Desde el 82, un Niágara de ideas fuerza falaces en torno a Malvinas se abatió sobre la población, creando una imagen monocromática, exclusivamente triste y gris de la guerra, donde supuestamente no hubo nada rescatable, nada de lo que un argentino pueda sentirse orgulloso. La tristemente célebre desmalvinización, que no es sino una forma de censura y un compendio de fake news sobre el conflicto austral. ¿Por qué? ¿Por qué fueron ocultados los hechos heroicos? Pues porque los héroes obligan, elevan la vara, mientras que los cobardes adocenan. Y un pueblo sin héroes reales, sin arquetipos dignos de imitar, es infinitamente más fácil de manipular.
Yo soy una piedra en el zapato de aquellos que cuentan una historia sesgada de la contienda. Porque fui testigo, estuve ahí, no me la contaron. Conozco la verdad completa, lo bueno, lo malo y lo feo. Y la digo sin tapujos. Eso me valió ser proscripto, calumniado, tener que exiliarme. Pero no lograron acallarme.
A 40 años de haber pisado la turba de Malvinas, tengo muy vívidos todos los detalles…
Con mi camarógrafo Alfredo Lamela nos habituamos pronto, como les pasó a los soldados, a los avatares de la guerra. A los pocos días de haberse vuelto consuetudinarios los cañoneos nocturnos ingleses, seguíamos durmiendo profundamente en medio de ellos, en la hostería Upland Goose, donde nos alojábamos. Si me despertaba era para preguntar: “¿Se ve algo? ¿Se incendió algo? ¿Se puede filmar? ¿No?”. Y seguía durmiendo. No era el único.
Cierta noche el “Yorugua” Mier Silva, un agente de Inteligencia, despierta a quien fue su primer compañero de cuarto, el capellán José Fernández: “¡Padre, padre! ¡Están cañoneando muy cerca!” y el cura le contesta: “No te hagas problema, que Dios ya los va a castigar, date vuelta y seguí durmiendo”.
Uno se habitúa al peligro de muerte. En las altas montañas, donde la vida es penosa por la falta de oxígeno, a los habitantes se les modifica la constitución de su sangre y aumenta el número de sus glóbulos rojos. Algo parecido pasa en una situación bélica: se desarrollan anticuerpos al miedo y a las penurias. Y no por ser más difícil, la vida es menos plena, menos potente.
Esto no significa ausencia de miedo. Simplemente, una pequeña dosis de miedo, produce una agradable excitación. Los temores que paralizan algunos cerebros, son excelente tónico para otros. En más de una oportunidad pude comprobar que una dosis pequeña de miedo, al contrario, da alas. Así lo sentí durante los combates en Malvinas, lo mismo que –antes de ellos – por ejemplo, en los de la guerra civil en Nicaragua, que me tocó cubrir. El corazón late más fuerte que de ordinario, pero absorto como estoy por la situación misma, no me paralizo. Y es por culpa de ese tónico excitante, la adrenalina.
Son reacciones personales. El veneno que excita a una persona puede paralizar a otra. Lo cierto es que, sinceramente, no entiendo cómo un hombre joven con buenos músculos, un estómago pasable y suficiente capacidad hormonal, pueda vivir lejos del peligro, lejos de ese placer quijotesco de exponer su felicidad y su vida en medio de una lucha justa.
Muchos en las islas se quejaban no de la guerra en sí, no de sus rigores, no de la posibilidad de morir, sino de que les parecía demasiado prolongada. Las guerras deberían ser breves, decían, ser todas como la de los Seis Días.
En los días inmediatamente posteriores al bautismo de fuego del 1° de mayo, dormíamos vestidos para poder salir rápidamente. Pero muy pronto nos convencimos de que, a menos que Puerto Argentino se incendiara, no íbamos a poder trabajar de noche: nuestra cámara no llegaba a captar las imágenes de los estallidos de las bombas. Tampoco podía captar las balas trazantes, ni las bengalas de los barcos, ni las luces de los helicópteros, ni nada. (Seguimos durmiendo vestidos, pero por el frío que reinaba en nuestra habitación del Upland Goose).
Sin embargo, en una oportunidad, una bala trazante provocó de noche un pequeño incendio bastante cerca de la hostería y salimos para filmarlo. Al rato de estar haciéndolo, se nos acercó sorpresivamente un grupo de oficiales, pistola en mano. “Se salvaron, ya estábamos por barrerlos cuando a último momento decidimos ir a ver de cerca quiénes eran”, me explicó el capitán Macedra. ¿Y qué había pasado? Que el visor de la cámara de videocasete emite una luz, y al girar el camarógrafo la casetera en medio de la ciudad a oscuras, esta podía ser interpretada como una luz de señales. Al estar todo el mundo sensibilizado por la sospecha de que los kelpers podrían estar haciéndole señales a la flota, no hubiera sido de extrañar que alguien pensara en tirarnos. Nos salvamos por un pelo.
Abandonamos la idea de filmar de noche, pero igual salimos muchas veces para observar cómo operaban los helicópteros ingleses dirigiendo el fuego de la escuadra. Durante el día deambulábamos por Puerto Argentino y sus alrededores, a la caza de notas. pero sobre todo íbamos al aeropuerto, que era bombardeado tres y cuatro veces por día. Hicimos varios viajes en helicóptero a Darwin, y uno a Bahía Elefante, en la isla Borbón.
Filmábamos –en la medida en que nos lo permitía nuestro censor– tratando siempre de acercarnos al lugar más “caliente”. Cuando todo el mundo se metía en un pozo de zorro, nosotros, al contrario, salíamos de él y nos quedábamos a la espera de lo que pudiera pasar, sin protegernos. Los pozos estaban cubiertos totalmente, quedarnos adentro nos impediría filmar. De ahí que las alertas rojas las pasábamos al descubierto. Cuando los demás se guarecían, nosotros salíamos.
No usábamos casco. Es que Lamela decía que le molestaba para filmar. Y si el no se lo calzaba, tampoco me iba a proteger yo.
Los soldados se asombraban de que anduviéramos metiendo las narices por todas partes, bajo fuego, sin tener la obligación de hacerlo. Pero eso también los distendía.
Cuando los ingleses desembarcaron en San Carlos y pedí que me llevaran ahí, provoqué en el general Mario Benjamín Menéndez… hilaridad. Lo mismo aconteció al producirse el combate de Darwin. Insistí en que se nos acercara junto con los refuerzos y este pedido pareció estrafalario. Como regla, los mandos siempre se esforzaron por estorbar mi trabajo .
El oficial encargado de la censura me ponía trabas todo el tiempo y eso estrechaba muchísimo mis posibilidades. Además, yo sufría la ausencia del “rebote” de mi material, de no saber qué repercusión tenía, esa molesta sensación de estar aislado, de mandar mensajes en una botella confiada a las olas, sin saber qué notas llegaban a Buenos Aires, ni cuáles salían al aire.
Recién después de volver me enteré, para mi desmayo, que entre el 90 y el 95 por ciento de mi material, enviado a ATC, nunca fue puesto en el aire y había desaparecido. De acuerdo con testimonios de mis compañeros del Canal 7, los videos eran borrados, las películas veladas. Evidentemente mis reportajes no eran funcionales a la propaganda oficial.
Promediando la guerra había recibido una llamada de mi productor ejecutivo, Horacio Larrosa, quien me transmitió la orden de que no filmara más soldados conscriptos. Me indigné.
–¡A quién se le ocurre tamaña barbaridad! ¿Cuál es el motivo?
–No quieren que se vea que son soldados bisoños.
–¡Pero si ya todo el mundo lo sabe!
–Esa es la orden.
Obviamente, no la cumplí. Por razones de ética profesional y también porque no iba a privar a los soldados de la esperanza de que sus seres queridos pudieran verlos por televisión.
Claramente, mi incumplimiento de esta orden fue otro de los motivos, por los cuales una parte tan grande de mi material ha sido destruida. Prueba cabal, asimismo, de que mis notas desentonaban con la propaganda triunfalista del momento. Según una investigación del diario Clarín, de las grabaciones que realizamos con Lamela, faltan cien horas. Pero aun aquel material nuestro que se mostró, fue groseramente mutilado y en muchos segmentos el audio estaba borrado.
No me fue mejor en un medio privado, la revista Siete Días. Sus directivos me contactaron para que escriba un “Diario de guerra” desde las islas, pero nunca vi un ejemplar de la publicación mientras estuve en Malvinas. Al volver al continente, me encontré con la amarga sorpresa de que a mis crónicas informativas la redacción les había adosado grandilocuentes parrafadas al estilo de “estamos ganando”. Cuando increpé al director Ricardo Cámara por haber adulterado mi material adujo que, de no hacerlo, la censura no le hubiera permitido publicar nada mío. “¡Pues no hubieras publicado nada!”, le repliqué, furioso.
Que esos párrafos triunfalistas no fueron escritos por mi –por suerte- puedo probarlo, ya que conservo los télex que yo mandaba desde Malvinas, e inclusive los originales, escritos a mano en mi cuarto del Upland Goose.
Me tocó ser el único periodista de televisión y gráfica en las islas, pero fue porque toda una legión de hombres de prensa prefirió quedarse en el continente. Durante todo el mes de abril, nutridos grupos de ellos llegaban a Puerto Argentino, hacían raudamente sus reportajes… y retornaban en el mismo vuelo, a pesar de que el general Menéndez les proponía quedarse. Por ejemplo, delante de mi, el gobernador militar le ofreció alojamiento a César Corbellini Rosende, corresponsal de guerra de La Nación, apodado “El Comodoro”, y este le contestó: “Soy más necesario en el continente, que en las islas”. En ese sentido, algo similar le aconteció al reportero de la cadena CNN, Peter Arnett. En su libro Live from the Battlefield (En vivo desde el frente de batalla), escrito en 1994, el famoso periodista neocelandés relata que, en los momentos previos al bombardeo lanzado por Estados Unidos contra Bagdad en 1991, sus colegas prefirieron irse de la capital iraquí,dejándolo solo.
En cuanto a los integrantes del equipo de la agencia oficial Télam, tampoco cubrieron toda la guerra de Malvinas, a pesar de encontrarse en Puerto Argentino. Es que uno de sus integrantes, el cronista Diego Pérez Andrade, el 5 de mayo envió al continente la noticia falsa de que habían muerto numerosos kelpers en un ataque inglés. Enojado, Menéndez le confiscó a Télam los equipos de transmisión y sólo se los devolvió un par de días antes de que finalizara la guerra.
Con mucha frecuencia recibí cartas, telegramas o pedidos telefónicos transmitidos por ATC, de padres que me pedían novedades de sus hijos. Era muy difícil satisfacer esos pedidos porque muchas unidades estaban en las afueras de Puerto Argentino o directamente en otras guarniciones.
Cuando hacia notas, les pedía a los soldados que me dieran sus números de teléfono y se los comunicaba a mis familiares, o a mis compañeros de ATC, para que a su vez llamaran a los padres de esos conscriptos y les dijeran que los había visto sanos y salvos ese día.
Es increíble la fuerza con que me sentía hermanado con los defensores de las Malvinas. Estar codo a codo con hombres que pueden ser víctimas de la misma bomba, del mismo cañonazo que me va a destrozar a mí, que comparten con uno la comida y el peligro, las diatribas contra la superioridad y la nostalgia por los seres amados, hace que brote el afecto fraternal hacia perfectos desconocidos.
Otra cosa curiosa sucedía de cara al peligro: atenaceaba el remordimiento por faltas cometidas en la vida anterior. Lamela se asombraba: “¿Cómo pude regañar a mi mujer porque no compraba el pan a la tarde? Lo hacía a la mañana y cuando yo llegaba a cenar, ya no estaba fresco. ¡Por esa pavada!”. Bajo fuego, todo cobra otra dimensión. “¡Se imaginan cuando volvamos a Buenos Aires y el problema más grave que podamos tener sea que un vigilante nos haga la boleta!”, se maravillaban los soldados.
Siempre me preguntan cual fue el momento más intenso que viví en Malvinas. No tengo dudas al respecto. Fue en la Batería A, del Grupo de Artillería 3, el penúltimo día de la guerra.
Los hombres afectados al servicio de las piezas parecían embriagados por el aire que apestaba a explosivos, por el ruido que aturdía. Y la excitación de los artilleros se contagiaba. Era un olor grato ciertamente, olor a pólvora, olor a combate. Especialmente entrañable para mí: ¡el teniente de artillería Leonid Kasanzew, había respirado ese mismo olor durante los cuatro años que duró la Segunda Guerra Mundial! Y no sólo mi padre, sino asimismo mi abuelo y mi bisabuelo habían sido artilleros. Y también lo fue aquel antepasado mío que en 1552, por su actuación en la toma de la ciudad de Kazan, que estaba en manos de los tártaros, recibió del zar Iván el Temible el título de nobleza y el apellido Kasanzew (que significa “de Kazan”).
Con el fondo de los aturdidores estampidos, vi cómo entre descarga y descarga los artilleros palmeaban a sus piezas, las acariciaban casi. Me pareció notar –no sólo en esa oportunidad– que el soldado anima con una partícula de su alma a las armas que le sirven para defenderse y defender a su país. Por algo se bautizan los cañones, las ametralladoras: se les da vida como si fueran personas. Más de un soldado me confesó que dormía abrazado a su FAL, como si fuera su mujer.
En este combate de artillería sentí con intensidad inimaginable toda la alegría, toda la euforia, experimenté una verdadera crisis pasional: ¡fue cuando participé de él, aunque sólo sea de modo simbólico!
Mientras grabábamos el duelo de artillería, cada tanto pedía que me dejaran disparar contra los británicos, que ya estaban en Monte Longdon. Finalmente, el jefe de la Batería A, teniente primero Caballero me autorizó. Me acerqué a un cañón Oto Melara de 105 mm, la cuarta pieza del cabo Miguel Ángel Franco, y tiré del disparador. Era para el otro lado. Torpemente, lo volví a intentar. ¡Esta vez el cañón bramó! Su retroceso me golpeó la pierna, me olvidé de abrir la boca, como me lo habían aconsejado, y mis oídos parecieron estallar. No me importó nada. En medio del humo, como en medio de un sueño me llegaban los gritos de los soldados: “¡Bien, Nicolás, bravo!”.
Pedí con señas permiso para tirar por segunda vez. Pero, lógicamente, no me dejaron; siguieron tirando los profesionales. Estuve exultante por espacio de varias horas. En la guerra de las Malvinas yo también había puesto mi grano... de cordita.
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