No fue una marcha más. Fue el comienzo del fin de la última dictadura militar. Ocurrió el 30 de marzo de 1982. Tres días después los soldados argentinos recuperaron las islas Malvinas y se iniciaba la guerra con Inglaterra. Durante la movilización, encabezada por Saúl Ubaldini, había un movimiento repetitivo: las columnas que intentaban marchar hacia la Plaza de Mayo vallada y la represión cada vez más violenta de la policía.
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Las protestas no sólo ocurrió en Buenos Aires. Se repitió en Rosario, Mendoza, Neuquén y Mar del Plata. Todos bajo la misma consigna: “Pan, Paz y Trabajo”, que sintetizaba los reclamos más fuertes de una sociedad harta de guardar silencio después de seis años de vivir aplastada bajo las botas de la dictadura.
Por eso, bajo estas tres palabras, otra consigna se multiplicó en las gargantas de los manifestantes hasta encarnarse en un grito que desafiaba el estruendo de las balas de la represión: “¡Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar!”. Los mismos cánticos que ya se habían escuchado en algunas tribunas de canchas de fútbol como la de Nueva Chicago, en Mataderos.
En los alrededores de la Plaza de Mayo los manifestantes se enfrentaron con la policía durante 6 horas. Hubo centenares de heridos y más de mil detenidos. En Mendoza, la represión policial se había cobrado un muerto; en otras ciudades del país decenas de heridos y detenidos engrosaban el número de víctimas de la represión.
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Muchos años más tarde, en una entrevista con el periodista Diego Genoud, Saúl Ubaldini la recordaría así: “La jornada más maravillosa para mí fue la del 30 de marzo de 1982, antes de Malvinas, cuando salimos a la calle y fuimos detenidos. Pero fue una movilización masiva, con una sola tristeza: la muerte del compañero Benedicto Ortiz. Después fue el pueblo el que reaccionó. Desde los balcones tiraban macetas a la policía, de todo. Yo creo que apresuró el camino hacia la democracia. Fue una jornada maravillosa, no tuvo el brillo del 17 de octubre pero yo creo que tuvo la valentía misma del 17 de octubre”.
Tres días después de aquella histórica movilización, el desembarco de las tropas argentinas en las Islas Malvinas pareció detener – y hasta revertir – la cuenta regresiva hacia ese final. Fue el último espejismo de una dictadura que en su fuga hacia adelante no reparó en sacrificar más vidas para evitar su inevitable caída.
Dictadura y sindicatos
Una de las primeras medidas de la dictadura instalada el 24 de marzo de 1976 fue intervenir a la mayoría de los sindicatos y encarcelar a muchos de sus dirigentes. A otros, directamente, los hizo desaparecer.
Los trabajadores se organizaron en diferentes nucleamientos, diferenciados entre sí por sus posiciones conciliadoras o combativas frente a la dictadura. Saúl Ubaldini se incorporó al sector más resistente, la Comisión de los 25 gremios peronistas, donde también estaban, entre otros, Raúl Ravitti, de la Unión Ferroviaria; Roberto García, de Taxistas; José Rodríguez, de Smata; Fernando Donaires, del Papel, y Osvaldo Borda, del Caucho.
La posición de “Los 25″ se endureció aún más en marzo de 1979, cuando el ministro de Trabajo de Videla, el general Llamil Reston, anunció una reforma de la Ley de Asociaciones Profesionales que recortaría aún más los derechos de los trabajadores.
El 21 de abril de ese año, la Comisión de “Los 25″ lanzó una convocatoria a una Jornada de Protesta Nacional para el 27, cuando se manifestarían por la restitución del poder adquisitivo de los salarios, la plena vigencia de la Ley de Convenciones Colectivas de Trabajo y la normalización de los sindicatos.
El ministro Reston convocó a los dirigentes, entre los que estaba Ubaldini, a una reunión en la sede de la cartera de Trabajo. Decidieron ir, aunque previeron que podían encarcelarlos, por lo que dejaron organizado un Comité de Huelga para que la jornada de protesta se realizara igual, aunque ellos no estuvieran.
Cuando salían de la reunión, Ubaldini y sus compañeros fueron detenidos por la policía, uno por uno. Pero el Comité de Huelga cumplió con su misión: el 27 de abril de 1979, pararon todas las fábricas del cordón industrial del Gran Buenos Aires y del interior, los ferrocarriles Sarmiento, Roca y Mitre.
Fue la primera huelga contra la dictadura. Ubaldini la siguió desde su celda y recién fue liberado a mediados de julio.
La ofensiva sindical
La huelga del 27 de abril de 1979 potenció la resistencia sindical a la dictadura. “Debemos comprometer hasta la última gota de nuestra sangre para impedir que se repita otra dictadura que, como ésta, suma al país en oprobio, miseria, hambre y dolor de perder a sus mejores hijos; y la democracia es el único medio que conocen los pueblos libres para hacer sus revoluciones en paz”, dijo Ubaldini en un discurso que marcó el cambio de época.
Ya ocupaba la secretaría general de la CGT. En 1980, cuando la central sindical se dividió entre la CGT Azopardo -conciliadora– y la CGT Brasil -combativa-, Ubaldini se sumó a la segunda, junto a Diego Ibáñez, Lorenzo Miguel y todo el sector de “Los 25″. En diciembre de ese año lo eligieron secretario general.
El 7 de noviembre de 1981, la CGT Brasil convocó a una marcha hacia la Iglesia de San Cayetano, con el reclamo de “Pan, paz y trabajo”. La movilización, encabezada por Ubaldini, congregó a más de diez mil trabajadores, que fueron duramente reprimidos.
Era la primera movilización multitudinaria desde el 24 de marzo de 1976; también el embrión de la marcha que, casi sin meses después, cambiaría la historia.
La marcha del 30 de marzo
El 24 de marzo de 1982 la dictadura, ahora encabezada por Leopoldo Fortunato Galtieri en el sillón presidencial, había cumplido seis años y su desgaste era evidente, aunque todavía no se vislumbraba su final.
La marcha convocada por la CGT Brasil para el 30 de marzo bajo la misma consigna que la movilización a San Cayetano del año anterior amenazaba con multiplicar el número de manifestantes y la dictadura trató de impedirla por todos los medios.
Desde el Ministerio del Interior intentaron presionar a los sindicalistas, con el argumento que la CGT no había solicitado la autorización para realizar el acto y que sus dirigentes podían ser imputados por alterar el orden público. Además, les recordaron que seis de los convocantes, entre ellos Ubaldini, estaban procesados por convocar a huelgas anteriores, una actividad prohibida.
Las amenazas no tuvieron efecto y la convocatoria a la marcha se mantuvo en pie.
El 30 de abril, el centro de Buenos Aires amaneció poblada de carros de asalto, carros hidrantes, patrulleros, policías a caballo e incluso militares en traje de fajina, armas largas y cortas. Para evitar que los manifestantes llegaran a la Plaza de Mayo y entregaran un petitorio en la Casa Rosada, se establecieron cordones policiales en las avenidas 9 de Julio, Santa Fe, Leandro N. Alem, Paseo Colón y Belgrano. También se cortó el Puente Pueyrredón para impedir el acceso desde el Conurbano sur, desde donde se esperaba que llegara la mayoría de las columnas.
El operativo era gigantesco, pero los manifestantes superaban los cuarenta mil. No había solamente trabajadores convocados por los sindicatos de la CGT Brasil, a ellos se sumaron columnas y grupos de organizaciones estudiantiles, de derechos humanos, agrupaciones políticas y gente suelta, mucha gente suelta y dispuesta a repudiar a la dictadura con consignas como “Luche que se van”, “Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar” y “El pueblo unido jamás será vencido”.
La represión no se hizo esperar: la policía comenzó a golpear, a tirar gases lacrimógenos y a atropellar con sus vehículos a todos los que pretendían avanzar hacia la Plaza de Mayo.
Recuerdos, 40 años después
El escritor Alejandro Horowicz se dio cuenta de que la marcha iba a ser reprimida mientras estaba en el Tortoni con otros tres periodistas, dos de The Buenos Aires Herald y Alcadio Oña que, como él, trabajaba en Clarín.
“En aquella época, la policía les avisaba a los dueños de los bares si iba a reprimir para que bajaran las cortinas, y a mediodía el Tortoni empezó a bajarlas. Si querías te podías quedar adentro, pero ya no dejaban entrar a nadie. Ahí nos dimos cuenta de que iba a haber represión – relata -. Salimos y lo primero que hicimos fue pensar por dónde rajar, prácticamente antes de entrar al ruedo. Era una medida a la que estábamos acostumbrados. La gente, curiosamente, andaba sin demasiado miedo, pero cuando nos acercamos a la plaza empezaron a sonar los estampidos y fue una de las primeras veces que vi actuar a la policía con motocicletas. Al mismo tiempo que los lanzagases empezaron a funcionar con relativa rapidez. Nos alejamos con velocidad, fuimos al diario y descubrimos en el camino el nivel de miedo horrible que se había planteado. La gente en la redacción temía lo peor y no era simplemente lo peor por lo que les pasara a los que se habían movilizado sino lo peor en el sentido de que movilizarse para enfrentar a la dictadura era una situación que solo podía terminar del mismo modo en que había comenzado, con más muertos. Era en rigor de verdad una comprensión aterrada pero sintética de lo que se venía, después vendría lo de Malvinas”.
Un sablazo en el toldo
El abogado de Derechos Humanos y escritor Rodolfo Yanzón tenía 21 años, todavía estaba estudiando Derecho en la UBA y trabajaba en un juzgado de Instrucción Penal. Después de trajinar en Tribunales, se sumó a la marcha con su hermano y un amigo.
“Se respiraba en el aire que la mecha se encendería en cualquier momento. Y llegó a machetazo limpio, con embestidas de caballos contra los manifestantes, gases lacrimógenos y golpes de todo tipo. Era un caos y la gente trataba de salvar el pellejo como podía. Desde los balcones tiraban de todo a la policía. Mientras gritábamos ‘se va a acabar’ en 9 de julio y Avenida de Mayo, mi hermano y mi amigo fueron cercados por la montada bajo el toldo metálico de un bar. Se encontraron con sus espaldas sobre la cortina cerrada del negocio tratando de eludir los golpes de la policía. En un momento un jinete desenvainó su espada y mi hermano se agazapó para evitar el sablazo, pero al levantarla para arremeter, el cana la ensartó en el toldo. Mientras luchaba con su espada, los dos descargaron una batería de trompadas sobre la bestia y el caballo, que trastabilló de tal forma que el milico casi cayó de culo al piso. Pasaron pocos segundos para que una horda de uniformados se arrojara sobre ellos y los golpeara duramente. Mi última imagen fue verlos esposados, golpeados y exangües, subidos a empujones a un celular”, recuerda.
Esa misma noche presentó un habeas corpus por ellos en un Juzgado Federal. No sabía dónde los tenían detenidos o si les había pasado algo peor.
La táctica de los reporteros gráficos
“En esa época la forma de trabajar en las manifestaciones era estar todos juntos, porque cuando nos separábamos cobrábamos”, dice el reportero gráfico Alejandro Amdan, que llevaba tres años en el oficio cuando fue a cubrir la marcha del 30 de abril de 1982.
Ese día, más que las fotos, recuerda la maniobra de rescate de un colega. “Uno de los nuestros se separó siguiendo una situación donde estaban cagando a palos a alguien y se lo llevaron entre varios y corrimos hacia él para sacárselo a la cana, que era de uniforme, con lo cual lo pudimos liberar más fácil. Esa manifestación fue terriblemente reprimida, nunca llegó a juntarse porque la reprimían, pero la gente siempre volvía, se reagrupaba y volvía. Todo pasaba por avenida de mayo y las diagonales, nunca se llegó a la Plaza. A nosotros también nos pegaron, pero fue como la primera gran bronca y protesta masiva que se hizo. Para mí en esa época, sacar fotos era tratar de mostrar lo que nadie mostraba y esa vez los diarios las publicaron porque la dictadura empezaba a perder poder en los medios”, cuenta.
Flashes de una manifestación
En 1982 Estela Pereyra tenía 26 años, estaba embarazada de ocho meses y no soñaba con ser escritora. El 30 de marzo no pensó que “la panza” fuera un impedimento para ir a la marcha.
“Cuando comenzaron los gases, los caballos y las corridas, unos obreros vestidos con overol en me arrastraron hasta el estribo de un colectivo, calculo que era un 146, por sus colores celeste y blanco. Pero mi panza estaba enorme, costaba pegar el salto y subir a las apuradas en el medio de la parafernalia de los palos y los gases. En el apuro, tres de ellos me dieron un envión para sacarme de allí empujándome, directamente de la cola... Siempre recuerdo ese gesto agradecida, quizás me salvaron la vida”, dice.
Adriana Pedrolo tenía 18 años y estudiaba periodismo. Ese 30 de marzo fue su primera experiencia en una manifestación. “Íbamos con mi novio por la 9 de julio y de pronto vimos mucha gente caminando en grupitos, en parejas, y de golpe se empezaron a amontonar, y en dos minutos se hizo una columna impresionante. Nosotros estábamos muy exaltados, era la primera vez que asistíamos a una gran marcha. Nunca me voy a olvidar de una escena. Estábamos sobre Bartolomé Mitre y un señor en shorcito que estaba en un balcón le tiró un sachet de leche a un patrullero. La policía fue a buscarlo subiendo las escaleras y se armó todo un sainete, porque se lo querían llevar y su mujer quería impedirlo agarrándolo de un brazo, mientras la gente también defendía a señor y les gritaba a los canas ‘hijos de puta’”, relata.
A llorar a la iglesia
Sasha Alco repasa una tras otra la secuencia de las dispersiones y los reagrupamientos de esa tarde, pero hay una escena que mantiene totalmente vívida en su memoria.
“Todavía hoy recuerdo la cara de uno pegándole bastonazos a una mujer embarazada y con una niña de unos 5 años que llevaba de la mano. Fue en el cruce de Bartolomé Mitre y Diagonal Norte, lo enfrenté al gordo y enseguida apareció una ‘chancha’ hidrante, así que empecé a correr por Mitre hacia el lado de la 9 de Julio, pero al llegar a la altura de Maipú, se metió un patrullero con rumbo contrario. Allí me gasearon, pero en ese entonces era flaco y ya tenía mucha práctica en esquivar, así que me pude escabullir con la ayuda de algunos otros manifestantes. Terminé en la iglesia de San Miguel que está en Mitre y Suipacha, cuando entré estaba casi llena de ‘fieles’ llorando y con pañuelos, varios descompuestos”, dice.
El desafío de “Polito”
Miguel Ambas tenía 17 años, militaba en la Federación Juvenil Comunista y fue a la movilización desde Villa Devoto con un grupo de compañeros del Colegio Nacional 19. Esa tarde terminó preso en la Comisaría Cuarta de la Federal junto con uno de ellos, Cacho, y otra compañera de la FJC, después de que la policía los acorralara dentro del ascensor de un edificio de Corrientes al 1400 donde el portero les había permitido refugiarse.
De las escaramuzas en la calle recuerda la imagen de su amigo y compañero de colegio, Fabián Polosecki, desafiando a la policía. “Mientras nosotros corríamos para el lado contrario del que venían los caballos y la cana repartiendo sablazos y cagándonos a palos, Fabián, con su característica única, los enfrentaba. Le gritábamos ‘¡Polo, Polo, vení Polo, rajá!, pero él seguía. Para mí ese día tiene que ver con la imagen de Polo enfrentado a la policía y abriendo los brazos, desafiándolos”, cuenta.
Paradójicamente, Ambas terminó entre rejas, aunque lo liberaron esa misma noche porque era menor; en cambio, al futuro periodista no lo pudieron agarrar.
El principio del fin
Los diarios de la mañana del 30 de abril de 1982 habían llevado en la tapa un título que no presagiaba nada buenos para la Argentina. “Refuerzan los aprestos militares en el Sur”, se podía leer en uno de ellos, a todo el ancho de la portada. Al día siguiente, ese mismo diario dividió su tapa en dos para dar dos noticias:
“Numerosas detenciones en los incidentes”, se leía en la parte superior, y en la bajada decía: “Más de mil detenidos y numerosos incidentes arrojó la concentración de la CGT realizada ayer en esta capital, que fue rigurosamente controlada por militares y policías”. Entre los detenidos estaban Saúl Ubaldini, cinco integrantes de la Comisión directiva de la CGT Brasil, el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel y un grupo de Madres de Plaza de Mayo.
En la parte inferior de la portada, el otro título decía: “Costa Méndez: ‘No cederemos a ninguna intimación’”, y agregaba en letras más chicas que “Gran Bretaña ratificó su soberanía sobre las Malvinas”.
Sin decirlo, el canciller de la dictadura preanunciaba la guerra.
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