Es abril de 2019. El sol asoma y el termómetro no supera los 18 grados centígrados. A 130 kilómetros de la frontera con Turkmenistán, en una improvisada cárcel de Irán donde la luz no penetra, hay un argentino entre todos iraníes. Se llama Franco Ezequiel Costanzo y, según su documento, tiene 35 años. Está detenido acusado de ser un espía estadounidense. Y eso puede significar la muerte. Legal o no, pero la muerte. En la mochila vive su verdad. Es porteño y abogado, y en 2009 pateó el tablero para hacer lo que más ama: viajar por el mundo.
Lo detuvieron en la ciudad Lotfabad, junto a una pareja de amigos cuando estaba acampando bajo la inmensidad del cielo estrellado. “Habíamos preguntado antes dónde podíamos tender la carpa. Respetamos sus leyes y normas: no beber alcohol, tampoco poner música y siempre usar pantalones largos”, le cuenta a Infobae por teléfono, ya en una tarde de marzo de 2022.
Sin embargo, hace tres años, esa misma noche tres policías decidieron arrestarlos. “Nos interpelaron por sorpresa, mientras estábamos haciendo una fogata. Indagaron todo. Y no conformes con las respuestas, nos dijeron que teníamos que ir a la comisaría para seguir con las averiguaciones. Una vez en el lugar pasamos cinco interminables horas y nos retuvieron los pasaportes”, explica.
Al día siguiente tuvieron que hacer una hora de viaje hasta Dargaz para recuperar los documentos: “Cuando llegamos nos dimos cuenta que estábamos en problemas. No era una comisaría, era una cárcel”. Sin hablar el idioma, Franco intentaba explicar su situación y velar por sus derechos. “Les decía que era viajero, pero las autoridades me negaban hacer un llamado a mi familia o alguien que pudiera ayudarme”, recuerda.
Para el juez Franco y sus amigos estaban infringiendo la ley, por eso los imputó por “mantener una reunión con personas del sexo opuesto en espacios públicos”. Sin mediar palabra, de la salita de la indagatoria fueron directo a un pabellón con otros 70 internos que habían cometido todo tipo de delitos.
Lo que siguió fue desesperante. “Sólo había pisado un penal en mis prácticas como abogado. Acá era el único extranjero, sin hablar el idioma, en una república donde no se respetan los derechos humanos y las condenas son severas”.
El argentino pasó cinco días incomunicado y en vela. “No había manera de dormir, si cerrabas un ojo eras boleta. Lo único que quería era hablar con mi familia”.
La mano de Dios
En la cárcel abrieron el acceso al patio. Hacía días que estaba entre sombras. Franco arrancó hacia la luz. “Voy a ver un poco del cielo, pensé”. Antes le había llegado una amenaza: una mirada penetrante por parte de los líderes del pabellón. “No les hice caso, y caminé”. Unos metros más adelante, la situación fue tornándose más agresiva. “Varios internos se estaban acercando para acorralarme. Pude ver que escondían algo punzante.. Pasaron dos segundos, y grité ‘¡Argentina, Argentina, Argentina!’. Eso los distrajo un poco, pero se seguían acercando”.
Tuvo que recurrir a una palabra más universal. “Entonces invoqué al maestro, al más grande, a Dios”. Desde el corazón -o con el corazón a mil revoluciones por minuto- pronunció la palabra mágica, varias veces: “¡Maradona, Maradona, Maradona, Maradona!”. Funcionó como una llave maestra: “En ese instante pude ver las distintas reacciones. Los capos de la bandas opuestas abrieron grandes los ojos y dieron la orden para detener la agresión”. Se acercaron para hablarle y ofrecerle comida, ropa limpia y sábanas nuevas. “Pasé de ser carne de cañón a rey”, recuerda ahora con una sonrisa. El astro mundial le salvó la vida en una cárcel iraní: solo tuvo que nombrarlo.
A los pocos días, por una gestión de Cancillería Argentina, Franco quedó en libertad. El juicio continuó varios meses y a comienzos de 2022 fue declarado inocente. “¡A Irán voy a volver!”, asegura. “Es un lugar increíble, la gente es única, la comida es deliciosa, los paisajes son inolvidables”, resalta a pesar de su experiencia.
Esta es apenas una de las cientos de anécdotas que guarda Franco en su historial de viajes. En 2007 lo retuvieron durante cinco horas miembros de las FARC en Colombia. También vivió en un templo en Birmania. Durante la pandemia, cuando las fronteras aéreas estaban cerradas, vivió en una selva al norte de Costa Rica: desnudo, sin electricidad, internet ni agua de red, se hidrataba y bañaba en una quebrada, y se alimentaba de frutas y plantas medicinales.
No es un nómade ni mochilero: se autodefine como viajero. “Me involucro con la historias, las personas y la cultura. No es lo mismo”, dice. Lleva doce años haciéndolo. Pisó los cinco continentes y caminó por más de 80 países. En cada destino cuenta historias locales, poco conocidas a través de sus redes sociales @frankito.intergalactico. “Viajo para que me encuentren”, resume.
Su motivación de vivir liviano, cuenta, viene de las enseñanzas del Panteísmo (Dios y la naturaleza como uno) y el Taoísmo (la simpleza de la vida): “Le soy fiel a mi curiosidad. A la mayoría de la gente le encantaría explorar el universo. Los temores hipotéticos nos paralizan y por eso muchos optan por la estabilidad. Me desprendí de todo eso para ser fiel a mí mismo”.
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