Caminaba durante horas por las calles de CABA. Iba descalza, sin rumbo, y muchas veces perdía la noción del tiempo hasta que le sangraban los pies. A nadie parecía importarle que hiciera frío o que llevara días con el estómago vacío. Tampoco que tuviera tan solo 9 años.
“Viví la guerra de la calle”, le cuenta hoy Andrea Sandi (36), a Infobae. “Esa que se ve en cada esquina y permanece invisibilizada, porque son pocos los que accionan para cambiar la realidad”, destaca. Quizás por eso que desde Londres, donde emigró, es voluntaria activa de cuatro organizaciones sociales: una de ellas que tiene como objetivo acercar asistencia a los refugiados que escaparon del horror de la invasión rusa a Ucrania. “Estoy del otro lado del mostrador. Un lugar que soñé aún en plena oscuridad”, agrega.
Lejos de olvidarse de su pasado, bloquearlo o negarlo, lo usa como herramienta para construir el futuro de otros. Desde hace semanas, Andrea deja a sus dos hijos al cuidado de su marido, y usa su tiempo libre para colaborar con la causa humanitaria que atraviesa el mundo. Se unió al Centro Polaco en Londres. “Recibimos una gran cantidad donaciones de ropa, medicamentos, y comida… las catalogamos y ordenamos en cajas para enviarlas a la frontera. Los camiones tardan hasta tres días en llegar a destino”.
Pero Andrea hace algo más. De puño y letra, personaliza los envíos. “Envuelvo los apósitos femeninos como a los pañales con un mensaje de esperanza, es mi manera de contener a las mujeres a la distancia. Les escribo ‘todo va estar bien’ para que cuando lo reciban sepan que no están solas”, admite.
Crecer en la desolación
Nació en San Isidro, aunque también pasó gran parte de su tiempo en Uruguay, y Capital Federal. “Nunca supe bien esa parte de la historia. En el fondo, supongo que mi conciencia lo bloqueó”. Solo recuerda un padre ausente, y una madre desempleada e inestable. “Consumía pastillas, andaba inquieta, nerviosa, siempre colapsada. Y más de una vez pasamos semanas en las calles. Sentía miedo, angustia, mucho frío, pero sabía que no podía decirle nada para no generarle una carga”.
Cuando no estaba deambulando o pidiendo plata en los semáforos para poder comer, estaba en algún hogar de menores de la provincia. “No me trataban bien, a veces compartía un colchón en el piso para descansar. Ni hablar de un plato caliente en la mesa. Todo era muy precario. No estaban preparados para recibir niños”.
Recién conoció un nuevo mundo cuando se quedó a dormir en la casa de una amiga de su madre. “Me dejó un día, y le pidió si me podía cuidar una noche. No volvió por una semana, Esos días dormí en una cama limpia, me sirvieron comida en la mesa, hasta me peinaron, fue hermoso”. A partir de ahí, algo le resonó en el corazón. “Cada vez que podía imaginaba una vida así. Esos pocos momentos me construyeron”.
La vida siguió entre noches a la intemperie e instituciones de menores.
La puerta de salida
Revive el momento como si fuera hoy. Un caluroso 10 de enero de 2007 alcanzó la mayoría de edad. Era libre. Podía abandonar el hogar de menores. “Ordené todo lo que tenía en una bolsa de consorcio, y salí por la puerta”. En el bolsillo tenía $6000, ahorros de tres años de trabajo, todo destinado a pagar el alquiler de un departamento que consiguió en microcentro. “Al principio me mudé solo con una cama …pero estaba tranquila. Por fin conocía el silencio”.
Imparable, hacia malabares para poder mantenerse por su cuenta, hasta que le llegó su oportunidad. “Conseguí trabajo en la secretaría de Turismo y veía a mucha gente que viajaba para las ferias internacionales y exhibiciones. ¡Soñaba con viajar! Hasta que, en 2009, la pandemia de gripe A (H1N1) me dio la posibilidad de irme a Europa”.
Viajó a Francia por un año para trabajar como niñera, sin imaginar que no volvería más a la Argentina. En París, no solo aprendió a hablar francés, sino que ingresó en una de las Universidades más prestigiosas de Europa, La Sorbonne. Quedó elegida entre los mejores promedios. “Creo que mis escapadas del hogar de menores a talleres de electricidad, o cursos de jardinería, me dieron el ritmo para prepararme para un ingreso”.
Mientras estudiaba la carrera de Historia, ejercía como guía de turismo y también trabajó en un restaurante. De a poco iba logrando sus metas. Se mudó a Londres, donde conoció a su marido. Hoy son padres de dos niños. “Sigo siendo humilde. No tengo grandes lujos, pero tengo un hogar con camas, comida, calefacción, sin humo ni drogas, ese que sabía que existía pero que a mí no me había tocado”.
Ayudar a otros
En la pandemia tuvo que poner en pausa su profesión. Con algo tiempo libre, quiso devolverle a otros todo eso que había ganado con tanto esfuerzo. Así fue como fue parte de fue parte PACT -una organización que trabaja en más de 40 países- y brinda respaldo a mujeres que sufrieron situaciones de abuso, que no hablan inglés, y que -por ejemplo- están en juicio con sus maridos y puedo traducirles sus papeles y acompañarlas a la Corte.
También ayuda en una organización que se ocupa de las personas que se encuentran en sus últimos tiempos de vida. “La gente me dice sos muy buena, y le respondo’' vos también podés hacerlo”. De esta manera creo una red de hispanohablantes a través de WhatsApp para que cada vez sean más personas colaborando.
Andrea mira más allá. “La desolación deja secuelas imborrables. Yo lidio con ellas a diario. Por eso es importante que los gobiernos puedan planificar políticas de asistencia para mitigar los daños colaterales de un guerra”.
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