Desde los primeros momentos del siglo XIX, la Iglesia Católica argentina se fue fundiendo con la ideología de crear un ser nacional. El ideal último, para ellos, era que ser reconocido católico y argentino fuese una sola amalgama. Por supuesto que este ideal fue plenamente compartido con las Fuerzas Armadas: durante las batallas de la guerra de independencia, muchas victorias fueron atribuidas a la intercesión de la Virgen María. Por lo tanto, si Dios estaba del lado de los independentistas esta alianza no podría romperse nunca. Y así, cuando se fue consolidando una entidad del ser nacional, se ubicó al catolicismo romano en el centro, como fusión de un todo.
Esta unidad indivisa se mantuvo por mucho tiempo dentro de la mentalidad Argentina. Y a partir del primer gobierno del presidente Juan Domingo Perón, la imagen de la Virgen de Luján se volvió un icono omnipresente en todo el país, comenzó a formar parte del ideario argentino y fue nombrada patrona de casi todo.
Más adelante hubo gobiernos de todos colores y tendencias, aunque la mayor parte de la segunda mitad del S. XX fueron gobiernos militares de facto, los que debido a su formación crearon fuertes lazos con la jerarquía católica, sobre todo con el alto clero: los obispos.
El gobierno militar de facto que derrocó a la presidente María Estela Martínez de Perón el 24 de marzo de 1976 fue en un principio, para la gran mayoría de los argentinos, otro más en la cadena de interrupciones a la Democracia. Pero no fue así.
En los primeros años de la dictadura, la gran mayoría de la alta jerarquía católica aplaudió el desempeño de la Fuerzas Armadas en su lucha contra “los eternos enemigos de la nación argentina” que por carácter transitivo, eran enemigos de la Iglesia Católica. El pro vicario castrense, Mons. Bomanín, consideraba que el acciones represivas de las fuerza armadas estaban “en los planes de Dios” y la lucha contra los subversivos era, pues, una especie de “guerra santa”. Por supuesto no toda la jerarquía católica lo sostenía. A muchos les costó la vida.
Para 1981 el gobierno de la dictadura era insostenible, ya se sabía de las torturas y de las desapariciones. La economía y el desempleo estaban haciendo mella. Para el 30 de marzo de 1982 se realizó una gran movilización como hacía muchos años no se veía por las calles.
Los militares no comprendían porque cada vez perdían más apoyo a su cruzada. Creían que debían mantenerse en el gobierno a perpetuidad y así poder salvaguardar la moral y la santa religión de los avatares y desórdenes del mundo. Al fin y al cabo Francisco Franco había gobernado España desde 1939 hasta 1975 ¿Por qué ellos no?
En medio de este contexto de agotamiento de la ciudadanía se decidió la ocupación de las islas Malvinas, algo que se venía pensando desde hacía tiempo. Levantando la bandera de la soberanía sobre el archipiélago, los militares buscarían recuperar la legitimidad perdida ante la sociedad civil.
El mismo día de la ocupación de las islas, el episcopado católico emitió un comunicado que llevaba la firma del cardenal Primatesta, que por aquellos tiempos era presidente de la Conferencia Episcopal Argentina: “En este momento crucial en que la patria, guiada por sus autoridades, ha afirmado sus derechos, buscando asegurar su mantenimiento, la conferencia episcopal Argentina exhorta vivamente a todo el pueblo de Dios a expresar su unión en una permanente y constante súplica, para que el Señor abra muy pronto aquellos caminos de Paz que, asegurando el derecho de cada uno, ahorren los males de cualquier conflicto”.
Pero esta gesta tuvo un nombre: “Operación Rosario”. Para muchos obispos se luchaba contra herejes cismáticos anglicanos, que se habían apartado de la verdadera y única fe gracias a Enrique VIII. No solo sería una guerra por cuestiones territoriales sino una verdadera cruzada de fe. ¿De quién fue la idea del nombre? Del teniente coronel Mohamed Alí Seineldin.
En la etapa de planeamiento la operación se denominó “Carlos”. Luego la acción militar se rebautizó como “Operación Azul”. Fue en medio del fuerte temporal que el entonces teniente coronel Mohamed Alí Seineldín, embarcado en el buque “Cabo San Antonio”, recordó que cuando ocurrieron las invasiones inglesas al Río de la Plata, Santiago de Liniers había enfrentado inclemencias climáticas que cesaron cuando invocó a la Virgen del Rosario. Por esa sugerencia el contraalmirante Büsser, Jefe de la fuerza de desembarco, rebautizó la operación como “Operación Rosario”. El cambio en las condiciones climáticas fue “milagroso” y posibilitó el inicio de las acciones desde horas antes del 2 de abril, por tanto quedó para siempre adjudicado dicha mudanza meteorológica y el éxito del desembarco a la intercesión de la Virgen.
La advocación de la Virgen del Rosario por la cual Seineldin solicitó que se cambiara el nombre de la operación bélica, se refiere a la imagen que se venera en el Convento de Santo Domingo, la basílica de Ntra. Sra. del Rosario de Buenos Aires. Dicha imagen es una talla de vestir o de candelero, de 1,20 cm de altura, la cual sostiene un niño en sus brazos, que también es de vestir, con cabello natural y corona.
Esta imagen posee su historia: en la noche anterior a la reconquista de la ciudad de la Santa Trinidad (actual Buenos Aires), que había sido invadida por las tropas británicas el 25 de junio de 1806, Santiago de Liniers realizó ante dicha imagen de la virgen una vigilia y le prometió a ella que si lo ayudaba a defender la ciudad de los invasores, entregaría sus banderas como ofrenda por el triunfo. Así fue: la ciudad resistió el embate de las fuerzas británicas y Santiago de Liniers cumplió con su voto, ofreciendo a la virgen dos banderas del Regimiento nº 71 Highlanders, y dos estandartes de la marina real británica.
Dichos trofeos de guerra permanecen, hasta hoy, en exhibición en el templo. En el convento de Santo Domingo también se atesoran dos banderas realistas que donó Manuel Belgrano a dicha imagen. Pero fue por la gracia concedida en defensa de la ciudad de la santa Trinidad (actual Buenos Aires) que la imagen tomó el nombre de “Nuestra Señora del Rosario de la Defensa y Reconquista”.
Debido a que la acción militar se denominó “Operación Rosario”, desde el lunes 12 de abril se convocó a los fieles al “Operativo Espiritual Rosario”, que consistió en oraciones que se sucedían sin interrupción a lo largo de toda la jornada, y que tomaba ese nombre porque no era otra cosa que “una colaboración religiosa a la acción militar” según expresó el padre Daniel Zaffaroni, uno de sus organizadores, quien agregaba que dicho operativo duraría hasta “obtener la victoria en esta causa justa y noble de defender a nuestra patria”.
Asimismo se instó a que los católicos porteños llevaran claves rojos para cubrir la capilla en donde se venera la imagen de la Virgen. Tal fue el entusiasmo que se decidió que una copia más pequeña de la Virgen venerada en ese templo fuera hacia Malvinas, para ser entronizada en la futura catedral de la diócesis que se crearía. La imagen nunca llegó a Malvinas, pero se trajo para el templo un cofre con tierra del archipiélago. El tema Malvinas no era solo la recuperación de las islas, sino también la lucha de la verdadera y única fe católica por parte de los militares argentinos sino también una cruzada contra los anglicanos.
Volviendo a las islas, pocos recuerdan que durante la jura del general Mario Benjamín Menéndez como gobernador del archipiélago concurrieron el nuncio apostólico y ocho obispos: el cardenal Aramburu y el pro vicario del ejército monseñor Bonamín, los obispos Collino, Galán, Menéndez, Villena, Canale y Di Monte, quien envió 10.000 rosarios para los soldados.
El decidido apoyo a la “Operación Rosario” por cierta parte del episcopado era notorio. El cardenal Aramburu, en su homilía del viernes santo dijo: “ha surgido en el país entero una histórica hora de unanimidad de sentimientos, de objetivos y de adhesión a nuestras Fuerzas Armadas (...) Nuestro país se encuentra en este momento conmocionado por un hecho que está basado en sólidos fundamentos jurídicos, pero que no deja de ser actualmente serio y grave: es el hecho de la integridad de su soberanía territorial”.
Este evento bélico era providencial para la jerarquía católica, en el cual vislumbraba una inmejorable oportunidad para presentarse como símbolo de la unidad nacional, como amalgama total y general, misión y cargo que hacía ya tiempo que comenzaba a menguar.
Entre las voces discordantes de la mayoría de la conferencia episcopal, la del obispo de Neuquén Jaime de Nevares sostuvo: “que las islas Argentinas del Atlántico Sur hayan vuelto al dominio de nuestra Patria es un gesto de reparación histórica, pero que este hecho de justicia y las negociaciones posteriores sean conducidas por ambos países con tal cordura política que impida una guerra”. Sostenía que el hecho de la recuperación de las islas no debía ser usado para excitar en el pueblo ánimos belicista o como “una pantalla para sofocar, olvidar y desviar la atención de los graves problemas internos de desocupación y hambre”. El documento no sólo fue firmado por el obispo, sino por todo el clero de la diócesis.
Mientras tanto en la nueva capital del archipiélago, llamada Puerto Argentino después del 2 de abril, el general Menéndez juró sobre una Biblia que le dedicara especialmente monseñor Collino, obispo de Lomas de Zamora, quien bendijo para la ocasión ocho crucifijos y una imagen de la Virgen de Luján.
Fuentes: “La Iglesia católica durante la guerra del Atlántico Sur” (Martín Obregón, Universidad Nacional de La Plata) y Documentos de la Conferencia Episcopal Argentina
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