El Banco de la Provincia de Buenos Aires festejó en enero sus dos siglos de existencia, dando inicio a un año jubilar. Más allá del anuncio de concursos literarios y artísticos, y de una muestra de objetos y mobiliario en Mar del Plata, de suyo iniciativas bienvenidas, pareciera que semejante efemérides reclama un programa conmemorativo de categórica densidad historiográfica, que permita interpelar críticamente esos orígenes, en aquel año 1822 ambientalmente “rivadaviano”, cuando el perfilamiento de la institución lucía tan diferente de la evolución que prontamente adquirió.
El discurso conmemorativo oficial ha puesto el acento, previsiblemente, en la condición actual de banca pública de la entidad, soslayando ese hecho, que podría sonar incómodo a los oídos complacidos en la apología del estatismo como motor excluyente del bienestar general, de que nació como un banco privado y que su capital inicial fue integrado por accionistas argentinos y extranjeros, mayormente ingleses entre los últimos. Pero el pasado es irreversible y, aún desapegado de cualquier empatía, no debería incomodar a nadie, cuando se lo pondera objetivamente y en la debida perspectiva epocal. Por otra parte, no parece razonable negarle a priori a los emprendedores privados de hace doscientos años, una genuina inclinación por el interés común y el progreso del país en incipiente gestación.
Es oportuno evocar algunos antecedentes que, en su momento, historiadores rigurosos como Alberto de Paula, funcionario de la institución durante casi medio siglo y, sin duda, su cronista mayor, junto a Noemí Girbal-Blacha y a otros investigadores (Nicolás Casarino, entre los clásicos) y agentes del establecimiento, pusieron de relieve y difundieron.
Hablar del origen del Banco de la Provincia de Buenos Aires es casi lo mismo que hablar del nacimiento de las instituciones patrias, porque su creación fue, en alguna medida, una secuencia necesaria del programa revolucionario de Mayo de 1810, verificada en ese momento preciso de consolidación de las ideas liberales y anglófilas que puede resumirse en el ascenso político de la figura de Bernardino Rivadavia.
Vayamos atrás en el tiempo y en el mapa. Podría decirse, para empezar, que la evolución monetaria occidental alcanzó su punto de mayor innovación cuando, a fines del siglo XVII el Banco de Inglaterra emitió los primeros billetes convertibles, y luego, a comienzos del siglo XVIII, cuando en Francia se decretó el curso forzoso de los billetes emitidos por el banco ideado por John Law o Banco General Privado (luego Banque Royale).
El teórico escocés Adam Smith, en su obra vertebral que fue La riqueza de las naciones, defendía la sustitución del oro y la plata por valores representados en papel, dando preeminencia a los billetes emitidos por los bancos y los banqueros.
Tarde o temprano, estas ideas iban a llegar a España y a sus dominios de ultramar, porque en la metrópolis se debatían con efervescencia los principios de esta ciencia nueva que era la economía política. Manuel Belgrano, estudiante en Salamanca, fue testigo y partícipe de aquel debate. Al regresar a Buenos Aires, munido de lecturas actualizadas, fue nombrado secretario del Real Consulado, que era la institución que regía en materia de comercio e industria en el Virreinato.
Por otra parte, el agotamiento del yacimiento argentífero del Potosí provocó la escasez de la moneda metálica, tanto en Lima como en el Río de la Plata, la cual debió ser reemplazada por otros medios de pago, como aquellos pequeños discos de plata marcados por sus emisores, fueran almacenes, panaderías o tiendas.
Además, la guerra de la emancipación, a la vez que exigía ingentes esfuerzos financieros para costear los gastos militares, generó una importante salida de capitales de extranjeros, desde el puerto del Callao. La estrechez de recursos era acuciante. Los costos de la guerra eran solventados por el gobierno a través de empréstitos garantizados con promesas de pago que asumían la formalidad de letras de la Tesorería o pagarés.
Los artífices de la Revolución de Mayo habían adoptado las teorías monetarias en boga, que favorecían el hipotético crédito bancario como dínamo de la industria y el comercio. En 1811, el Triunvirato solicitaba al Consulado la convocatoria a un grupo de capitalistas locales y extranjeros para constituir una compañía de seguros marítimos y un banco de descuentos.
En 1818 fue creada la Caja Nacional de Fondos de Sud América, que estaba bien lejos de ser un banco, porque no otorgaba créditos, ni recibía depósitos, ni hacía giros, ni descontaba letras de cambio. Más bien era, como señaló De Paula, un empréstito sui generis para sostener una economía, literalmente, “de guerra”. Duró hasta 1821.
Lo cierto es que el peso financiero del esfuerzo bélico independentista fue soportado por Buenos Aires, sin apoyos externos de importancia ni retribución de aquellos otros estados americanos que emancipó. Vale decir, una hermandad continental bien declamada pero poco y nada solidaria, a la hora de pagar las cuentas.
Como expresó el cónsul británico Woodbine Parish, fue en verdad “asombroso” que la Provincia no haya sucumbido a esos quebrantos. Un concepto que bien podría retirarse para otros períodos de la historia bonaerense, signados, ya no por la guerra, sino por el déficit provocado por las malas administraciones.
En mayo de 1821 el profesor inglés Santiago Wilde (que era vocal de la Comisión de Hacienda creada por la Sala de Representantes) propuso la creación de un banco con capital de un millón de pesos que debían suscribir los comerciantes, los capitalistas y los propietarios de bienes raíces. La institución tendría la potestad de emitir papel moneda y ponerlo en circulación, así como la de otorgar créditos para el fomento de la industria y el comercio, y operar en el ramo de los seguros. En noviembre del mismo año fue creado el Sistema de Crédito Público y Amortización.
Como se puede apreciar, se daban los pasos previos para la aparición de una entidad bancaria de relevancia, en tanto el ambiente ideológico iba madurando para ello. Se pensaba en un modelo de banca con participación privada y un fuerte apoyo político de parte de la Provincia.
Con estas premisas, el doctor Manuel José García (hijo del preclaro coronel Pedro Andrés García, nuestro primer cartógrafo patrio), que era ministro de Hacienda del gobernador Martín Rodríguez, reunió a los potenciales inversores en una junta celebrada el 15 de enero de 1822 en dependencias de la casa consular, situada en la calle San Martín nº 137 (una marca topográfica fundacional que el Banco recuperó y conservó luego, aunque cambiando dos veces la arquitectura del edificio, hasta nuestros días).
En aquella primera asamblea se decidió la creación de un “banco de giro” (en vez de una “caja de descuentos”) cuyo capital fuera suscrito por accionistas privados. El dato es, insisto, relevante desde el punto de vista de la historia, porque, en general, el relato “estatista” suele omitirlo con escrúpulos retrospectivos. Nació como una sociedad anónima de capitales privados.
Allí estuvieron presentes los fundadores, presididos por el ministro García, quienes designaron una comisión redactora de sus cartas estatutarias, integrada por Pablo Lázaro de Berutti, Diego Brittain, Féliz Castro, Juan José de Anchorena, Guillermo Cartwright, Juan Fernandez Molina, Sebastián Lezica, Roberto Montgomery, Miguel de Riglos y Juan Pedro de Aguirre.
A la segunda asamblea, celebrada casi un mes después, el 23 de febrero, en el mismo edificio, se añadieron Juan Alsina, Nicolás de Anchorena, José Julián Arriola, Juan Bayley, Francisco Beltrán, Marcelino Carranza, José María Coronel, Braulio Costa, Guillermo Hardist, Juan Harrat, Juan Miller, Guillermo Orr, Guillermo Parish Robertson, Marcelino Rodríguez, José María Roxas y Patrón (que, además de comerciante con amplia experiencia en el Brasil era médico), Francisco Santa Coloma y José Thwaites. Eran, por así decirlo, lo más granado del comercio bonaerense, alternando a empresarios argentinos con británicos. En aquella reunión se discutió un proyecto de estatuto que publicaron El Argos y La Abeja Argentina.
Con ambas asambleas (fundacional la primera, y dadora de contenido jurídico estatutario la segunda) puede decirse que quedaba creado el Banco de Buenos Aires, a cuyas bases adhirieron de inmediato otros inversores. De ellos, la tercera parte eran británicos, pero también participaron los alemanes Carlos Harton, Juan Zimmermann y Luis Vernet (años después, el primer gobernador argentino de las Islas Malvinas), el norteamericano Diego Robinet, el italiano Domingo Gallino, el griego Juan Comonos y la firma francesa de Roquin Meyer Mores & Compañía. Casi un mosaico de nacionalidades extranjeras que prosperaban en el comercio rioplatense y que ya expresaban una temprana diversidad de migrantes. Recordemos que desde comienzos de 1821, los extranjeros de rito protestante disponían hasta de un cementerio propio en la manzana de la iglesia del Socorro. Provenían principalmente de Gran Bretaña, de algunos enclaves alemanes como Prusia y Hanover, o como Bremen y Hamburgo, y de los Estados Unidos de Norteamérica. Al comienzo, era frecuente que los criollos confundieran a los alemanes y a los norteamericanos con los ingleses, especialmente en los lugares portuarios.
El viajero autor de la crónica testimonial Cinco años en Buenos Aires pudo hacer notar en aquellos años “la multitud de ingleses dedicados a la venta al por menor: en la calle de La Piedad tienen numerosas tiendas en las que se vende toda suerte de artículos. Al frente de los negocios es frecuente ver inscripciones tales como: zapatero inglés, sastre, carpintero, relojero etc. La cantidad de súbditos británicos dispersos en el país que se dedican a la curtiembre, a la agricultura y a otras tareas, es más numerosa de lo que podría creerse…”
Se estima que hacia 1822 los súbditos británicos que vivían en Buenos Aires llegaban a 3.500, en tanto los alemanes no pasarían de 600 residentes. Muchos ingleses se habían casado con criollas y, como dijo el citado cronista viajero, “por lo que veo no se han arrepentido…”
Siguiendo nuestro relato de la fundación del Banco, habiendo casi llegado la suscripción de acciones al número estatutario de 300, era el momento de dotar a la corporación de un órgano de gobierno colegiado o directorio, para lo cual se celebró una tercera asamblea, el 18 de marzo de 1822 (vale decir, hace doscientos años en estos mismos días). Por mayoría de votos resultaron electos los nueve accionistas siguientes: Juan Pedro de Aguirre, Juan José de Anchorena, Diego Brittain (gran parte de sus tierras dieron origen a La Boca), Guillermo Cartwright, Félix Castro, Juan Fernandez Molina, Sebastián Lezica, Roberto Montgomery y Miguel de Riglos. Se les dio poder para comenzar las operaciones de inmediato, sin necesidad de llegar al número exacto de trescientas acciones.
El 20 de marzo de 1822 tuvo lugar la primera reunión o “junta” de directores, quienes eligieron como presidente a Cartwright y como secretario a Lezica. Sin embargo, los titulares de los cargos no los aceptaron definitivamente y luego, en julio, fueron designados, respectivamente, Juan Pedro de Aguirre y Sebastián Lezica. Aguirre presidió el Banco hasta 1824 y renunció en circunstancias conflictivas que explicaremos enseguida.
También en julio de 1822 fueron designados los primeros empleados que asumieron sus funciones en agosto: Enrique Thiessen, Guillermo Robinson, Pedro Berro, Pablo Lázaro de Berutti y el portero Nicolás Uriarte. Como señaló Alberto de Paula, la selección de esta primera dotación de personal no debió ser fácil, por cuanto no existían antecedentes de una casa bancaria en nuestro suelo.
El Banco obtuvo desde su origen numerosos privilegios: la ley del 26 de junio de 1822 le concedió la “gracia” de que por veinte años no podría crearse una institución similar en la Provincia junto a otras ventajas fiscales y exclusividades, como los depósitos judiciales.
Durante el debate de la ley se habían hecho presentes en el recinto de la Sala de Representantes los ministros García y Rivadavia, quienes defendieron con enfáticos argumentos la concesión de los privilegios, que a su vez eran objetados por algunos legisladores del bloque federal, como Manuel Moreno y Juan José Paso. Es interesante el argumento de Paso (el antiguo secretario de la Junta de Mayo), de que la prohibición por veinte años de instalar otro banco, impedía crear una institución de crédito análoga, pero apoyada por el sector de los artesanos, por ejemplo, que vendrían a equivaler a las actuales “pymes”. A su vez, Moreno defendió la competencia como un elemento virtuoso del mercado, a lo cual García respondió con un elogio de la exclusividad, basándose en el ejemplo del Banco de Londres. Evidentemente, los modelos británicos ejercían su poderosa influencia sobre un ministro que la historia demostraría como muy sensible a tal influjo.
El debate terminó con la fórmula de compromiso ideada por el diputado Julián Segundo de Agüero, de utilizar el concepto de “gracia” en cuanto al impedimento de existencia de un competidor durante veinte años. Sin embargo, tres años más tarde, como señaló De Paula, los mismos Rivadavia y García forzarían el empeño de nacionalización de la entidad. Curiosamente, esta progresiva injerencia estatal que parecía disgustar por igual a los accionistas nacionales como a los extranjeros, devino en la salida de los tenedores argentinos, en tanto permanecieron los británicos quienes llegaron a comprar acciones de sus colegas salientes. Incluso un director electo como presidente en 1824 (Juan Pablo Sáenz Valiente) se negó a asumir el cargo y renunció a su sillón, en la creencia de que, como dijo, “en el Banco los extranjeros ejercen una influencia perniciosa al país, a cuyo abuso él no quería contribuir…” Poco después renunciaron también Mariano Sarratea, José María Roxas y Patrón y Miguel de Riglos. Comenzaba, pues, una crisis interna que derivaría, además, en la renuncia del mismo presidente Aguirre.
Una explicación de estas tensiones donde aflora un sentido del “interés nacional” podría hallarse en el hecho de que el gobierno no planeaba destinar los fondos del empréstito contraído en Inglaterra para las perentorias obras públicas (que había sido el argumento sustantivo al momento de obtener la aprobación de la operación), sino para abrir saldos en Londres a favor del comercio exterior de Buenos Aires, aumentando así las importaciones y la recaudación aduanera.
Pero volvamos a 1822: si algo le faltaba a la flamante institución era disponer de una sede propia. Para ello el directorio solicitó al Gobierno la ocupación de las llamadas Casas de Temporalidades, ubicadas en la Manzana de las Luces y construidas sobre la vieja huerta del colegio de los Padres Jesuitas de San Ignacio. Eran edificios de una enorme solidez, como lo prueba la permanencia en pie de sus locales en Perú 272 y 294. De modo que antes de finalizar el año 1822, y tras algunas refacciones, el Banco pasó a ocupar aquellos espacios, compartiendo el ingreso con la Sala de Representantes. Escritorios y sillas de pino y una mesa grande de caoba para el directorio fueron el primer mobiliario, al cual se sumaron cajas de hierro para los caudales, mostradores y estanterías. Los clientes irían llegando poco a poco.
Así daba inicio la biografía del primer banco argentino y el más antiguo de Hispanoamérica, precursor del crédito y de la moneda (imprimió el primer billete nacional), según reza con acierto un conocido slogan institucional. Un par de años más tarde, en 1824, la entidad pasaría a ejercer la administración de aquel polémico empréstito contraído con la Casa Baring Brothers de Londres, que no llegó en metálico efectivo sino en letras de cambio, y que muchos señalan como el principio del endeudamiento externo argentino. Pero de éste y de otros capítulos de la historia del Banco de la Provincia e Buenos Aires podremos seguir hablando durante todo este año jubilar.
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