Una noticia sacudió la mañana de la Argentina ese 15 de octubre de 1984. Un argentino había ganado el Premio Nobel. Los distraídos, o los apresurados, deben haber creído que se trataba de Jorge Luis Borges, el eterno postergado en las preferencias suecas. Pero, no. El galardón que se otorgaba ese día era el de Medicina y el ganador también hacía unos años que se encontraba en la lista de máximos candidatos. No era para menos. En 1975, César Milstein, junto al alemán George Kohler, publicaron en la revista Science un trabajo en el que daban a conocer los anticuerpos monoclonales, un hallazgo revolucionario para la ciencia.
La historia de los Nobel con el país siempre resultó esquiva. Sólo cinco. Dos de la Paz: Carlos Saavedra Lamas en 1936 y Adolfo Pérez Esquivel en 1980 -este recibido con escaso júbilo, casi como una afrenta por la Dictadura y gran parte de la población-. Y tres científicos: Bernardo Houssay en 1947, Luis Federico Leloir en 1970 y César Milstein en 1984. No es que hayan existido demasiadas injusticias o postergaciones. Quizá el único genio universal ignorado haya sido Borges. Pero esa omisión permanente, se sabe, no era más que una vieja tradición sueca.
César Milstein había nacido en 1927 en Bahía Blanca. Su padre era un ruso llegado a Argentina en 1913 que aprendió el idioma con esfuerzo y se ganaba la vida recorriendo el país como viajante de comercio. Su madre era maestra. César era el hermano del medio de tres varones. Era el más rebelde, travieso y desobediente.
La vocación, como suele suceder, le llegó por un ramalazo que lo conmovió cuando tenía 10 años. Su madre le regaló un libro, Los cazadores de Microbios de Paul de Kruif. Ese texto lo cautivó. Lo que para otros se hubiera tratado de una obra científica que recorría la biografía de célebres microbiólogos, para Milstein se trató de un libro de aventuras. Ni Salgari ni Julio Verne podían imaginar vicisitudes como las que él disfrutaba en esas páginas.
“Era como Tarzán, pero más lindo”, declaró muchos años después.
El empujón final lo recibió de una visita de una prima mayor que estudiaba y trabajaba en el Instituto Malbrán en Buenos Aires. Ella contó en la mesa familiar cómo realizaba experimentos con el veneno de las serpientes. César supo que ese sería su mundo.
Estudió en la UBA, se recibió de químico y luego se doctoró. Mientras tanto fue a pedirle un lugar en su equipo de investigación al Dr. Houssay. Pero no había vacantes. Lo recomendaron al Dr. Andrés Stoppani, que lo aceptó cautivado por el entusiasmo del joven. Milstein siempre reconocería a Stoppani como su maestro.
Luego de un tiempo de trabajo obtuvo una beca para perfeccionarse en Cambridge bajo la tutela de Fred Sanger. Los de Inglaterra fueron años intensos y fructíferos. Poco después regresó a Argentina para ocupar el cargo de jefe de biología molecular en el Instituto Malbrán. La institución era dirigida por el Dr. Pirosky. Había una efervescencia intelectual como pocas veces se vio en el ámbito científico en el país. Los grupos de trabajo eran vitales, publicaban en las revistas científicas de mayor prestigio, conseguían avances al nivel del primer mundo, recibían invitados extranjeros. Era un sitio de vanguardia.
Pero llegó el golpe que derrocó a Arturo Frondizi. Con la presidencia de José María Guido, la intervención arribó al Malbrán. Primero fueron los cargos: ser judíos y comunistas. Comenzaron los despidos y las presiones. Pirosky fue desplazado de su cargo. Milstein no soportó que echaran a algunos miembros de su equipo y renunció: no concebía trabajar en una ámbito de coerción y sin los mejores.
Al referirse a ese episodio, decía: “Cuando tuve que renunciar al Malbrán”. Eligía las palabras exactas, lo contaba con naturalidad. Habían echado a colegas y discípulos. No tuvo opción. Seguir en ese clima hubiera sido inaceptable. Era convalidar el atropello, la injusticia. Validar el maltrato dado a sus compañeros.
Luego de la dimisión le envió una carta a Fred Sanger (uno de los pocos galardonados dos veces con el Nobel en 1958 y 1980), quien lo invitó a sumarse a su equipo en Cambridge. Sanger fue el que le propuso a Milstein especializarse en el estudio de los anticuerpos. Y el argentino se avocó a ello con devoción.
El descubrimiento de los anticuerpos monoclonales llegó después de una idea y de años de estudio, discusiones y experimentos. Este hallazgo produjo una revolución en el proceso de reconocimiento y lectura de las células y de moléculas extrañas al sistema inmunológico. Consiste en la producción de anticuerpos o proteínas capaces de atacar sustancias invasoras en el paciente para dirigirse específicamente a un tipo de células. Estos anticuerpos se producen en el laboratorio.
“Es un imán que busca una aguja en un pajar”, graficó Milstein. Estos anticuerpos monoclonales son unas nuevas e increíbles herramientas con aplicación en los más variados campos. Su uso es tan amplio que se extiende desde la lucha contra el cáncer hasta los test caseros de embarazo, de métodos de diagnóstico hasta a la producción de vacunas.
Milstein se tomaba muy en serio su trabajo. Se lo veía reconcentrado, preocupado por la precisión cuando hablaba de él. Había solo dos momentos en que ese rostro sereno pero parco se exaltaba, dos momentos públicos en los que no podía contener su sonrisa que casi se conviertía en carcajada y la alegría lo desbordaba.
El primero se percibe en las fotografías del día que obtuvo el Nobel. Sus colegas y discípulos de Cambridge brindan con él y lo abrazan. Una vida de esfuerzo se había visto coronada. Era el reconocimiento definitivo, la inmortalidad. Las distinciones anteriores -múltiples, abundantes y prestigiosas- no se comparaban con esta, sólo resultaban un prolegómeno, una preparación para el gran momento.
El segundo momento en que la alegría lo desborda y en el que las sonrisas se convierten casi en risas, se puede percibir en una grabación de un noticiero televisivo de 1987. Milstein regresa a Bahía Blanca y es recibido por sus viejos amigos, sus maestras y por toda la ciudad. Era volver a lo propio, a su esencia, a su infancia.
Milstein demostraba una enorme gratitud por Argentina. “Gran parte de una persona es su educación. Y yo toda mi educación la hice en mi país. Recién viajé por primera vez cuando tenía más de treinta años”, dijo en una entrevista.
No tuvo hijos. No quiso tenerlos, no quiso desviar su atención de la ciencia. Se casó con Celia Prilleltensky, también química. Estuvieron casados hasta su muerte, el 24 de marzo de 2002.
Milstein nunca fue demasiado demostrativo, ni se dejaba dominar por las emociones -un cargo que su madre le hacía con frecuencia-. De novios hacía un tiempo, una tarde de sábado mientras caminaban de la mano, César le preguntó si ella cocinaba. “No sé cocinar, odio hacerlo”, respondió Celia. “¿Y lavar?”, volvió a inquirir César. “Eso por supuesto que sí”, dijo ella. Sin esperar un segundo César le propuso con una sonrisa olímpica: “Entonces nos podríamos casar. ¿Te parece? Yo cocino y vos lavás”. El pacto se cumplió a rajatabla el resto de su vida. El matrimonio duró más de 40 años.
El título de una de las últimas conferencias que Milstein dio en el país resume su espíritu: “La curiosidad como fuente de riqueza”. Para él, el trabajo científico era adentrarse en lo desconocido. Una aventura que debía enfrentarse con al menos tres herramientas: pasión, ilusión y plena dedicación.
Cuando alguien que trabajaba con él, luego de conversar sobre el tema un rato, proponía comenzar el experimento, Milstein lo detenía: “¿Por qué arruinar la diversión? Si hacemos el experimento tendremos la respuesta. Mucho más divertido es discutirlo antes”.
Ese era su modo de trabajar. Escuchar a los otros, confrontar ideas, absorber conocimientos, aceptar el disenso para pensar mejor. Así se ejerce la ciencia (y cualquier otra actividad noble y que pretenda ser productiva). Creía en el poder de la discusión y del intercambio, de la retroalimentación.
Era un cruzado de la investigación. Creía que la investigación de las ciencias básicas era imprescindible para el desarrollo intelectual y los avances tecnológicos. Y recordaba que una vez le preguntaron a Houssay si Argentina con su pobreza podía darse el lujo de destinar recursos a este tipo de búsquedas. “Argentina es un país demasiado pobre como para darse el lujo de no tener investigación básica”, afirmaba Houssay.
Se solía contrariar cuando le preguntaban si su trabajo era fruto de un fenómeno excepcional o era el emergente de un sistema. Para que surja un individuo único, que le puede dar ese toque casi mágico, personal, al taller de cristalería que es un laboratorio o una investigación científica compleja; para que ese talento especial encuentre la respuesta, llegue al descubrimiento revolucionario deben estar dadas las condiciones para que se manifieste. Recordaba la importancia de los procesos formativos. Y daba un ejemplo. Houssay había sido maestro de Stoppani y este de él. Esa línea de tiempo demuestra la importancia de la continuidad en los procesos formativos.
“La ciencia se aprende como la artesanía. No en los libros sino en los contactos directos. A través de las instituciones. Se adquiere a través de maestros. En nuestro caso fue Houssay. Él formó un equipo de primera del que salen grandes hombres, no sólo Leloir. Y cada uno formó su grupo de trabajo”, declaró cuando ya era un científico consagrado.
De joven participó en la vida universitaria de los movimientos estudiantiles. Estaba a favor de la reforma universitaria. Una anécdota de esos años lo describe a la perfección. “En la facultad me llamaban El Pulpito. Fundé una cooperativa para comprar libros y apuntes porque al que lo hacía hasta entonces con precios exorbitantes lo llamaban El Pulpo”.
Siempre mostró un espíritu solidario y libertario, algo anarquista. Esa tendencia, esa libertad hizo que algunos tejieran una historia que no tiene sustento en la realidad.
Una afirmación recorre las redes y varios artículos periodísticos. Es la que sostiene que Milstein no patentó su descubrimiento de los anticuerpos monoclonales porque deseaba que fuera propiedad de la humanidad y que así lo legaba a las futuras generaciones. Es un mito urbano con poco o nulo sustento en la realidad.
En las últimas dos líneas del artículo de 1975 en que MIlstein y Kholer dieron a conocer su hallazgo dejaron sentado que el descubrimiento “puede tener uso (o al menos gran potencial) médicos, económicos e industriales”.
Un año después, John Vickers, un ejecutivo al que respondía Milstein, le solicita todos los papeles para tramitar la patente de invención. Pero la respuesta del organismo pertinente, la National Research Development Corporation, fechada en Londres en octubre de 1976, fue negativa. La argumentación fue la siguiente: “Si bien Milstein y Köhler sugieren que los cultivos por ellos desarrollados podrían ser valiosos para usos médicos o industriales, tal aseveración debería tomarse como un tema con potencial a largo plazo y no de aplicación inmediata que pueda desarrollarse comercialmente. El campo de la ingeniería genética es un área difícil desde el punto de vista de su patentamiento; por tanto sugerimos no tomar ninguna acción al respecto”.
Es decir, el organismo inglés le negó la patentación. Pero mientras tanto, y de acuerdo a los usos científicos de la época, Milstein había enviado muestras de su trabajo a los investigadores que se lo habían solicitado para que ellos pudieran seguir estudiando la cuestión. Varios de los más eminentes especialistas en la cuestión de la época tenían las muestras enviados por el argentino. Milstein las acompañaba con una breve carta, escrita a máquina pero firmada a mano, con tres condiciones: reconocer y citar el origen del hallazgo, no patentarlo, no cederlo a terceros.
Sin embargo, un año después, un importante científico de origen polaco radicado en Estados Unidos, Hilary Koprowski patentó el descubrimiento como propio. Esa patente le significó ingresos por cientos de millones de dólares en regalías a lo largo de las décadas. Koprowski fue un científico de perfil muy polémico. Participó de la creación de la vacuna oral contra la polio, de avances contra la rabia y fue, también, acusado tras una larga investigación como responsable de la propagación del SIDA mientras investigaba para la vacuna contra la polio.
Es cierto que la preocupación de Milstein no estaba puesta en el desarrollo comercial de su descubrimiento. Su libido se centraba en extremar las posibilidades científicas de su trabajo. Y los trámites nunca fueron su fuerte. Pero cuando se lo solicitaron, envió todos los papeles para que se tramitara la patente. En ese entonces el estado inglés hubiera sido el gran beneficiario de esas regalías. Se comenta que el enojo de Margaret Thatcher fue épico cuando se enteró que Koprowski los primereó inscribiendo las mismas cepas enviadas por Milstein.
La treta de Koprowski fue la de no responder (o hacer desaparecer la respuesta: con los años se comprobó que faltaban piezas del archivo documental del argentino) la carta con las condiciones de Milstein. Los otros científicos que recibieron las muestras respondieron que aceptaban las (usuales) condiciones impuestas por el argentino y Kohler. Pero el compromiso escrito por parte de Koprowski para no patentar el procedimiento, nunca fue encontrado por Milstein. Sí la carta enviada por Milstein a él.
Milstein menospreció el alcance comercial de su descubrimiento y otro sacó ventaja. La situación lo enfureció pero no se permitió demostrarlo en público. Siguió trabajando, maravillado por el potencial extraordinario de su hallazgo.
“Estábamos muy verdes en el tema de las patentes y alguien se aprovechó. Lo que inscribieron fue básicamente nuestro procedimiento”, dijo.
No haberlo patentado más allá del evidente perjuicio económico, le trajo algo de libertad para seguir profundizando sus líneas de investigación.
César Milstein fue un científico excepcional que produjo un hallazgo revolucionario cuyas consecuencias se siguen expandiendo en la actualidad. Se formó en la Argentina pero encontró en Inglaterra las condiciones para desarrollar su genio y su trabajo.
No obtuvo el rédito económico que su descubrimiento le pudo haber reportado. Dejó de percibir una fortuna inmensa. A él le correspondió otra recompensa. La de la inmortalidad.
Fotos: Capturas documental de Ana Fraile y Lucas Scavino y Shutterstock
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