Eran enfermeros y confesaron que mataban pacientes: el insólito final de “Los ángeles de la muerte”

En marzo de 2012 la justicia uruguaya detuvo a dos enfermeros, uno por 5 homicidios, otro por 11. Los acusaba de matar a pacientes, algunos terminales, otros no, con inyecciones de morfina y aire. Ambos habían confesado. ¿Asesinos seriales, que mataban porque los pacientes molestaban? ¿Ángeles de la muerte, que ayudaban a morir en un país sin eutanasia? ¿O víctimas? A 10 años de un caso que dio la vuelta al mundo

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El caso salió a la luz en marzo de 2012, hace ahora 10 años
El caso salió a la luz en marzo de 2012, hace ahora 10 años

El comunicado salió de un despacho judicial de Montevideo, Uruguay, un domingo de marzo de 2012. Ya era la medianoche pero la noticia que contenía estaba por clavarse en los principales diarios del mundo, algo inusual para un país, por lo general, calmo. “Horror en Uruguay”, iban a decir las placas rojas, y la conmoción era real.

Un juez informaba que había procesado a dos enfermeros por haber matado silenciosamente al menos a 16 pacientes con inyecciones de morfina, lidocaína y aire. No era -se leía- una sospecha: los dos habían confesado. Muchas de las muertes que habían ocurrido durante los años anteriores en el hospital público y en el sanatorio privado en los que trabajaban habían quedado cubiertas por un manto de duda: la justicia creía que los pacientes asesinados podían ser, por lo menos, 200.

La noticia dio la vuelta al mundo
La noticia dio la vuelta al mundo

La policía uruguaya había comenzado la investigación dos meses antes de aquel comunicado. La había llamado “Operación Ángeles”, sin imaginar que en ese nombre había una toma de posición: ¿Eran asesinos seriales, criminales de ambo blanco que habían matado por desprecio, porque los pacientes viejos y terminales molestaban? ¿O eran ‘Ángeles de la muerte’, profesionales piadosos que habían arriesgado sus carreras para ayudar a morir a pacientes terminales en un país en el que la eutanasia era, y sigue siendo, ilegal?

Tal vez sin pensar demasiado en esos detalles y más en la potencia del título, el caso se instaló en los medios como “Los Ángeles de la muerte”. Los procesados eran Marcelo Pereira, un enfermero de 39 años, por 5 homicidios. El otro era Ariel Acevedo, de 46, por las muertes de 11 pacientes.

Hubo una tercera enfermera que cayó en la volteada y terminó acusada de encubrimiento. La policía había encontrado un mensaje enviado por ella a otro colega que decía: “El puto limpió al 5 y se fue a la farmacia. Todos reanimando”.

La Asociación española, el sanatorio privado en el que los dos trabajaban (REUTERS)
La Asociación española, el sanatorio privado en el que los dos trabajaban (REUTERS)

El “puto” era Ariel Acevedo, su compañero de trabajo en la Asociación Española (el sanatorio privado), el mismo enfermero al que se le atribuyó una frase en su confesión: “Me creí Dios, me equivoqué y ahora estoy arrepentido”. La frase, en verdad, había salido de su abogada defensora, que lo defendía sin negar nada, algo a lo que no estábamos acostumbrados en Argentina.

“Hace un año Ariel empezó a ver que la gente sufría. Y motu proprio, erradamente, decidió cargar una jeringa de 20 centímetros cúbicos de aire y se las inyectaba en una vena a los pacientes”, contó por radio su amiga y abogada, Inés Massiotti.

“A los pocos minutos les causaba una embolia pulmonar que podía terminar en un paro cardiaco. A veces llegaba el médico de guardia y lograba devolverlos a la vida. Otras veces fallecían. El sábado le pusieron decenas de fotos de pacientes. Y fue diciendo a quiénes había matado. Esta sí, esta no, esta no… así hasta 11. Yo le dije: ‘Vos te creíste Dios’. Él confesó todos los hechos y pidió perdón. Dijo: ‘Sí, me creí Dios’. Contó que no sabe qué le pasó de un año para acá. Y entendió cuando lo detuvieron que él no era el dueño de las vidas de esas personas”.

El operativo se llamo "Ángeles" y comenzó dos meses antes de que saliera a la luz
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Muchos recuerdan a la abogada por este tipo de declaraciones, también por el papelón que protagonizó después en una entrevista con la televisión argentina.

“Uno de los enfermeros asesinos pensó que era “Dios” y ahora se arrepiente”, tituló Infobae. “Me creí Dios”, publicó El País de España. “Los enfermeros de Uruguay no tenían un plan: ‘Matamos tres de acá, tres de allá’, encabezó el diario español El mundo. “Uruguay: conmoción por supuestos casos de eutanasia”, tituló la BBC en español. ”Los mataban con morfina y aire; no eran terminales”, sostuvo El País de Uruguay. “Monstruos vestidos de enfermeros”, opinó el ABC de España.

La información llegaba de los propios abogados y de autoridades oficiales. Se decía que Marcelo Pereira había matado con inyecciones de morfina y Dormicum (una benzodiacepina); Ariel Acevedo con inyecciones de morfina, aire y lidocaína. Se les imputaba el delito de “homicidio muy especialmente agravado en reiteración real”, por lo que se enfrentaban a una pena de entre 10 y 24 años de prisión.

En Uruguay la eutanasia era y sigue siendo ilegal, por lo que los enfermeros fueron procesados por homicidio
En Uruguay la eutanasia era y sigue siendo ilegal, por lo que los enfermeros fueron procesados por homicidio

Aún sabiendo lo difícil que iba a ser probar que esas inyecciones habían sido las responsables de darle a esos pacientes la estocada final -muchos eran terminales, otros muy mayores- los abogados no fueron instalando el factor “inocencia” sino el factor “piedad”.

“Mi cliente dice que no quiso matar a nadie, que sólo quería aliviarles el dolor, que actuó por causas humanitarias”, dijo, por ejemplo, a Clarín Santiago Clavijo, quien era el abogado de Pereira. La medianoche en que el comunicado partió de aquel despacho judicial, hace ahora 10 años, los dos enfermeros ya estaban detenidos en la cárcel Juan Soler, a unos cien kilómetros de la capital.

Las elucubraciones que llenaron noticieros y programas de la tarde de un lado y del otro del Río del Plata, hicieron el resto. Pero la información con la que se hicieron esas elucubraciones no era humo de la prensa sino que brotaba de fuentes oficiales.

La duda que se instaló era si los enfermeros tenían un plan y habían actuado juntos (REUTERS)
La duda que se instaló era si los enfermeros tenían un plan y habían actuado juntos (REUTERS)

Pereira trabajaba en los dos establecimientos, el público y el privado. Acevedo, sólo en el privado. ¿Se conocían? Sí, se conocían, de hecho la propia abogada de Acevedo contó que su cliente era el padrino de la hija del otro enfermero. Entonces, ¿habían actuado juntos? ¿Sabía uno lo que hacía el otro y estaban librando una suerte de competencia silenciosa, como aseguró a la prensa Eduardo Bonomi, entonces ministro del Interior uruguayo? ¿Por qué, si no actuaban juntos, había intervenido la Dirección General de Lucha contra el Crimen Organizado?”.

El día en que apagaron la luz

La “Operación Ángeles” había comenzado tras una denuncia anónima. Detrás de esa denuncia había compañeras de trabajo de Pereira. Lo que habían contado era que solían ver al enfermero acercarse a pacientes que estaban listos para dormir, apagar la luz, manipular en la oscuridad las vías por donde se pasan los medicamentos y, cuando la persona entraba en paro, “tomar protagonismo para salvarla, incluso delante del médico”.

Dijeron, además, que los pacientes en cuestión solían ser añosos y que, por eso, daban más trabajo.

Las denunciantes dijeron que los pacientes solían ser añosos (EFE)
Las denunciantes dijeron que los pacientes solían ser añosos (EFE)

La muerte de Santa Gladys Lemos, una mujer diabética de 74 años que estaba internada en el Hospital Maciel (el público) terminó siendo la gota que rebalsó el vaso. La mujer había pasado 12 días internada tras un pico de glucemia “quejándose y arrancándose las vías por donde le pasaban la medicación”, contó su familia a los medios.

Unos instantes después de haber recibido el alta y mientras se vestía para volver a su casa, se desplomó y cayó al piso de costado, rígida. Había tenido una trombosis, un infarto: estaba muerta.

Su familia seguía tratando de entender qué había pasado- ¿cómo había muerto así, si acababan de darle el alta?- cuando de la sala velatoria los llamaron para decirles que la Dirección de Crimen Organizado se acababa de llevar el cuerpo de la mujer. ¿Crimen? ¿organizado?

“El forense nos dijo que en la autopsia salió que tenía lidocaína y otras sustancias que todavía no confirmaron. Nos dijo que fue un crimen, que la lidocaína sirve para aplacar a las personas y como ella tenía el corazón muy lento, hizo un paro”, contó su hija.

Cuando el caso ya estaba clavado en los medios y los abogados apostaban a que los juzgaran por el delito de “homicidio piadoso” -una figura que permite exonerar cuando hubo súplicas reiteradas de la víctima-, la familia de Gladys Lemos empezó a tratar de desarmar la teoría de la “piedad”: la mujer había estado en sala común, no en terapia intensiva, no era una paciente terminal.

La muerte de Santa Gladys Lemos fue, según le dijeron a la familia, la que rebalsó el vaso
La muerte de Santa Gladys Lemos fue, según le dijeron a la familia, la que rebalsó el vaso

“La mataron porque molestaba”, sostenían. Su posición coincidía con lo que había declarado la enfermera acusada de encubrirlos: que no sólo elegían pacientes terminales sino también “dependientes de la enfermería, porque tenían lesiones corporales, y les molestaba a mis compañeros limpiarlos y atenderlos”.

Los testimonios no dejaban de aparecer. Una mujer llamada Alicia Blanco, que había estado internada por una arritmia, declaró que Pereira le había inyectado insulina “cuatro veces en una hora” y sin haberle medido antes la glucemia. Dijo que ella lo había enfrentado cuando ya había empezado a descomponerse y que lo último que había hecho había sido gritar: ‘¡Llamen a mis hijas que este loco me quiere asesinar!”.

En una crónica de la reconocida revista Gatopardo citaron otros casos que habían surgido de las indagatorias, como el de un paciente que le había gritado de madrugada: “¿Qué hacés, hijo de puta? Estoy enfermo pero sé lo que hacés”. El paciente, según la crónica, murió en la guardia siguiente.

Era tal el desborde que el 21 de marzo -tres días después de los procesamientos y del revuelo mediático internacional- la abogada Masotti cometió un papelón durante una entrevista con el canal argentino TN que cayó pésimo entre los uruguayos.

Mientras contaba que había sufrido un preinfarto en medio de una audiencia eterna y que había esperado casi una hora a una ambulancia, bromeó: “Me hubiera convenido sacarme al que estaba en el carcelaje, me daba una inyeccioncita, y pasaba a mejor vida”.

Ángeles de la muerte

Como en Uruguay no se hablaba de otro tema, todos los enfermeros, en general, pasaron a estar bajo la lupa. Tanto, que el propio Pepe Mujica, entonces presidente, tuvo que salir a hablar públicamente del tema: “No le llevemos a la población la idea de que todos los enfermeros están locos, enfermos o asesinos, no podemos transformar esto en una patología nacional”, dijo y pidió ver en qué condiciones trabajaban, no fuera cosa que por tantas horas lidiando con la muerte estuvieran sufriendo burnout, el famoso “síndrome del quemado”.

Mientras el juez Rolando Vomero sostenía que “la intención de matar era clara”, el ministro de Salud contó que en las semanas que siguieron a los procesamientos había reunido más de 300 reclamos por muertes sospechosas. Ahora restaba investigar, tal vez exhumar, y esperar a que en el juicio se dijera el resto. El final parecía cantado.

Un rumor

El juicio comenzó en 2015, casi tres años después del comunicado que había alterado la parsimonia uruguaya. Para entonces, el tema se había enfriado y sólo la enfermera Andrea Acosta, acusada de encubrimiento, había recuperado la libertad tras haber estado un año y medio detenida.

La fachada del Hospital Maciel, un establecimiento público de Montevideo
La fachada del Hospital Maciel, un establecimiento público de Montevideo

El caso “Ángeles de la muerte”, sin embargo, volvió a calentarse cuando los uruguayos escucharon la sentencia: aunque el fiscal había pedido 14 y 16 años de prisión, los dos enfermeros habían sido absueltos y puestos inmediatamente en libertad.

La jueza penal Dolores Sánchez -sucesora del juez que había asegurado que “la intención de matar había sido clara”- había llegado a la conclusión de que todo se había basado en “un rumor”. Así lo explicó en su sentencia: “(...) Los testimonios examinados sólo prueban eso: el rumor o la fama (en el caso de Pereira, de apagar la luz y dar inyecciones para provocar la muerte), no el hecho en sí mismo. Nadie los vio efectuar ningún procedimiento inusual, ni dar muerte a paciente alguno (...).

Se había asegurado que en el Hospital Maciel habían aumentado significativamente las muertes, algo que también desmintió: “Quienes sospechan hablan de rumores, de aumentos de tasas de mortalidad en el Centro del Maciel que no fueron tales finalmente”. Agregó, además, que la Junta Médica había concluido que todas las muertes eran “esperables por el estado crítico de los enfermos”.

La jueza determinó que todo se había basado en "un rumor" (Europa Press)
La jueza determinó que todo se había basado en "un rumor" (Europa Press)

¿Y las confesiones? Resulta que, mientras el tema se enfriaba, Pereira había denunciado ante la Justicia que había confesado bajo presión y que la policía lo había amenazado con tomar represalias contra su esposa si no cooperaba. Acevedo había denunciado lo mismo: confesión bajo apriete. No era cierto, aseguraron ahora, que habían provocado intencionalmente las muertes para no prolongar las agonías de pacientes terminales.

“La confesión, que en nuestra legislación no hace prueba plena y debe valorarse en conjunto con las demás producidas, no son suficientes para una condena, sumado al hecho de que sin llegar a plantear la nulidad de las mismas (en caso de haber sido producidas bajo presión o violencia), sin dudas fueron hechas en estado de perturbación emocional”, escribió la jueza en su fundamentación.

Para poner ejemplo de esto, resaltó que Pereira había reconocido (le mostraron fotos) haber matado a pacientes durante días en los que no había ido a trabajar.

En febrero de 2018, seis años después de aquel comunicado, la Justicia resolvió indemnizar a Marcelo Pereira por cada día que había estado preso indebidamente con una suma sin precedentes: 310.000 dólares (el enfermero había reclamado una indemnización de 2 millones de dólares).

Desde que salió de la cárcel, Pereira dejó la enfermería -contó su madre- y empezó a vivir de changas: en su caso, repartiendo vino en un camión. De Acevedo, nada se sabe.

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