Tenía 16 años y disfrutaba de la adolescencia despreocupada en Villa María, una ciudad de 70.000 habitantes a 140 kilómetros de Córdoba Capital. Con su amigo Nicolás se turnaban para hacer los asados en el club y ya jugaban a incorporarle los secretos gourmet que habían aprendido en sus casas. A Diego Guillén le gustaba pararse al lado de la parrilla del hogar familiar donde su padre, Jorge, bioquímico de profesión igual que su mamá, le enseñaba a “no marear” la carne, cómo hacer un buen fuego con carbón y leña para que tome mejor sabor, los tips para el chimichurri, y el matambre al roquefort que todavía prepara. Pero todo eso, su adolescencia despreocupada y el placer del asado compartido con los íntimos, se hicieron humo literalmente en una noche de julio de 1997.
Veinticuatro años después, Diego lo recuerda así: “Estábamos despidiendo a un primo que iba a viajar al exterior. Mi papá estaba haciendo un asado y mi madre estaba haciendo papas fritas en una de esas freidoras que estaban de moda en esa época, que no cortó el termostato, y prendió fuego el aceite. Todos nos asustamos. Hubo mucho humo en la casa. Mi padre y yo, que era bombero voluntario, sacamos a todos y apagamos el incendio bastante rápido. Pero, cuando estábamos saliendo, él sufrió un infarto. Me volteé para ayudarlo y no pude hacer nada. Esto empezó a las 9 de la noche y a las 11:30 estaba en la sala velatoria con mi papá muerto”.
Esa noche se terminó su adolescencia y se podría haber terminado también su amor por el asado y por los fuegos, pero lo que pasó con el que hoy es uno de los cocineros argentinos con mayor proyección tanto en la Argentina como en el mundo, que llegó a cocinar en el restaurante del inglés Jamie Oliver y para famosos como Jeff Goldblum, Bono, Elton John y Ozzie Osbourn, es una prueba de cómo a veces el destino logra alinearse con nuestros deseos originales si sabemos dar las batallas correctas.
Con su vida y la de su familia partida al medio, Guillén -que no es pariente de los hermanos que también se dedican a la gastronomía, aunque se conocen de los eventos del rubro- se aferró a las certezas de la educación tradicional. Cuando llegó el momento de elegir una carrera universitaria, se instaló en Córdoba como la mayoría de los chicos de su ciudad, y decidió que sería contador. La idea era recibirse y volver al pueblo. En cambio, lo esperaba el mundo. “En el medio de la carrera me di cuenta de que, aunque venía bien, no estaba feliz con lo que hacía -cuenta a Infobae-. Y ahí, mi padrino, que vive en Nueva York, me dice: ‘¿Por qué no te animás a estudiar cocina, si sabés que es lo que siempre te gustó?’. Y me anoté en la escuela de cocina Celia, que depende de la Universidad de Córdoba, ahí decidí que iba a ser cocinero o chef”.
México fue la primera escala de su aventura internacional con la cocina fusión, en donde siempre prevaleció -y aún prevalece- el amor original por las carnes asadas a la llama que con el tiempo perfeccionó con técnicas de los mejores restaurantes del mundo. “En Mérida estudié la cocina maya, me enfoqué en descubrir los orígenes de la gastronomía local y trabajé en muchos lugares con este perfil de parrillero argentino de carne de grill, que es lo que viene en nuestro DNI. Y en el último restaurante que trabajé, era de comida maya y al grill, porque era un steakhouse, donde pude fusionar un poco las dos cosas: las técnicas que venía aprendiendo, y lo nuevo para mí, que era lo que hacían los pueblos mayas en su momento.”
El siguiente paso en su carrera fue más bien un salto. De México al Gran Hyatt de la Estación Central de Nueva York, en la cocina del roomservice, los restaurantes y los eventos de un hotel de 1300 habitaciones. “Fue como empezar a entrar a las grandes ligas. Porque realmente era todo gigante… Si a lo mejor, no sé, en un restaurante pelás 10 kilos de papas, ¡ahí eran 100! Y así era todo, muy grande. Hasta que el chef ejecutivo me dijo que para mi carrera iba a ser mucho mejor volver a Buenos Aires y participar del start-up de la cocina del Park Hyatt”.
Guillén volvió a la Argentina en 2006 para la apertura de lo que entonces era el Hyatt-Duhau. “Abrir un hotel es una gran experiencia para un cocinero -dice-. Sobre todo en un Park Hyatt, que es el tope de gama de la marca, donde los detalles están muy al cuidado de la calidad del producto. Y mirando un poco para atrás, realmente fue una escuela increíble: hoy la mayoría de los que estaban en ese equipo están en posiciones gerenciales en hoteles, restaurantes o en empresas de hospitality”.
Guillén se ocupó entonces del restaurante francés pero, como siempre, le impuso su toque de fusión con la cocina local ”porque no dejaba de ser un hotel en Buenos Aires; incluso teníamos un grill con el que estuve muy metido, trabajando con el ojo de bife, el bife chorizo, o los lomos… pero todo esto con técnica francesa, vinculada a la alta cocina porque el restaurante tenía ese perfil”. En el Park Hyatt también fue chef de quesos y de panadería: ”Increíble desde el punto de vista de los horarios, porque entraba a la una de la mañana, pero fue un aprendizaje magnífico”.
Estaba a cargo de la cocina del San Juan, un exclusivo club de tenis de hombres en San Telmo, cuando conoció a Bárbara Lehrer, su mujer, que volvía de trabajar ocho años en hotelería en Madrid, y le picó el bichito de volver a viajar, pero con ella: “Le digo: ‘¿Por qué no nos vamos a Inglaterra?’ ¡Ahí fue cuando casi me mata! Me dice ‘pero acabo de llegar…’. Yo insistí, me parecía que podía ser una gran experiencia para los dos. Al final, la convencí y nos fuimos”.
Llegar a Londres fue, aunque no lo parezca, el reencuentro con el asado, como si los conocimientos de toda una vida se sumaran: “Empecé trabajando en Sofitel, la cadena de hoteles francesa. Hyatt es americana, pero es muy francesa también. Y obviamente mi carta de presentación era la carne, el grill. Ahí pude empezar a ver todos los cortes que todavía no habían llegado a la Argentina en ese momento, como el Kobe. Inglaterra también tiene un poco esto del gusto por las carnes asadas, sobre todo al norte, con una técnica en la carne madura que logra una textura y un sabor más suave en animales adultos. Nosotros acá no lo necesitamos porque nuestros animales son muy tiernos por el alimento que tienen y porque se crían caminando, aunque hay algunos restaurantes en Buenos Aires que usan esta técnica de maduración con temperaturas. Pero para mí fue una gran experiencia reencontrarme con la cocina francesa mezclada con lo que yo traía del grill argentino, y también ahí fue donde empecé a tener más contacto con clientes famosos”.
Jeff Goldblum, por ejemplo, quedó encantado con el ojo de bife que comió en un salón privado con amigos. Una noche recibió un pedido de Ozzy Osbourne. Se preparó para que el cantante de Black Sabbath le exigiera como mínimo un costillar tirando a crudo. Pero su sorpresa y la del resto del equipo de cocina no podía ser más grande cuando oyeron la comanda: “Una sopita de verduras”. Ahí mismo se evaporaba el mito del rockstar bravo y satánico, en una juliana de vegetales con un caldo.
Y entonces, el otro gran salto en su carrera, el definitivo, el llamado que terminó de torcer su historia, o de alinearla con el destino que ya estaba escrito a fuego desde el principio. Era 2013 cuando lo aceptaron para un puesto al que aplicó en el restaurante Barbecoa, de Jamie Oliver, el inglés que se hizo un nombre en todas partes con su aporte casual al universo de la comida. “Fue como tocar el cielo con las manos, ¡era como el Disney de las carnes! -dice Guillén-. Tenía horno de barro, grill con carbón, grill para carne a la llama, un horno que se usa mucho en Turquía, que es como si fuera un pozo donde se pega la masa cruda de pan pita y el mismo calor de la pared lo cocina… Ahí era 100% carnes y sus técnicas, para 800 cubiertos por día; entrábamos a las nueve de la mañana y, al mediodía, ya teníamos 350 para arrancar. Yo era el encargado de mi sección de carne, que era como ser parte de un equipo de Fórmula 1, porque con tantos cubiertos, tenía muy poco margen de error. Si te equivocabas con algún punto de la carne o con algún corte, eso te retrasaba para todo el día, con todo lo que seguía en la lista, ¡una locura!”.
El paso siguiente fue en el exclusivo restaurante molecular para ejecutivos de Ernst & Young en el rooftop de sus oficinas londinenses. “Era fine dining, menos gente y platos mucho más sofisticados, donde se trataba más de aplicar técnicas de alta cocina. Fue una experiencia diferente, donde todo era más lento, pero mucho más cuidado y preciso”. Lo que faltaba para completar la versatilidad de su perfil.
Sólo quedaba entonces tomar una decisión, que fue conjunta. Con Bárbara se armaron de todo ese bagaje y a fines de 2014 volvieron a la Argentina para crear una marca propia. Cuando fundaron su laboratorio de helados hechos con nitrógeno líquido, GuiLab, llevaban tiempo investigando; no existía nada parecido en la región. Querían vender una experiencia asociada a la gastronomía molecular: poder servir esos helados -cremosos, frescos, ricos, pero tan particulares como un postre surgido de un humo blanco- en el momento en ferias y en eventos, y hacerlo con un plan de negocios, como emprendedores gastronómicos. Y querían, además, que sus hijos Lara (5) y Teo (2) nacieran en el país y aprendieran acá las costumbres y tradiciones que les marcaron el camino a ellos; sobre todo la de la familia y los amigos.
Guillén lo tiene claro: “Cada experiencia anterior me sirvió para la siguiente. Hoy me permito aprovechar todas esas técnicas que fui aprendiendo. Me saqué las ganas de emprender con un proyecto mío muy innovador que me trajo de vuelta a la Argentina. La vida me fue marcando el camino, mi parte creativa como chef se suma a lo que tengo de la panadería, los quesos y la cocina molecular. Y, por supuesto, cuando vieron que hacía los helados, me empezaron a preguntar si no hacía también cosas saladas. En la cocina se trata de experimentar. Ahora hago asesoramientos gastronómicos para todo el mundo, y también pude volver a mi primera pasión que es el asado”.
El chef, que en 2018 obtuvo el tercer puesto en el reality de Sony Chanel Food Truck Challenge y el primer puesto como Mejor Postre con los helados de GuiLab, dice que el sabor de cada uno de sus platos es un resumen del esfuerzo y el trabajo de todos estos años. Pero también del placer con que los hace. Le pregunto entonces, justamente, cuál fue el último asado que hizo “por placer”, con los secretos que aprendió de su padre y perfeccionó con Jamie Oliver -comprar buena carne; hacer un buen fuego; una cocción perfecta, sin marear las piezas; a veces pincelar con una cuchara de madera con manteca y un bouquet con romero, tomillo, laurel y salvia (tip del chef inglés); acompañar con pan tostado, chimichurri y buenas ensaladas-; me dice que anoche.
“Fue para un grupo de extranjeros, por negocios, pero me dio felicidad hacerlo -cuenta-. Uno me preguntaba por las tácticas y le expliqué: ‘Mirá, el asado es muy simple. Lo importante es que elijas buena carne, que tengas buena madera para hacer la brasa, porque el humo es lo que le da el aroma. Y después, es cuestión de divertirse cada vez, de probar algo diferente, pero sencillo. Yo a veces miro para atrás y obviamente le encuentro un montón de defectos al asado de mi papá, porque con el tiempo fui aprendiendo las técnicas. Pero el sabor de su matambre al roquefort me quedó tan grabado que, con todas sus imperfecciones, no le cambiaría nada. Es como cocinar con mis hijos y ensuciarnos con harina, eso es el asado: el placer de la comida en familia”.
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