Uno lleva gorro de lana. La cara en sombras por la pintura de combate. Con la mano izquierda ordena la fila de soldados ingleses, que caminan con los brazos en alto.
El otro luce una boina verde. El rostro camuflado con el tizne negro. Los brazos en alto, su arma en la mano derecha elevada al cielo, la humillación de estar vencido. Es la rendición.
Acaso el comando anfibio argentino debió pensar, en ese instante, que el destino le había deparado una misión extraordinaria. Pero no tuvo tiempo. Porque en ese instante –2 de abril, 1982, Islas Malvinas– sostenía con la mano derecha el fusil colgado del hombro, listo para tronar ante cualquier movimiento sospechoso de sus prisioneros, guiados por el comando inglés Lou Armour, cabeza de su grupo.
Tampoco supo que ese instante fue captado por el fotógrafo Rafael Wollmann, el único de su oficio en esa helada mañana. Y mucho menos que esa foto daría la vuelta al mundo sin fecha de vencimiento.
Hasta hoy. Hasta siempre.
En ese instante, también Port Stanley cambiaba de nombre: Puerto Argentino.
El comando argentino
Su nombre: Jacinto Eliseo Batista. Entrerriano. Clase 1950. Se alistó apenas cumplió sus 15 años. Sirvió en el rompehielos San Martín. Especialidad: explosivos. Familia: su esposa Elsa Marina Matei, y tres hijas: Andrea, Nadia y Bárbara.
Su encuentro con el destino empezó con un misterio. Era cabo principal cuando, sin órdenes ni explicación alguna, en Puerto Belgrano, lo embarcaron en la fragata Santísima Trinidad. Rumbo: desconocido. “Pero todos sospechábamos que íbamos a las Malvinas”, recordó a lo largo de su relato, repetido (casi) en cada aniversario. Recién en alta mar les dieron las órdenes: donde solo ellos podían oírlas.
Desembarcaron el primero de abril, apenas pasadas las nueve de la noche. Batista fue el bote-guía, y de la playa en adelante, el explorador. Con el único visor nocturno, y marchando doscientos metros adelante. Objetivo: tomar el cuartel de los Royal Marines y la casa del gobernador.
Orden tajante: “¡No matar!”. El plan: ocupar las islas y negociar la retirada.
Separados en dos grupos, Batista llegó al cuartel, pero estaba desierto: los Marines habían entrado en acción. Y allí, un segundo acto histórico: izaron por primera vez la bandera argentina.
En la casa del gobernador Rex Hunt, en cambio, la resistencia fue muy dura, y casi hasta el alba. El grupo argentino venció, pero al precio de su primer muerto: el capitán y buzo táctico Pedro Giachino. Entró en la casa. Pero al salir lo alcanzó una bala inglesa. Batista recuerda que le dijo: “¿Qué te pasó, Pedrito?”, y que le tocó la cabeza. Había perdido mucha sangre. Era el fin.
En cambio, no recuerda en qué momento Rafael Wollmann tomó la foto-emblema, pero supo que era el soldado más odiado por los ingleses, y que el 14 de junio, día de la caída de Puerto Argentino, lo buscaron entre los prisioneros “para fotografiarme con los brazos en alto”, suele bromear.
Pero Batista ya no estaba en las islas. Los comandos volvieron al continente el mismo 2 de abril, y él jamás regresó. Tuvo la chance en una misión especial luego del desembarco de los ingleses, pero fue abortada mientras el avión Hércules ya carreteaba.
La pregunta de rigor en cada entrevista:
–¿Volvería a las Malvinas?
–De visita, no. Pero si hay que recuperarlas y me llaman… ¡sin duda!
Tiene 72 años, y se retiró de las filas hace muchos años. Es seco en su juicio: “Los ingleses no eran mejores que nosotros, pero tuvieron más medios, y apoyo de los norteamericanos y los chilenos”. Y nada nostálgico: “Me mandaron a cumplir una misión, y fui. Para eso nos paga el Estado”. Filosofía de comando anfibio. Hombres que son buzos, paracaidistas, expertos en explorar agua y tierra. Guerreros profesionales de elite entrenados para soportar todo hasta más allá de sus fuerzas.
Pero a pesar de su prudencia, más de una vez se atrevió al pronóstico y a la crítica. Cree que la Operación Rosario debió terminar el mismo día de la ocupación, pero que todo se cambió sobre la marcha, y sin previsión. Supone que si el plan original hubiera sido resistir en lugar de negociar, la flota inglesa no habría llegado, bombardeada por las Fuerza Aéreas a la altura de Brasil. Y aun así, era necesario fortificar las islas, confiando en la potencia del cañón Sofman de 155 milímetros y alcance de 18 kilómetros, y en una defensa costera de cemento fabricada en el continente y llevada hasta el frente de combate. Hipótesis para el juicio de especialistas.
El marine inglés
En la célebre foto de Wollmann, el otro protagonista es un Royal Marine: el primero que camina con las manos en alto, ya rendido su grupo y prisionero de Batista.
Su nombre: Lou Armour. Nacido en Inglaterra en 1958, a los 16 años –pequeño y muy flaco– se unió a los comandos de la Royal y se especializó en armas de infantería, despacho de helicópteros y paracaidismo militar sobre mar y tierra.
Sirvió en Malta, Chipre, Turquía, Italia, Cerdeña, Alemania, Dinamarca, Holanda, Noruega, Estados Unidos y las Indias Orientales. En 1979, servicio activo en Irlanda del norte al frente de 40 comandos. Y tres años más tarde, batallando en las Malvinas, vencido y prisionero. Pero volviendo al mismo escenario con el 42 Royal Marines Comandos para seguir en la lucha desde el 21 de mayo hasta el 14 de junio, día final de la guerra.
Cuando los argentinos recuperaron Malvinas el 2 de abril, lo sacaron de las islas en un Hércules. “Me sentí humillado y pedí regresar al frente”. Y recuerda: “Era el tipo de aviones en los que volaba yo que era paracaidista. Me sentaron en una de las butacas rodeado de oficiales argentinos armados. Tenía mucho miedo de escuchar las rampas caer y que nos tiraran al Atlántico. A esa altura, en todo el mundo se conocían los vuelos de la muerte de la dictadura argentina y yo estaba muy asustado por eso”.
Y revela una anécdota que jamás contó: “Aquel 2 de abril cuando logro entrar a la gobernación para defenderla del ataque argentino, me topo con un enemigo caído. Yo iba con Gordie Gill, un francotirador, y corrimos a ayudarlo. Se llamaba Diego García, tenía dos tiros en el pecho, estaba moribundo e hicimos todo lo posible por reanimarlo. Había una confraternidad y cierto respeto por las reglas de combate. Malvinas fue la última guerra a la antigua. Después, todo se volvió más sucio”.
Una semana después entró en la terrible batalla de Goose Green. “Fue un espanto. Vi todo el suelo en llamas, y muertos y heridos del regimiento de paracaidistas que hizo la avanzada”.
El 12 de junio, al final de la batalla de Monte Harriet, “todo quedó marcado por lo imprevisto. Había silencio, niebla y nieve. Tuve que sacarle las identificaciones a los soldados argentinos muertos”, recuerda. En un documental de la BBC, Falklands THe Untold Story, se quebró al rememorar la muerte de un soldado argentino. Así lo contó:
“Mientras los ingleses se iban para Puerto Stanley, los cadáveres argentinos quedaban desparramados por el campo de batalla. Enterrarlos era una ardua tarea. Vi al primero de ellos que había perdido toda esta parte de la cara. También estaba herido en la parte izquierda del pecho… No podía parar de pensar en lo que estaba sucediendo. Vi que cargaba una billetera con él y dentro de ella encontramos que tenía una foto de su esposa e hijos pequeños. Cada soldado que encontrábamos estaba todo roto. Podías sentir la agonía que sintió al momento de su muerte, las piernas quebradas, los brazos quebrados… Entonces, un oficial argentino me llamó para que me acercara a él, comenzó a hablarme en inglés sobre la guerra y de mi país. Estaba muriendo. Me sentí mal por los cuerpos, por sus hijos, por las heridas que tenía, por la forma en que murió (se quiebra y pide parar la grabación)…”.
Durante muchos años sintió culpa y vergüenza por esas lágrimas. Un día, Armour fue a visitar a un soldado a quien había formado, y que perdió una pierna en Malvinas. “Estaba muy mal, con estrés postraumático. Hablamos de mi documental, y me dijo que me entendía, que somos humanos, que hicimos lo que pudimos, y se sacó la pierna artificial, la llenó de cerveza… ¡y brindamos!”
Después de Malvinas, Armour trató de entrar a un batallón de fuerzas especiales, pero no aprobó el test. "No estaba en forma. Dejé la carrera militar, empecé la universidad, y me dejé el pelo largo, ¡a lo Robert Plant!"
Hoy, como contracara del pasado, es maestro de niños con problemas sociales y emocionales, y en el 86, en la Universidad de Lancaster, estudió Bachillerato en Artes, que incluye Sociología e Historia. Su tesis de doctorado: Filosofía del Color.
Y se enamoró del teatro. Que sería su gran catarsis. Lou formó desde 2016 hasta 2019 parte de otro batallón: el elenco de “Campo minado” (Minefield, en inglés), una pieza teatral dirigida por Lola Arias. La experiencia escénica que reúne tres veteranos ingleses y tres argentinos y que intenta indagar en las huellas que deja una guerra. En mayo de 2016 se estrenó en Londres, sala Royal Court. En noviembre de 2016 levantó el telón en Buenos Aires, sala Centro de las Artes de la Unsam. Hoy se reestrenó en el San Martín, pero Lou prefirió no ser parte de la obra en esta fecha tan especial del cuarenta aniversario. (Fue reemplazado por un marine de otras guerras que cuenta su historia, Tip Cullen).
“El 2 de abril del 82 vi a los argentinos con actitud de superioridad. En mayo y en junio los vi en combates. El 14 de junio los vi vencidos. Y ahora pude verlos desde la amistad. Fue la mejor experiencia de mi vida… después de algunas que tuve con chicas, en la universidad”.
Una noche de enero de 2017, ya como actor, Lou Armour salía del GAM, un teatro de Santiago de Chile donde habían presentado Campo minado y escuchó un grito: “¡Lou Armour, gracias por intentar salvarme la vida!”. Era el soldado García que había sobrevivido. “Obviamente yo nunca lo hubiera reconocido porque en aquel momento el soldado argentino tenía la cara pintada con camuflaje negro”, acepta Lou. “Fue una alegría que él se haya atrevido a contactarme. Nos esperaba una gran noche de charla. Comimos sushi con cerveza. Y cerramos la noche con mucho whisky”, cuenta.
Última reflexión del Royal Marine: “Yo tenía una buena carrera. Me gustaba hacer las cosas duras y difíciles que hacen los infantes de marina. Hasta me gustaban las marchas con los equipos… ¡tan pesados! Pero no quiero ir a la guerra otra vez. Eso no me hace pacifista. Volvería a pelear, pero tendría que creer en la causa”.
Pocas cosas han generado tantos libros, tantas películas, tantas series de tevé, como la guerra.
Pero si mañana todo ese material, ese testimonio, desapareciera, habría que rogar que se salvara, al menos, un ejemplar de la novela El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, e inspiradora del monumental film Apocalypse Now, de Francis Coppola.
Porque en solo dos palabras que se repiten, el protagonista –el coronel Kurt–, desertor de la guerra y amo de una extraña comunidad en la selva, dice:
–El horror… El horror.
Y todo queda dicho. Eso nos tocó hace 40 años. Y lo evocamos en dos hombres, en dos historias, en una foto eterna. Jacinto y Lou.
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