa, Estévez, protagonistas de actos heroicos que estremecen, no los realizaron espontáneamente. Fueron entrenados, educados en esa línea de valentía, en el curso de comandos. La boina de comando en el Ejército Argentino se lleva, por tradición, ladeada a la izquierda. Para lograr el efecto, hay que presionar ese costado. Los comandos lo hacíamos colocando encima de la boina una bala de fusil. ¿Qué simbolizaba esto? Después de agotar munición, hay que usar esa bala para no caer prisionero. La última bala es para uno mismo.
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