Ya lo había hecho bajo el título ¿Qué piensan lo que no piensan como yo?, en formato libro y programa de TV (Canal Encuentro): allí abordaba todos los temas polémicos del momento -eutanasia, drogas, transgénicos, bebés de diseño, aborto, libertad y peligro en las redes- exponiendo siempre los puntos de vista opuestos o contradictorios sobre cada cuestión.
Ahora, Diana Cohen Agrest vuelve con Elogio del disenso. Dilemas éticos para pensar(nos) hoy (Debate, diciembre 2021). En tiempo de cancelaciones y caza de brujas, un desafío, una convocatoria al debate de ideas, tan difícil, cuando no ausente.
“Ya no se prohíbe el sexo, los nuevos tabúes son otros, sostenidos desde el veganismo o distintos movimientos impulsados por consumidores que pueden afrontar económicamente las exigencias de esas creencias”, señala Diana Cohen Agrest en entrevista con Infobae. Y señala la dificultad para “debatir libremente en un ambiente temeroso”, que nos lleva con frecuencia a internalizar la censura.
Los capítulos del libro permiten ver lo abarcativo y actual de su temática: Lenguaje inclusivo, Cultura de la cancelación, Vacunas, Experimentación animal, Objeción de conciencia, Dopaje, Prostitución y Big Data; un repaso completo de “los problemas que hacen a la esencia humana”.
“El giro producido a partir de la irrupción de las innovaciones tecnológicas”, dice Cohen Agrest, ha generado nuevas temáticas que se suman a las clásicas preocupaciones de la filosofía: Dios, el mundo, el alma...
Diana Cohen Agrest es doctora en Filosofía (UBA), docente e investigadora en varias instituciones nacionales y extranjeras. Creadora de la asociación civil Usina de Justicia, ha recibido el Konex de Platino en Ética en 2016.
— Tu libro está pensado como un aporte al debate de los grandes temas de sociedad. En una revista francesa un columnista escribió que “debates eran los de antes”. ¿Pasa lo mismo entre nosotros? ¿Por qué no podemos debatir sobre contenidos, ideas, hechos, y en cambio sólo descalificamos un planteo según quién sea el vocero?
— Tal vez porque en una época marcada por un narcisismo radicalizado, solo nos escuchamos a nosotros mismos. Si no hay espacio para el otro, si no se trata de intercambiar ideas sino de imponerlas, difícilmente seamos capaces de admitir que todavía podemos aprender de los demás. Pero las más de las veces solemos caer en el sesgo de confirmación, esto es, esa tendencia a buscar, identificar y recordar la información que convalida nuestras propias creencias. De allí que, en lugar de pensar con libertad, inconscientemente perseguimos satisfacer las expectativas del grupo con el que nos identificamos. Y así perdemos la oportunidad del pensar crítico y creativo. Porque no nos damos cuenta de que, al reflexionar sobre los puntos en los que disentimos, podemos incorporar conceptos y argumentos que enriquecen los nuestros. A ese sesgo se suma la falacia ad personam, esto es, la costumbre de desacreditar al otro en lugar de analizar las razones por las cuales disentimos con ese otro. Y este proceso es posible porque, cuando debemos tomar una decisión donde se juegan cuestiones importantes, nos dejamos llevar por impulsos viscerales en lugar de sopesar las razones que avalan la decisión.
— De tu recorrida por estos temas tan trascendentes, que hacen a la esencia misma de lo humano, ¿qué preocupaciones te quedan?
— Mi formación filosófica, tal vez por deformación profesional, se centraba fundamentalmente en los clásicos problemas de la filosofía: Dios, el mundo, el alma, cómo conocemos. Pero con el giro producido a partir de la irrupción de las innovaciones tecnológicas, son otros los problemas que hacen a la esencia humana. O, mejor dicho, se sumaron a los clásicos. Porque esas innovaciones no se reducen a cuestiones metafísicas. La tecnología y, fundamentalmente, la biotecnología, dieron lugar a prácticas impensables unos años atrás con las que podemos o no estar de acuerdo. Desde que una persona pueda tener tres madres (la social, la genética que dona su óvulo y la gestante que la lleva nueve meses en su útero) hasta que sea posible trabajar con China o Alaska, porque el tiempo y el espacio dejaron de ser barreras. Y en algún sentido, desaparecieron como dimensiones en determinadas esferas de la vida como lo puede ser, por ejemplo, la laboral.
No tiene sentido hablar de pluralismo, porque quien se sale del carril dominante, es condenado al ostracismo académico
— Con las cancelaciones parece que se está formando una generación de jóvenes quisquillosos que no toleran siquiera escuchar nada que difiera, aunque sea levemente de los dogmas a los que adhieren. ¿Se terminó el pluralismo en las universidades? ¿La libertad de cátedra?
— Si toda palabra que disiente con la nuestra es demonizada, si basta un gesto para “cancelar” a quien trasgrede lo políticamente correcto, entonces los discursos son anodinos, repetitivos, predecibles. Y esa forma de reduccionismo existencial no solo produjo un empobrecimiento del vocabulario empleado en la Argentina. Hace décadas que estamos sometidos a la dialéctica amigo-enemigo, sostenida por políticas populistas. Y esas políticas también moldearon la formación superior. La universidad pública (por lo menos la UBA, donde me formé y formé a otros durante la mayor parte de mi vida) es un espacio donde se juegan miserias impensables en el mundo académico, tal como fue pensado. Dado que el mérito no se toma en cuenta, la tarea principal para ascender es la “rosca”. Un colega que fue, además de profesor de filosofía, legislador nacional, me dijo una vez: “Yo pensaba que el ámbito de la política era el más descarnado. Pero la Academia le gana”. Y es así: si pasás días enteros haciendo política universitaria es casi imposible estudiar o enseñar, tareas prácticamente full time. De allí que no tiene sentido hablar de pluralismo, porque quien se sale del carril dominante, es condenado al ostracismo académico. Recuerdo otra alumna que estaba cursando su tercera carrera y me decía sorprendida que, en los programas de cada una de las carreras que cursó, se estudiaba una y otra vez a Foucault. Todo es militancia con el propósito de formatear cerebros.
— El lenguaje inclusivo, ¿no representa una forma fácil de posar de tolerante? ¿Va con el aire de los tiempos ocuparse más de la forma que del fondo?
— En efecto, es una suerte de tarjeta personal de presentación: basta escuchar a alguien expresándose en lenguaje inclusivo para representarnos, como en una radiografía, una imagen más o menos precisa de gran parte de sus creencias. El escritor Saint-Exupéry pone en boca de el Principito la frase: “Lo esencial es invisible a los ojos”. Paradójicamente, yo pienso que hoy lo esencial no es invisible a los ojos, sino que está a la vista. Si observamos atentamente, está todo en la superficie…. El lenguaje inclusivo pretende ser contracultural, pero termina siendo incoherente e inaplicable: ¿cómo se pronuncia una x o una @? No hay manera de pronunciar este último signo, salvo diciendo la palabra completa: arroba. Más que exigir semejante esfuerzo cognitivo tanto del emisor como del receptor del mensaje, ¿no es preferible distinguir el lenguaje inclusivo, por una parte, de un activismo feminista cuyos resultados estamos gozando, por otra? Al fin de cuentas, el lenguaje inclusivo resulta ser un boomerang, en lugar de colaborar con las reivindicaciones de las mujeres, termina desacreditándolas.
— Impresiona la facilidad con la cual se pasa por encima de principios que se creía incuestionables en las democracias como el principio de inocencia de momento que una denuncia basta para condenar a una persona. ¿A qué se debe?
— La presunción de inocencia es un derecho fundamental que garantiza a toda persona procesada el ser considerada inocente hasta que no se declare lo contrario mediante una sentencia judicial firme. Ahora bien, en las redes, se elimina este principio fundamental del derecho. Como en una caza de brujas, el proceso es sumario sin garantía constitucional alguna. Dado que las más de las veces los activistas en línea no se detienen para indagar el grado de exactitud y precisión de la denuncia, terminan por cometer la falacia ad ignorantiam, pues intentan dar por cierta la veracidad de un comentario por el simple hecho de que no se puede -o no se intenta, siquiera- demostrar que es falso. Los efectos de la inmediatez y alcance de los mensajes de las redes son nefastos, por mencionar apenas uno de ellos, de tanto en tanto nos enteramos de niños jóvenes que se suicidan tras sufrir bullying digital.
— Decir que “un consejo prudencial sería ‘precancelarnos’ a nosotros mismos”, ¿no equivale a recomendar la autocensura?
— Ya no nos reprimen desde fuera: en rigor de verdad, nos autoimponemos ciertas costumbres que rayan el ascetismo. Cada práctica debe pasar por el filtro de la censura. Ya no se prohíbe el sexo, los nuevos tabúes son otros, sostenidos desde el veganismo o desde otros movimientos impulsados por consumidores que pueden afrontar económicamente las exigencias de esas creencias. En ese universo temeroso, más de uno piensa que cada vez que emitimos un mensaje en las redes, debemos ser conscientes de que cada mensaje que emitimos puede resultar políticamente incorrectaso en el futuro. De allí que, antes de lanzar el mensaje al espacio virtual, se dijo que un consejo prudencial sería precancelarnos a nosotros mismos. Pero si debemos apelar a esta autocensura, para colmo, libremente elegida, empecemos por preguntarnos qué queda de nuestra capacidad de crear nuestros proyectos personales de vida.
— ¿Cómo pasamos de la responsabilidad moral en el cuidado de lo creado, y en especial de los animales, al antiespecismo que sostiene que hombres y animales son iguales, o que no hay motivo para poner al hombre por encima de los demás seres vivos?
— Entre las especies de vida animada, entre los humanos (por ejemplo), por un lado, y los gatos o las ratas, por el otro, las diferencias moralmente relevantes son enormes y casi universalmente apreciadas. Sin embargo, la declamada igualdad forma parte de la impostura de lo políticamente correcto, cuando en rigor, todo científico que se dedica la investigación admite que es imposible hacer investigación sin modelos animales.
— En un artículo en La Prensa citaban al filósofo italiano Miguel Sciacca, autor de “El oscurecimiento de la inteligencia”, que diferenciaba estupidez de ignorancia. La ignorancia puede reconocer sus límites -de este tema no sé, no opino-, la estupidez, no. Permite afirmar con descaro las peores barbaridades. ¿No estamos en un momento así? Mundialmente. Alguien puede impunemente comparar un gallinero o un criadero de cerdos con la esclavitud humana. O gritar que todos los varones son violadores. O exigir a sus coetáneos arrepentimiento por crímenes cometidos hace 200 o 500 años. ¿A qué responde esto?
— Con esa soñada Biblioteca de Babel que es Internet, tenemos la información al alcance de la mano, literalmente, pues las más de las veces accedemos a esa biblioteca digital por medio de nuestras prótesis naturales, nuestras manos. Prótesis hoy ampliadas por nuevas prótesis, esta vez tecnológicas, el celular o la computadora. Y ese acceso a esta especie de infinito genera en nosotros la ilusión de que la información es conocimiento. Pero no lo es. La información que nos llega de Internet no deja de ser una secuencia de impulsos eléctricos. Y el conocimiento, en cambio, es un proceso laborioso de comprensión e interpretación. De eso no solemos tener conciencia. Y tal vez por eso opinamos de todos los temas, somos especialistas en todo…. Y por añadidura, dado que los mensajes a través de las redes son efímeros, gozamos de cierta impunidad. A lo sumo, podemos ser “cancelados”. Pero incluso si somos cancelados, el efecto es pasajero. La gente sigue viendo películas de Woody Allen o leyendo las sagas de Rowling. Y los menos célebres, a lo sumo, se mudan de grupo de pertenencia.
No hay libre discusión de ideas. En verdad, ni siquiera hay discusión. Ni ideas. Hay violencia discursiva.
— ¿Está en riesgo la libertad de expresión en la Argentina? ¿La libre discusión de ideas?
— Como decía antes, no podemos decir que la libertad de expresión está en riesgo como sucedió en el pasado. Tampoco hay un censor autoritario que nos ordene lo que debemos decir o callar. Por lo menos, no hay tal censor externo. Pero nuestra cultura crea y alimenta la censura interna, hemos internalizado a ese censor. De allí a decir que no hay riesgo de terminar con la libre discusión de ideas es otra cuestión. Porque dado que cada grupo de pertenencia piensa de manera uniforme, se crea una “cámara de eco”, un estado de aislamiento intelectual donde hay una sola voz. A lo largo de la historia humana, el acceso a la información se producía a través de unos pocos canales, los mitos que se narraban de generación en generación. O con la invención de la radio y la televisión en el siglo pasado, los contados canales de transmisión. Hoy tenemos acceso a muchísimas vías de información, pero, aun así, persisten las cámaras de eco. Porque, voluntariamente, escuchamos determinadas radios o vemos determinados canales de manera tal que nuestra información es limitada. Y el intercambio se da entre grupos que sostienen creencias o posiciones más o menos homogéneas. Ese es el riesgo, porque no hay libre discusión de ideas. En verdad, ni siquiera hay discusión. Ni ideas. Hay violencia discursiva.
El “Nuevo Realismo” intenta recuperar la realidad que el constructivismo eliminó en el orden del discurso. El sexo es biológico y el Himalaya seguirá siendo el Himalaya aun cuando la Humanidad desaparezca algún día
— Has venido planteando estos debates en libros, programas de televisión, artículos... ¿Qué es lo próximo?
— Lo próximo es un curso, y no es un curso más. Es por zoom, y me interesa que lo sea para llegar a todo aquel que quiera pensar críticamente sobre ciertos errores en los que nos formamos, abandonando su zona de confort. Hace poco más de un lustro, se impulsó una necesaria corriente filosófica, el llamado “Nuevo Realismo”. Esta filosofía intenta recuperar la realidad que el constructivismo eliminó en el orden del discurso. Quiero decir que el sexo es biológico y el Himalaya seguirá siendo el Himalaya aun cuando la Humanidad desaparezca algún día. Pero este realismo, curiosamente, surge en una época signada por la web, cuya aparición significó un giro revolucionario en nuestras vidas. Me interesa, entonces, analizar el fenómeno de la Web, la cual es una especie de arcón en el que registramos y guardamos nuestras vidas (citas con el dentista, fotos de cumpleaños, documentos). La pregunta es, ¿acaso la web nos libera de toda una serie de tareas que sometieron al ser humano a lo largo de milenios? ¿O, lejos de ello, nos subordina, nos ata a otro tipo de cadenas, ahora inmateriales? En suma, invito a reflexionar sobre nuestra propia vida, cómo vivíamos y cómo vivimos hoy.
[Para más información sobre el curso escribir a: dcohenagrest@gmail.com ]
SEGUIR LEYENDO: