
El 20 de marzo de 1815 Napoleón llegó a París después de haber desafiado al destino, huyendo de la Isla de Elba para recuperar el trono que había perdido en las estepas rusas.
Solo, recorrió Francia enfrentando a los batallones que salían a su encuentro con la intención de capturarlo, pero caían vencidos por sus palabras.
Luis XVIII mandó al mariscal Ney a detener a Napoleón y éste prometió traerlo en una jaula de hierro, pero al momento de enfrentar a su antiguo jefe, Ney, “el bravo entre los bravos”, quedó desarmado ante el temple de Bonaparte y se sumó a la causa. Napoleón llegó a exponerse ante los soldados instando a que le dispararan si se atrevían a matar a su emperador. Nadie se atrevió y en menos de un mes llegó a París .
Los Cien Días de Napoleón son, en parte, responsables de la suerte de una ex colonia española, porque en esos días Belgrano, Rivadavia y Sarratea tenían virtualmente convencido al ex rey Carlos IV de entregar a uno de sus hijos para ser consagrado como monarca del Río de la Plata.
Carlos y María Luisa (su esposa) ya estaban pensando en la pensión vitalicia otorgada por sus súbditos del ex virreinato del Río de la Plata que aliviaría sus estrecheces económicas, cuando se enteraron que este “monstruo” había vuelto. Estremecidos por el pánico de tener que vérselas una vez más con Bonaparte, no quisieron firmar el acuerdo y Belgrano volvió a Buenos Aires con las manos vacías, pero con un relato pormenorizado de la situación política europea que expuso ante los miembros del congreso reunido en Tucumán.
También lo llamaron monstruo algunos periódicos de París, recordando los problemas que había ocasionado en el pasado (y obviando sus glorias).
Curiosamente, los periódicos fueron bajando el tono de sus críticas y el tenor de sus calificativos peyorativos a medida que Napoleón se acercaba a París.

De “monstruo y bestia, desalmada” pasó a ser “la gloriosa excelencia que viene a salvar a Francia de su decadencia”. Esa fue la clave de su éxito, los franceses añoraban los días de gloria del Imperio.
La misma noche que entró a París, sin disparar ni un tiro, aclamado por el ejército y la población como el nuevo salvador de la patria, convocó a sus antiguos ministros para poner en marcha a la nación.
Entre los convocados estaba su antiguo canciller, el príncipe y obispo Charles Maurice Talleyrand de Périgord, a quien Napoleón llamaba “mierda en una media de seda” pero del que apreciaba su manejo de las relaciones exteriores. Sin embargo, el hábil Talleyrand, no aceptó el cargo esperando el resultado de la batalla que terminó con estos cien días.
El otro convocado era el siniestro Joseph Fouché, el jefe de policía y del servicio secreto que tenía la virtud de saber todo lo que pasaba o se urdía a su alrededor gracias a su red de espías que eran a su vez espiados por otros agentes para evitar renuncias y dobleces.
Con ellos debía poner en marcha a la poderosa máquina bélica que había creado para hackear una vez más a una Europa horrorizada por el retorno del Gran Corso. Inglaterra, los principados alemanes, Austria, Rusia y algunas tropas francesas reclutadas por el duque de Angulema, se aprestaron a detener al emperador quien se decidió a modificar la estructura política de la monarquía con una nueva constitución conocida como “La Benjamina” para asumir un papel de monarca constitucional. Era solo una fachada. Durante su exilio admitió que en caso de haber sido el vencedor, lo primero que hubiese hecho es disolver las dos cámaras legislativas que había creado.
Desde fines de marzo, las demás naciones europeas habían concretado una alianza y se comprometían a juntar 150.000 hombres a fin de derrotar a Napoleón.
La única posibilidad que tenía Bonaparte de hacer fracasar esta alianza era evitando que estas fuerzas se uniesen. Enterado que los ingleses se concentraban en Bélgica, sin tomar contacto aún con las tropas prusianas, Bonaparte abandonó París en los primeros días de junio hacia un apacible pueblito a 20 Km de Bruselas, llamado Waterloo...
Lo demás es historia conocida.
Los Cien Días fue una frase acuñada por el Conde de Chabrol para recibir a Luis XVIII después de la caída de Bonaparte. La expresión adquirió un significado político cuando la reprodujo Franklin D. Roosevelt al asumir la presidencia de Estados Unidos durante uno de los periodos más álgidos de la historia norteamericana, la Gran Depresión. Esta crisis pudo ser sorteada por su propuesta del New Deal, concretada en ese periodo de cien días críticos cuando las voluntades políticas aún estaban dominadas por la esperanza.
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