En un fragmento del capítulo 5 del libro “La casa de la calle 30. Una historia de Chicha Mariani”, el periodista Laureano Barrera escribe:
—Me caso.
Lo dijo una noche como las demás, en mayo de 1972, sin preludios. Chicha y Pepe se quedaron mudos. Daniel, que acababa de graduarse, terminó de detallarles el plan: había aceptado un trabajo en el Consejo Federal de Inversiones (CFI) que le ofrecía un exprofesor, y viajaba en tres semanas a una beca en Santiago de Chile para un curso de planificación regional organizado por la Comisión Económica para América Latina (CEPAL). Antes de partir, se casaba con Diana. La luna de miel sería en la República Socialista de Chile de Salvador Allende.
—Fue todo tan rápido que ni siquiera me acuerdo de si brindamos —dice Chicha cuando rememora el viaje que sería, acaso, el comienzo del final.
En la casa de la prometida, la noticia tampoco causó euforia.
Más bien lo contrario. Diana tenía que renunciar a los votos de la fe bautista asumidos a los 13 años y rebautizarse en la grey católica.
El padre de Diana, Mario, nunca había sido practicante, pero sintió esa abdicación como un desprecio a los valores que ellos le habían inculcado. Y supuso que era el novio quien la arrastraba. Por eso no asistió al bautismo católico de su hija. Mucho tiempo después, Bernardo y Daniel Teruggi, los hermanos de Diana, tejen hipótesis sobre aquella boda.
—Nadie en casa entendió la necesidad de casarse por iglesia teniendo en cuenta que ninguno de los dos tenía una historia religiosa. Yo siempre pensé que era más un efecto cobertura. De mostrarse como un matrimonio respetable —aventura Daniel Teruggi desde París—. Fueron a hablar con mi padre para explicarle. No recuerdo si hubo una discusión, pero sí que el argumento había sido muy confuso.
Bernardo Teruggi, el menor de los cuatro, habla de su hermana una mañana de sofocante calor. Mientras prepara el mate atiende llamados para ultimar detalles de presentaciones: con 55 años, es director de la Camerata Académica del Teatro Argentino. Condujo más de veinte orquestas sinfónicas del Río de la Plata. Le llevó mucho tiempo y muchas terapias distintas hacer el duelo por Diana, dice. Se para y camina hasta la biblioteca de pared. Saca el libro “Peronismo. Filosofía política de una obstinación argentina”, de José Pablo Feinmann.
—Yo descubrí varias cosas de mi hermana en este libro —dice, mientras sostiene el volumen en la mano—. Una de las cosas que dice es que los cuadros montoneros eran verticalistas. El montonero tenía que cumplir ciertas normas. Entre ellas, estar casado por iglesia. Por eso se casó en la iglesia del Valle.
Sin embargo, ese 14 de junio de 1972, que amaneció muy frío y descargó a media mañana una lluvia espantosa, Diana y Daniel todavía no tenían contacto con las organizaciones guerrilleras. El novio se levantó temprano, como siempre, desayunó y se puso un traje oscuro ceñido, chaleco Bremer, una camisa blanca con una corbata a tono y los mocasines de puntera fina: un vestuario no muy diferente al que usaba para ir a la facultad. Diana no se casó de blanco ni con un vestido de cola larga y volados de princesa que sí llevaban las prometidas que solían ir a ver con Bernardo años antes, cuando escuchaban la marcha nupcial en el viejo órgano de la iglesia del Sagrado Corazón. ¡Una novia, una novia!, gritaba su hermanito cuando escuchaba los primeros acordes del «Ave María» desde la galería del patio. Diana dejaba en suspenso lo que estaba haciendo, lo agarraba de la mano, y corrían la cuadra y media que separaba su casa del templo para presenciar las bodas de novios ignotos. Bernardo miraba con fascinación aquellas hadas blancas y quedaba hechizado con la sonoridad del piano. Eran los tiempos de la adolescencia, en los que Diana todavía soñaba con ser la heroína de los cuentos juveniles que leía, la destinataria de «Eu Te Darei o Céu», de Roberto Carlos, o de las canciones de Joan Manuel Serrat que escuchaban en el viejo tocadiscos Winco con su hermana Lili. Desde esas tardes de los años sesenta hasta la de su boda, el tiempo había transcurrido dejando marcas, y las cosas que le importaban habían hecho su viraje. Tenía 21 años, estaba por viajar cuatro meses a un país con una revolución en marcha, y ya no había tiempo para frivolidades. Por eso, ese día eligió vestirse con un saquito blazer azul, sencillo, la pollera tubo hasta las rodillas del mismo color, zapatos negros con poco taco y un pañuelo blanco con un nudo al cuello, a la manera de los niños exploradores. Llevaba su pelo suelto por debajo de los hombros, con ondulaciones naturales: la planchita, que había sido imprescindible tantos fines de semana de su adolescencia, también había quedado atrás.
La ceremonia religiosa fue en la parroquia Nuestra Señora del Valle, presidida por los curas José María Montes y Juan Carlos Ruta. Fue espontánea y poco usual, porque los novios ayudaron en la liturgia. Después, en medio de la tormenta, las dos familias acompañaron en caravana a los recién casados al aeropuerto donde abordaron el vuelo a Santiago de Chile. Esa noche, cuando cerró la puerta de su casa, Chicha se sintió absolutamente sola. Su hijo y su nuera pasarían los próximos cuatro meses al otro lado de los Andes, y Pepe estaba enfocado en la inminente gira con el cuarteto de cuerdas por Perú, Ecuador, Colombia, Panamá, Honduras, México y Nueva York. Se pasaba el día entero encerrado en el altillo, ensayando por las mañanas y escuchando grabaciones y descifrando partituras a la tarde. Chicha canalizaba sus energías en la única responsabilidad que le quedaba: las clases del Liceo”.
El retrato personal e íntimo de María Isabel Chorobik de Mariani, Chicha, fundadora y segunda presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, fallecida en 2018, es la novedad de la colección de Mirada Crónica a cargo de Leila Guerriero, editada por Tusquets, y que este medio adelanta en exclusiva. El libro de Laureano Barrera arranca en noviembre de 1976, con el episodio de un cumpleaños de Chicha, y termina más de cuarenta años después, con su muerte. En el centro, uno de los acontecimientos más siniestros de la dictadura militar. El 24 de noviembre de 1976 un grupo de tareas atacó la casa de la ciudad de La Plata donde vivían su hijo Daniel Mariani, su nuera Diana Teruggi, ambos militantes de Montoneros, y la hija de ambos, una beba de tres meses llamada Clara Anahí. Diana murió en el ataque, la beba fue secuestrada y Daniel, asesinado menos de un año después. Esa búsqueda, la de su nieta Clara Anahí, fue el punto de inflexión que convirtió a Chicha Mariani en “una mujer común y silvestre que empezó a transitar una vida extraordinaria”, según Barrera.
A partir de 2014, y con más de 40 horas de entrevista, Laureano Barrera visitó a Chicha en su casa cada quince o veinte días, con la idea de escribir un texto largo sobre su infancia en Mendoza. Ella aprovechó a ordenar sus recuerdos y desde allí la misión de máxima se modificó en un repaso de su vida. Entre charla y charla el autor constató, con asombro, que sus genealogías -la de la fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo y la suya- se cruzaban un siglo atrás. “Nuestros antepasados en común eran un formidable punto de partida para el relato, pero no podían ser el límite. Recién entonces el impulso original cobró la forma de un libro”, dice Barrera.
Así, por caso, el periodista volvió hacia aquellos acontecimientos tantas veces contados, no tan distintos al de otras madres y abuelas que perdieron hijos y nietos durante la última dictadura militar. Como en la emblemática casa de los conejos que representara magistralmente Laura Alcoba en su novela, aquella que motivó uno de los operativos más sanguinarios comandados por el jefe de la fuerza policial, Ramón Camps, y su mano derecha, Miguel Osvaldo Etchecolatz, con más de 100 efectivos y una balacera que aturdió a una ciudad. En la casa de calle 30 de La Plata, en efecto, se escondía un tesoro de la militancia: allí se imprimía “Evita Montonera”, la revista oficial de la organización. Daniel Mariani -el hijo de Chicha- y Diana Teruggi -su nuera- estaban en el área de Prensa de Montoneros, y además coordinaban la distribución, haciéndola llegar a la mayor cantidad de compañeros. Como pantalla, el sitio aparentaba ser un criadero de conejos pero era, en verdad, una imprenta clandestina a la que se accedía a través de un sofisticado mecanismo oculto.
Laureano Barrera, en su reporteo, accedió a detalles único para enfocar la historia desde una nueva manera de narrarla. “El amanecer del 24 de noviembre es para Daniel Mariani y su esposa Diana Teruggi como cualquier otro: no hay indicios peligro ni premoniciones que obliguen a alterar la rutina. Se despiertan alrededor de las siete, con el primer llanto de Clara Anahí. Daniel, que siempre fue madrugador, pone el agua en la pava mientras Diana entibia una mamadera de leche en polvo (…) A veces se suma Roberto Porfidio, que desde hace un mes duerme en la habitación del fondo. Ellos lo conocen con el nombre de `Abel´. Abel nació en Necochea, se recibió en La Plata de profesor de Letras y ahora está destrozado. Hace un mes mataron a Mariana Beatriz ´la Negrita´ Quiroga, licenciada en Filosofía y mamá de su beba de diez meses, María Cecilia. Abel deambuló por distintas casas hasta recalar en la habitación de servicio de Diana y Daniel. Además del luto silencioso al que obliga la clandestinidad, tuvo que alejarse de su hija, porque en la casa de la familia Mariani-Teruggi no puede haber dos bebés (…) A esa altura de la mañana, probablemente hayan comprado el diario El Día en el kiosco de la avenida 31 y ya sepan que ´las Fuerzas Conjuntas se tirotearon en Tolosa con sediciosos´ y que se incautó material peligrosos en dos sedes del Poder Obrero. Trabajan en contrainformación y detectan con ojo clínico la reproducción casi textual de los cables que las Fuerzas Armadas remiten a las redacciones. Saben que el asedio es grande”.
Más que una biografía, el de Barrera es un perfil en profundidad de Chicha Mariani, una mirada de largo aliento de una lucha de 42 años en la búsqueda de su nieta, Clara Anahí. De cómo una mujer vio turbada su vida de docente de Historia del Arte del colegio Liceo de la Universidad Nacional de La Plata y, tras la masacre, supo que su nieta estaba viva y comenzó a buscarla frenéticamente, en soledad, con su marido trabajando en el exterior y comunicándose a través de cartas. De cómo Chicha debió abandonar el estilo de vida de una mujer sencilla, que repartía su tiempo entre la docencia y las cenas con amigos, los conciertos, las obras de teatro y las exposiciones de arte en la capital bonaerense, para abocarse de lleno a buscar a su nieta. De cómo empezó con sus averiguaciones incesantes en dependencias policiales, juzgados, iglesias, hospitales, despachos políticos y medios de comunicación. “Con 60 años recién cumplidos, visitaba juzgados y hablaba a diario con abogados, funcionarios y dirigentes de todo el mundo, pero ya casi no iba al teatro ni visitaba a amigos”, escribe Barrera en un tramo del libro.
El trabajo también recorre los comienzos de Abuelas de Plaza de Mayo, el peregrinaje de esas mujeres por organismos internacionales para reunir apoyo y a la vez denunciar el espanto de la dictadura ante los ojos del mundo. Además, rememora la creación del Banco de Datos Genéticos, una de las creaciones más paradigmáticas de Chicha, encargado de obtener y almacenar información para determinar casos de filiación de hijos de desaparecidos. Chicha había leído una nota en un diario, la guardó, luego se encontró con científicos de todas partes del mundo: sin su ardua y persistente convicción, la ciencia no hubiera avanzado.
Junto al repaso de expedientes, cartas personales y diarios de la época, Barrera no esquiva el abordaje sobre contrapuntos en la vida de Chicha, como la aparición de una supuesta Clara Anahí, que luego resultó no ser la nieta buscada; como la compleja y tirante relación con su esposo, el destacado director de orquesta y violinista Enrique José Mariani; o como el distanciamiento con Estela Barnes de Carlotto, que culminó con la renuncia de Chicha a Abuelas a través de una carta pública y tras lo cual, en 1996, fundó la Asociación Anahí.
“La conocí a Chicha en su último tiempo de vida -cuenta Barrera a este medio-. Estaba lúcida, era filosa y a la vez serena, siempre tenía una frase precisa que ponía las cosas en su lugar. Entender quién había sido Chicha y cómo fue su vida cotidiana mientras viajaba por el mundo para encontrar a su nieta, ese fue el desafío de este libro”.
Los miedos de Chicha Mariani, sus rutinas, sus debilidades, contradicciones y fortalezas: no solamente sus logros ni su idealización como ejemplo de vida. “Tal como expreso en el libro, fue una mujer común que hizo cosas extraordinarias. La figura de Chicha es conocida en La Plata pero todavía no ha sido reconocida como se debe, es raro que no se la recuerde en el país cada 24 de marzo más allá de los actos en la casa de la calle 30. Chicha abrió caminos, como la creación del Banco de Datos Genéticos. Intenté colocarla, en su justa dimensión, como una mujer que con su dolor y su valentía torció la historia reciente de este país”.
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