Nelly Durán Ganotti vive en un PH de pasillo largo en Floresta, que deja atrás el bochinche que trae la Feria de la Ciudad en la plaza de la otra cuadra. Es un sábado de sol y camina con bastón por una artrosis que insiste en avanzar. Primero el dolor fue lumbar, después se desparramó por las piernas y las rodillas. Desde hace rato que duele, pero en estas semanas más. Pienso en la frase del filósofo del siglo XVII Baruch Spinoza: “Nadie sabe lo que puede un cuerpo”.
“30 años pasaron y no me di cuenta, hasta ahora. Lo que pasa es que la carga es grande y empiezo a sentir el cansancio. Cuando era joven, iba para adelante. Ahora que estoy más vieja, que ya no tengo tanto ritmo de trabajo ni de los chicos, voy cayendo en la cuenta de todo lo que viví. También me pasa que un mes antes de cada aniversario me transformo. Me meto para adentro, no hablo, cambio mi carácter. Y no es que no recuerde a Miguel cada día eh, imaginate. Pero cuando se acerca el aniversario del atentado no lo puedo controlar. ¿Será que me voy a morir y voy a seguir llorando?”
Llorar por el ser querido que no está, al que arrebataron en un segundo. Llorar por todo lo que no pudo ser: por los sueños truncos, las ilusiones. Y a la vez por lo que sí fue: por las batallas que se dieron y que no pueden abandonarse… hasta que haya justicia.
“Lloro por Miguel, pero sobre todo lloro por lo vivido, por la lucha, por todo lo que tuvimos que pasar. ¿Cómo se vive 30 años así, no?”
Nelly estaba casada con Miguel Lancieri, una de las 22 personas que murieron el 17 de marzo de 1992 en el atentado contra la embajada de Israel en Buenos Aires. Miguel colocaba aires acondicionados y en el momento de la explosión estaba por hacer una instalación en el edificio al lado de la embajada.
“La instalación estaba prevista para el día anterior, pero Miguel amaneció con dolor de garganta entonces lo pasaron para el martes 17. Solía manejar Miguel la camioneta, pero ese mediodía como todavía no se sentía muy bien manejó su socio, que lo dejó con las herramientas en la puerta del edificio y siguió para buscar dónde estacionar. Supe que Miguel llegó a tocar el timbre. La explosión fue a las 14.50 y Fabián, su socio, vio todo por el espejo retrovisor”.
Nelly quedó viuda y a cargo de cuatro hijos: el mayor tenía 16 años, el más chiquito dos años y 10 meses. En el medio, mellizas de 13.
“Empezamos a recorrer las listas de los hospitales hasta que en la comisaría nos dijeron que Miguel estaba en la morgue y había que reconocerlo. Yo quería entrar pero Fabián y un primo me hicieron esperar afuera. Al tiempo pensé que fue una suerte que no me dejaran verlo… ¿cómo seguía viviendo con esa imagen?”
Nelly siente que vuelve a temblar, que se marea cuando recuerda la noche, de vuelta en su casa, con los chicos esperando en el patio por novedades de su papá.
“Tuve que decirles que el padre estaba muerto. Entonces me dio como un ataque, empecé a los gritos. Por una semana no pude comer. Vivía a té”.
Nadie sabe lo que puede un cuerpo. De lo que somos capaces o a qué obedece la perseverancia por respirar.
“Lo enterramos un jueves y ya nunca paré. Yo no sabía ni andar en colectivo. Hasta ese momento si tenía que ir al médico mi marido me llevaba. Era la típica ama de casa, encargada de los chicos. Pero tuve que aprender. Conseguí becas en el colegio y me permitieron no pagar más los estudios de inglés de mi hijo mayor. Limpié una iglesia, cuidé personas mayores a la noche que era cuando podía dejar a mi hijo más chiquito con mi mamá. La gente además me ayudó un montón. Alguna vecina o mamás de compañeros de mis hijos me acompañaban a Desarrollo Social o a pedir ayuda a cualquier organismo, me mandaban cajas con mercadería, y hasta juntaron plata para que pudiera pagar el alquiler. Me acuerdo que en la primera Pascua sin Miguel nos regalaron montón de huevitos de chocolate. Y una vez llegó un cadete a mi casa con un sobre con 1000 dólares. Era de la esposa de uno de los dueños del diario La Nación que conocía a Miguel porque colocaba aires acondicionados en las oficinas. En el sobre había una carta que lo recordaba por ‘su don de gente y ser tan buena persona’”.
Nelly buscó en la guía las direcciones y mandó cartas a Mariano Grondona, a Mauro Viale y a Carlos Menem a la Casa Rosada. Pedía que la ayudaran con un trabajo y denunciaba a todos los que le habían prometido cosas sin cumplir. Su historia llegó a Acción Social y empezó a recibir una pensión contributiva. Al tiempo la citaron desde el Ministerio de Justicia.
“Como somos uruguayos mi mamá estaba asustada porque pensó que iban a echarnos del país a raíz de mis cartas. Pero yo fui igual a la reunión. Me recibió Jorge Luis Maiorano, que era el ministro de Justicia, y me ofreció trabajo en el área de prensa del Ministerio. A partir de ahí se fue acomodando un poco la vida”.
Pretérito perfecto
“Mi marido era un tipo generoso, bonachón. Si había poco trabajo, organizaba un asado o invitaba a uno o a otro. Decía que era para ‘exorcizar’. Y a veces volvía temprano de trabajar y me decía ‘me voy a joder un rato a los porteros’. Era muy amiguero. Mi casa estaba constantemente llena de gente y yo rezongaba. Pero después traté de mantener que mi casa fuera un espacio abierto. Supongo que quise sostener el espíritu de Miguel: que siempre estuvo, que sigue estando y va a seguir estando”.
Nativo de Lorenzo Geyres ―un municipio del Uruguay―, Miguel se instaló en el barrio de Villa Crespo, en Buenos Aires, con la familia de su reciente noviecita, Nelly. Uruguaya también, pero de Paysandú. Corrían los últimos meses de 1973 y el ambiente local de dictadura los expulsó.
“Mi mamá, mi papá, mi hermana y Miguel vinieron a Buenos Aires, pero yo me quedé un año más en Uruguay para terminar de estudiar el Magisterio. En una de esas idas y vueltas, en las que yo lloraba mucho, le propuse a Miguel casarnos. Yo tenía 18 años y él 26. Mi suegra me regaló la tela para el vestido y uno de mis cuñados nos dejó una pieza de su casa para las veces que Miguel podía visitarme. Nosotros compramos una cama, un roperito y una mesa de luz en un remate. Nos casamos en su pueblo, en el campo, en la casa de sus padres que era muy antigua. Como había llovido durante un mes colgamos lonas y terminamos amontonándonos en la galería. Mis familiares llegaron en combi y en motos, embarrados. Fue como un casamiento de Luis Landriscina. Pero tan lindo. Fui muy feliz”.
Nelly narra con los ojos, que se mueven pizpiretos mientras dan lugar a las anécdotas. Esos momentos que parece que sucedieron en otro universo, demasiado lejos ya.
“Cuando mataron a Miguel, mi hijo Mauro, el más chiquito, no se quería despegar de mí. Tenía terror de que me pasara algo. Y mi papá empezó a tomar. Miguel fue el hijo varón que mi papá no tuvo, entonces se entregó. Ya no era mi papá. Tuve que luchar por los chicos y para sacar a mi papá de la bebida”.
Tres décadas igual
A 30 años, la investigación del atentado que destruyó la sede de la embajada de Israel en Buenos Aires, que mató a 22 personas e hirió a más de 240, sigue abierta en la Justicia argentina. Por tratarse de un ataque a una delegación diplomática extranjera, desde el principio la Corte Suprema de Justicia quedó a cargo y en 1999 dio por probada la responsabilidad del grupo terrorista denominado Jihad Islámica, brazo armado del Hezbollah. Pese a que existen órdenes de captura internacional vigentes, no se logró la detención de ninguno de los sospechosos.
Tres décadas de preguntas. De macerar ideas como en un desquiciado loop sin fin.
“Siempre me pregunto por qué en 30 años no se investigó lo suficiente. No sé si la Corte Suprema es inoperante, si es desidia, si no le importa, o hay algo más arriba que les dice que no hay que investigar. La Corte es la gran ausente. Yo, sin embargo, todavía sostengo las esperanzas, siento que se pueden lograr cosas. A pesar de que se van muriendo, como Menem; todavía está el que era Ministro de Justicia, el que era Ministro del Interior, el jefe de policía y los policías que no estaban en la puerta donde tenían que estar. Es decir, me parece que si se quisiera… pero entonces ¿quiénes son los que no quieren? ¿Quién se hace responsable? Vivimos con una espina clavada y cada año se nos clava más. Yo creo que el día que veamos que alguien intenta o mueve algo quizás va a ser un poquito menos de dolor”.
Con una media sonrisa, Nelly recuerda las primeras hipótesis. La inocencia con la que empezaron a atravesar la pesadilla.
“Cuando tenía 13 años, Gisela, una de mis hijas, me dijo: ‘Mamá, por suerte fue en la embajada. Seguro lo van a investigar rápido’. Y en realidad fue al revés. Justamente por ser en la embajada de Israel no se investigó nada. Y a mí no me interesa si fue Irán, si fue el terrorismo… lo que digo es que a 30 años no tenemos justicia, ni se identificó a los responsables políticos. Y eso es acá. Una vez el ex ministro Germán Garavano nos dijo que lamentablemente Argentina no estaba preparada para un atentado y que tampoco existían los medios para investigar. ¿Cómo nos van a decir eso a los familiares y sobrevivientes? ¿Qué significa? ¿Que no van a investigar nunca porque no están preparados? ¡Pidan ayuda! A Estados Unidos, a Israel, a quien sea pero investiguen. En 30 años han pasado distintos gobiernos y todos nos han mentido, nos han hecho promesas y nada”.
Los 17 de marzo se le da forma a un acto en la plaza seca de la calle Arroyo donde estaba ubicada la sede diplomática.
“El acto del atentado lo organiza la embajada de Israel. A los sobrevivientes y familiares de las víctimas nos tienen en cuenta, siempre nos convocaron a reuniones con los embajadores. Pero se hace lo que la embajada planea. Este año nos contaron que habrá un evento en el Teatro Colón y que en el acto van a hablar la esposa de una víctima de Israel ―que dará su discurso en hebreo porque no sabe castellano―, el viceministro de Justicia de Israel ―en inglés porque tampoco maneja el castellano―, y la embajadora. Nadie más. O sea que nosotros, que en Argentina esperamos durante 30 años que llegue ese único día para que nos escuchen, no vamos a poder decir nada”.
La importancia de poder decir. De sanar un ratito a través de las palabras. Aunque sean palabras cansadas de ser dichas. “Palabras que de viejas son nuevas”, como alguna vez escribió Alfonsina Storni.
“No sé si son los 30 años, no sé si es el agotamiento que lo noto en mí y en otros compañeros, pero la bronca sale. Es bronca, es impotencia, es dolor. Porque nos sentimos solos. Y además sabemos que hemos sido funcionales a la política. Y no porque no nos demos cuenta, sino porque es lo único que nos queda: estar en un acto el día del aniversario del atentado para que nos vean las caras, para que nombren a nuestros muertos. Mientras adelante del estrado se pelean los políticos y funcionarios de un lado y del otro para salir en la foto, nosotros quedamos a un costado, como invitados, como haciéndoles el favor de asistir. Esta vez ya ni siquiera nos dejan hablar. Claro que podríamos no prestarnos y no ir. Pero creo que estaríamos aportando a que nos sigan invisibilizando todavía más”.
Nelly baja la mirada y llora despacito, casi sin sonido. Con la angustia atravesada en la garganta. Nos agarramos las manos. Lloramos juntas.
“No sé qué tiene que pasar para que se entienda que eran personas las que murieron, que las mataron. Y es injusto”.
Desde hace 30 años que es injusto.
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