Fue en 2019, Sol estaba por cumplir 37 años. Tenía -cuenta- “una vida bastante buena”: era maestra y profesora de literatura, tenía amigos, amigas, pareja. Esa buena vida, sin embargo, convivía con una sombra: a veces, sentía terrores en el cuerpo que no podía explicar, otras le costaba incluso caminar por la calle. Le habían diagnosticado, además, una esterilidad que no respondía a ninguna causa orgánica. Fue en ese contexto que leyó una noticia en Página 12.
Una chica -ex alumna del Colegio Nacional de Buenos Aires, como Sol, aunque 10 años menor- contaba que había sido abusada sexualmente por un coordinador en un viaje de estudios a Tilcara. La chica buscaba a otras ex alumnas que hubieran sufrido lo mismo y pudieran sumar su testimonio a su denuncia penal, por lo que Sol asumió enseguida que ella también tenía algo que contar sobre él.
“La cuestión es que, cuando empiezo a pensar, entro en una especie de tristeza profunda no habitual en mí. Volvía de trabajar y me tenía que acostar, no me podía levantar. No entendía, no podía hablar”, cuenta a Infobae Sol Fantin, que ahora tiene 39 años. “Hasta que bueno, con la ayuda de mis seres queridos, sobre todo de mis amigas, me empiezo a dar cuenta de que había algunas cosas que me habían sucedido en la adolescencia que no le había contado jamás a nadie”.
No hablaba del hombre de Tilcara sino de otro: un adulto que había sido su maestro espiritual durante todos los años en los que ella y su familia habían estado cooptados en una especie de fundación pero “con características de secta religiosa o espiritual”, explica. Pensando en aquello de Tilcara Sol había tirado de la maleza y había empezado a desenterrar su historia.
A muchos les había contado que había tenido “una relación tortuosa” con ese hombre, una especie de novio - “entre muchas comillas”- que le había mentido y maltratado desde sus 17, 18 años.
“Lo que yo nunca había contado era que el vínculo había empezado mucho antes: yo había visto a esta persona por primera vez cuando tenía 13 años. Era, para nosotros, una poderosísima autoridad espiritual. De hecho yo había participado de retiros en los que él era el único director designado para darnos enseñanzas espirituales. Este hombre había entrado en contacto conmigo a los 14; a los 15, me pasa a buscar por el colegio, me alcoholiza, me droga y abusa sexualmente de mí mientras me dice las mentiras que tengo que contar en mi casa”.
Mientras Sol le relataba esto a sus amigas por primera vez, se le caían las lágrimas. Sus amigas estaban azoradas, claro, pero también ella: “Yo entré en un estado de mucho asombro. Pensaba ‘¿cómo puede ser que, 20 años después, alguien como yo, a quien no le han faltado las palabras, acabe de entender que fui violada por este hombre reiteradas veces?’”, se preguntó.
Fue en marzo de 2020, apenas comenzó el silencio obligado de la primera cuarentena, que Sol abrió un archivo de word y escribió durante tres horas:
(...) Finalmente, estoy en condiciones de romper el silencio que se me impuso y contar esta historia, la historia de lo que viví, reinscribiendo en el flujo del mundo el tesoro de mi memoria, dolorosa memoria, para que alumbre lo que haga falta alumbrar y repare los tejidos que haga falta reparar. No solo los míos. Ya aprendimos que lo íntimo es también colectivo, que lo personal es político. Lo aprendimos saliendo del laberinto del único modo posible, que no es por arriba porque no podemos volar, sino al revés: cavando hacia adentro, tramando una red de túneles, descubriendo una raíz subterránea y común (...)”.
Ese es comienzo de lo que hoy es “Si no fueras tan niña” (Paidós), el libro en el que entretejió sus recuerdos con notas más teóricas, la forma en la que pudo, por ejemplo, unir sus memorias con el concepto de “abuso sexual agravado con acceso carnal” tipificado en el Código Penal. Una forma de intervenir desde esta mujer que es hoy: la forma, quizás, de no volver a dejar sola en esa habitación con ese hombre a la adolescente que fue.
Crecer entre barrotes invisibles
Se suponía que el lugar al que la familia de Sol llegó cuando ella era una nena de 3 años era una fundación en la que se practicaba yoga y meditación. Pero lo cierto -explica ella ahora, con la distancia que le dio el tiempo- es que era “una institución con características de secta de tipo religioso o espiritual”.
Su familia había llegado ahí a mediados de los 80, después de los horrores de la última dictadura, cuando el yoga no era una práctica tan extendida. Nadie les había puesto un arma en la cabeza para quedarse, sino que fue un trabajo fino: primero les pidieron que cursaran unas clases de filosofía oriental, que participaran de charlas, conferencias, de prácticas de meditación.
“Tomaban las partes más dolidas de las personas para someterlas, porque el discurso era, por ejemplo, que ‘todo lo malo que pasa, pasa por algo’, que ‘Dios siempre tiene un objetivo’. Dios podía ser “la energía, el bien, el ser: esa era la forma de cooptar a personas que venían desengañadas de las religiones oficiales”.
Después los invitaron a “hacer servicio”, es decir, a aportar con trabajo al crecimiento del lugar para que más personas pudieran beneficiarse. “De a poco ibas quedando aislado del mundo, porque salías del trabajo o de la escuela e ibas, no había tiempo para amigos ni para familia”, sigue Sol.
Puertas adentro estaba “la escuela”, afuera lo que ellos llamaban “el mundo”: “Un territorio de lo prohibido, de lo peligroso, donde uno se pierde de Dios, del amor y del camino”, describe. “Así se seguía generando el aislamiento, porque lo que nos decían era que leer el diario o mirar televisión era algo ‘mundano’, algo que producía ruido mental, pensamientos bajos. Tenías que leer enseñanzas espirituales, no el diario, ni desarrollar ningún pensamiento crítico”.
“Para avanzar en el camino había que servir a la Humanidad. No había que pensar tanto: poco a poco, la mente se convertía en el peor de los enemigos, contra cuyas trampas había que estar alerta”, escribió en el libro.
Según su relato, había varias lógicas. Una de ellas era que “si uno obedecía lo que decía el maestro espiritual, aunque no lo entendiera, iba a ir por el camino de la felicidad y del amor y en algún momento Dios te iba a amparar”. El hombre a quien Sol denunció penalmente antes de la publicación del libro por haber abusado sexualmente de ella en la adolescencia era, precisamente, su maestro espiritual.
Ese hombre -detalla en el texto- empezó a aparecerse sin aviso en la puerta de la escuela a la que iba Sol, algo que a ella - “con la horrorosa antieducación sentimental con que se alecciona a las niñas, y en mi caso, también espiritual”, escribió- la hacía sentir especial: la elegida.
Ahora que es adulta sabe que él “entendía la gravedad del delito que estaba por cometer”, de hecho uno de los poemas que su abusador le escribió -y que ella adaptó para el título del libro- arranca así: “Si Sol no fuera tan niña….”. Estaba claro, interpreta ella, que él sabía que por su edad y por el rol de poder que ocupaba, no debía hacer lo que luego hizo.
Lo que Sol entendió -y así lo escribió- es “que yo no era una mujer pero que él igual me aceptaba y me amaba, ese era su sacrificio, y por lo tanto el mío era dejarme hacer esto, para recibir el amor de este hombre, el amor del maestro”.
En otra parte del poema “se refiere a sí mismo como un gigante egoísta, el personaje comeniñas de los cuentos de hadas”, escribió ella. El sabía de quién esconderse, cómo manipularla: “Un error de cálculo podía llevarlo a la cárcel y, aunque todavía me cueste creerlo algunas veces, sobran los indicios para suponer que él lo tenía más claro que nadie. Yo era su presa. Considerar esto me llevó décadas”.
A Sol le habían enseñado que “una relación de entrega con el maestro era la vía de acceso hacia esa realización espiritual que se prometía”, por lo que ella, encima, se sintió halagada. “La obediencia a las autoridades estaba vista como ‘entrega’, una forma de subordinación temiblemente romantizada”, piensa.
“Le digo que no puedo contarle a mi mamá porque va a pensar mal, no va a tener idea de lo puro que es todo entre nosotros, de lo elevadas que son nuestras conversaciones”, escribió Sol. Su forma de instalar sobre ella el mandato de silencio y clandestinidad fue decirle que no debía jactarse de estar con él, es decir, no exponer su relación con el maestro como un trofeo.
“La verdad es que fue anulando mi voluntad con prácticas que se homologan a la tortura”, cuenta ahora a Infobae. Se ocupaba -sigue- de no dejarle marcas físicas y de señalarle que ella tampoco debía hacerlo, por ejemplo, cuando, “en la desesperación yo misma me apretaba la cara con las manos y me quedaban marcadas mis uñas”.
Algunas compañeras del Colegio Nacional de Buenos Aires notaron la manipulación y la violencia que ese hombre mayor ejercía sobre esa adolescente, por ejemplo “cuando me prohibió hacer el viaje de estudios a Grecia que hicieron todos mis compañeros”. Sin embargo, no supieron qué hacer, porque la familia de Sol también estaba bajo las mismas redes.
Sol, que había llegado a ese lugar a los 3 años, empezó a salir recién a los 21, después de que alguien le contara que ese maestro en el que confiaba ciegamente le mentía en la cara. “Algo se rompió ahí, por suerte, porque era como un Dios para mí, soportaba cualquier cosa”. La manipulación había sido tan profunda que a Sol le llevó varios años más poder salir de ese lugar para no volver.
“Me había costado muchísimo sobrevivir, había pasado momentos de muchísimo riesgo, había salido con una anorexia galopante, el asco hacia mi propio cuerpo había llegado a ser insoportable. Había salido en un estado de aislamiento muy preocupante”, relata.
En el libro encuentra una forma de mostrar ese aislamiento, porque cuenta cómo una chica egresada del Nacional de Buenos Aires y con el CBC recién terminado atravesó diciembre de 2001 en plena Buenos Aires sin enterarse de lo que estaba pasando, sin entender el por qué de las barricadas y fogatas en plena calle. “No había tenido una adolescencia como el resto, nunca había escuchado a una banda, no sabía ni qué ropa ponerme”.
Hasta ese día en que leyó la noticia de Tilcara y tiró de ese hilo, habían pasado dos décadas de silencio. La omisión había sido para sobrevivir, por lo difícil que es ponerle nombre a los abusos disfrazados de noviazgos, “también porque él había logrado convencerme de que yo había sido una adolescente enamoradiza y descontrolada. Pero eso no es cierto”.
Leer la ley le permitió a Sol entender que no sólo jamás habían estado en igualdad de condiciones. “Hay gente que piensa ‘pero estaban juntos, se amaban’. Bueno, la ley no dice en ningún lugar la palabra amor. No dice ‘si usted ama a la adolescente que va a violar, violela tranquilo’. Lo que sí dice es que el hecho de ganarse el amor de la víctima aprovechando los vínculos de confianza es incluso un agravante”.
Hablar, escribir, alumbrar también le permitieron ir reparando la herida. Los terrores con los que Sol se había acostumbrado a vivir, desaparecieron. También el miedo excesivo a andar por la calle. Logró poner límites en sus relaciones, reconocer sus deseos propios.
“Cuando me di cuenta de que lo peor ya me había pasado, que pude volver a pensarlo y hacer algo con eso, mi vida se volvió mucho más feliz, liviana”, se despide. “Hacer algo con eso”, es lo que espera del libro: que sea, para alguna persona, el hilo del que poder tirar para desenterrar los huesos de su historia.
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