Es ucraniana, huyó hacia Argentina y reencontró a su hermana: “Suena una sirena y le pregunto dónde nos escondemos”

Ludmila llegó hace una semana a Ezeiza desde Dnipro, ciudad que Putin bombardea desde hace tres días, pero no le dieron visa humanitaria. Su hermana Elena emigró con su hijo Vitaliy desde Ucrania hace 25 años empujada por la crisis económica que desnudó la caída de la Unión Soviética y vive en La Plata. Dos historias, una misma familia y nuestro país como punto de encuentro para curar las heridas

Ludmila (62) escapó del horror de la guerra en Ucrania hace una semana. Su hermana Elena (51) llegó hace 25 años empujada por la crisis económica. La recibió en nuestro país y anoche le preparó un asado

Las bombas de Putin ya caen sin piedad sobre Dnipro, en el centro de Ucrania. En su casa de Villa Elisa, cerca de La Plata, a 13.031 kilómetros de esa, su ciudad natal, Elena Golovtchenko y su hijo Vitaliy sienten vibrar las paredes y los vidrios, pero es por la felicidad de abrazar bien fuerte a Ludmila, hermana mayor y tía, que llegó a la Argentina después de huir del infierno que la invasión rusa convirtió a su país. Pero a pesar de la enorme distancia, la cabeza de Ludba -como le dicen- aún no escapó del todo. “Cada vez que suena una sirena de policía o de una ambulancia me sobresalto y le pregunto a mi hermana dónde tenemos que escondernos”, explica el trauma a través de Elena, que es médica y oficia de intérprete para Infobae. Luego, la menor de las hermanas confesará que necesitó suministrarle un psicofármaco para que el pánico no la desestabilice.

Hoy es noche de sábado y Vitaliy prepara un asado para la recién llegada. Armas criollas para levantarle el ánimo. A diferencia de Ludmila, Elena dice estar “mejor que nadie, con mi hermana después de diez años, la familia reunida y segura.”

Las cartas de este pequeño mazo de reencuentros y abandonos son dos. La de Elena y su hijo, que emigraron de Ucrania buscando un futuro mejor 25 años atrás; y la de Ludba, que huyó de las bombas y la muerte hace apenas una semana.

El domingo 6 de marzo, Ludmila arribó a Ezeiza. Huía de la guerra que ya alcanzó a la ciudad natal de las Golovtchenko, Dnipro, en el centro de Ucrania. En Migraciones le sellaron el pasaporte como turista en vez de otorgarle la visa humanitaria como anunció Cancillería

Al principio, cuenta a través de la voz de la hermana que oficia de intérprete (un detalle: las dos hablan ucraniano, pero entre ellas lo hacen en ruso, resabios de la educación soviética), Ludmila no se quería marchar. “Antes de la guerra la situación en Ucrania mejoraba. Nadie, pero nadie, imaginó el horror de que llegaba”, dice. Las súplicas de su hermana para que viajara a la Argentina no alcanzaban. “Pensaba quedarme a pesar de todo, pero el 24 de febrero empezó el bombardeo. Yo vivo a 50 minutos del aeropuerto y escuché caer bombas. Ahí tuve miedo y decidí venir a la Argentina”. Vitaliy, que tiene 33 años, observa: “A veces la gente, al ser países tan sufridos, no toma conciencia hasta que estalla la bomba a 40 metros. Recién ahí mi tía se dio cuenta que era la hora de irse. Se quería quedar, porque a veces el apego emocional hace perder de vista la realidad que nos rodea”.

Por intermedio de unos amigos de su hijo (que vive en los Estados Unidos), compró un pasaje de tren a Lviv, la ciudad más cercana a la frontera con Polonia, distante mil kilómetros de Dnipro. “Era un tren con camarote. Normalmente viajamos cuatro personas en uno, pero esta vez éramos 17 y no permitían llevar ningún tipo de valija. Me fui con la ropa de abrigo que tenía puesta, porque es invierno y hace mucho frío, y una mochila pequeña, donde puse una muda de ropa interior y algunos papeles: el pasaporte, el título de mi casa, el de la universidad, nada más”.

Juana (la hija que Elena tuvo en Argentina con Juan Carlos, su segundo marido que falleció en 2019), Elena, Ludmila y Vitaliy, de 33 años y nacido en Ucrania

El recuerdo de lo que dejó atrás la traiciona. Ludba se pone a llorar cuando atraviesa los kilómetros que la separan de su hogar, hoy vacío y quién sabe en qué estado. “No pude traer más que dos o tres fotos de mis padres y mis abuelos. Todas las demás quedaron allá, con objetos de ellos que cuidaba mucho. Dejé mi vida, mi historia, el departamento que gané con 40 años de trabajo…”, traduce su hermana, que pide un respiro. Recién ayer, por la televisión argentina, se enteró que los rusos bombardean Dnipro: “No se cómo está mi edificio. Me comuniqué con primos, me dijeron que están vivos pero escondidos en un sótano en una aldea cerca de Dnipro. En la ciudad, el único lugar para protegerse es el subte, pero donde yo vivo está lejos”.

Cuando llegó a Lviv, sola, sin dinero ni saber cómo continuar, alguna mano misteriosa se posó sobre ella y la llevó a conocer a una familia polaca, sus ángeles protectores. “Me aceptaron con mucho amor y al día siguiente me ayudaron a pasar la frontera con Polonia. Allí también me dieron de comer. Si no pasé hambre fue gracias a ellos también. Como allí no tenía un aeropuerto para llegar a Buenos Aires, mi hermana me dijo que me vendría a buscar. Pero ellos le dijeron que no, que era como dar la vuelta al mundo. Y me llevaron a Varsovia. Mi hermana me había sacado un pasaje por Internet y desde ahí, con una escala en Frankfurt, viajé a la Argentina. Nunca pensé que los polacos nos iban a ayudar tanto, la verdad”.

Ludmila huyó de Ucrania hacia Argentina. Aquí, en Polonia luego de pasar la frontera, pudo comer gracias a la solidaridad de los polacos

En Buenos Aires, con Ludba todavía vestida como salió de su hogar de Dnipro, Elena y su hija Juana (nacida en su segundo matrimonio, con un argentino), salieron a comprar lo básico: un cepillo de dientes, ropa interior, algún jogging. Ludmila ya hizo su recorrida porteña y agradeció la recepción: “Ya estuve aquí dos veces antes, pero en tiempos de paz. Me gusta mucho el trato que tiene la gente. Cuando se enteraban que era ucraniana me saludaban, me daba fuerzas. Pero aún así, extraño mi tierra y mi casa. Cuando pase todo me gustaría regresar. Allí están enterrados mis padres y viví 62 años. Aunque miro los noticieros y me da miedo. Hasta que termine este horror me quedaré con mi hermana”, asegura. Su única preocupación es averiguar cómo cobrar la jubilación que recibe en Dnipro (de 4.532 grivnas, unos 16.300 pesos argentinos) y si en vez del sellado en su pasaporte como una turista común (así lo hicieron en Migraciones), podría tener la visa humanitaria que la Cancillería le otorgó al ciudadano ucraniano que llegó este sábado por la tarde al Aeroparque con más pompa que ella.

Cuando en 1996 Elena decidió embarcarse hacia la Argentina -como ella, casi sin nada-, Ludba eligió permanecer en Ucrania. “Era la mayor, y sentí que alguien tenía que cuidar a mis padres. Mi madre falleció enseguida que se fue Elena, de muerte súbita. Y me quedé acompañando a mi padre hasta su muerte. En Dnipro no me sobraba nada, pero tampoco me faltaba. Por lo menos podía comer. Y es mi tierra, mis orígenes”.

Ludmila y Elena con sus padres: Catalina (médica) y Alexis (ingeniero). La mayor siguió la carrera de su papá; la menor, la de su madre

La economía apretaba feo después de la caída de la Unión Soviética. Ludmila es ingeniera civil, pero no podía afrontar, por ejemplo, el costo de un pasaje de avión hacia la Argentina, donde estuvo invitada por su hermana. Elena, en un momento, también les enviaba dinero desde aquí, hasta que la situación de Ucrania mejoró un poco y le dijeron que ya no necesitaban su ayuda.

Elena añade que Ludba “nunca quiso emigrar. Se casó y tuvo su casa. En realidad, su departamento, porque en las ciudades de allá son todos edificios. Nuestros padres eran profesionales: mamá se llamaba Catalina y era médica; papá Alexis era ingeniero. Nosotras crecimos en un ambiente de profesionales, de clase media alta que después fueron decayendo como el país. En cambio, mis abuelos vivían en una aldea, en el campo. Trabajaban la tierra todo el día, pero no era de ellos, era del Estado”.

Las hermanas con sus padres y sus abuelos, que eran campesinos. "Trabajaban la tierra, pero no era de ellos, era del Estado", cuenta Elena

La guerra, para las hermanas, no es novedad. Tampoco lo fue para sus padres y para sus abuelos. “Ninguna generación de Ucrania creció sin guerra”, cuenta Elena. “Mis abuelos estuvieron en la Segunda Guerra, y tenían un hijo desaparecido, mi tío. Hace 10 años se supo que fue capturado y fusilado el 26 de abril de 1945. Mis abuelos murieron sin saber qué pasó con su hijo. Yo viví de cerca la guerra con Afganistán. Tuve compañeros del secundario que murieron allí. Treinta mil de las víctimas fueron de mi ciudad”.

Ella sigue en contacto con sus compañeros de la Universidad a través de un grupo de whatsapp. Y necesita hacer una larga catarsis sobre la invasión ordenada por Putin a Ucrania. “Dos años atrás se cumplieron 30 años que terminamos los estudios. Ahí se armó el grupo y seguimos hablándonos. Yo soy la única que está en Argentina, hay otros en Alemania o en Rusia. Y trato de entender cómo es que la gente que está en Rusia de pronto se volvieron enemigos nuestros. Pero nadie me contesta eso… Me da tanta indignación, le escribí a una amiga desde cuándo éramos enemigos. Con los rusos había una relación buenísima. Tenía muchos amigos del colegio, del barrio, del edificio, que eran rusos. Bueno, en realidad no sabíamos quién era ruso o ucraniano. Yo estudié en ruso, porque estábamos en la época de la Unión Soviética todavía, mi hijo habla ruso, no ucraniano… Íbamos de excursión a Moscú, a San Petersburgo. Y de repente ahora veo chats que volvimos a ser enemigos. No entiendo a la gente que defiende tanto a Putin. Pero pregunté por qué y no me saben responder…”

Ludba y Elena con sus padres en una Navidad en Ucrania

Ludba, con el sonido de las bombas en carne viva, tampoco tiene respuestas: “En Ucrania no entendemos esta invasión de Putin, no hay ninguna razón. Putin parece que no tiene estabilidad mental, tiene problemas psicológicos. Es más un nazi que otra cosa. El quiere que vuelva la Unión Soviética, pero no como era antes de la caída del muro, sino que quiere ser un Zar. Quiere que Ucrania, Bielorrusia, Moldavia, Georgia sean parte del imperio ruso y manejar todo. Pero los combatientes ucranianos van a resistir hasta el final, estoy orgullosa del heroísmo de mis compatriotas, todos están unidos por un fin en común, en defender a su tierra”.

-¿Y usted qué piensa de Putin, Elena?

-Es un agresor que invadió Ucrania sin aviso. Coincido con mi hermana, él quiere ser un Zar. Hace 18 años llegó al poder y lamentablemente Rusia está mal. No les sobra la plata. Rusia es Moscú y San Petersburgo, el resto no existe. Es pobreza, ignorancia… Tengo miedo por mis amigos. De hecho, una amiga muy íntima se casó con un ruso y vive en Rusia. Ella está en contra de Putin, pero no puede manifestarse. Me cuenta que van presos si opinan”.

Una foto de Elena (la segunda desde la izquierda) en la Universidad de Medicina en Dnipro

Sobre el devenir del conflicto, Vitaliy es más tajante: “No podemos esperar una respuesta racional de un demente como Putin”. Sin embargo, dice que no regresaría al país que dejó a los 7 años para sumarse a la lucha. “Tengo mi vida armada acá. Las personas más queridas están acá. Tengo amigos. Pero admiro el valor y el coraje de los que están peleando”. Elena añade: “Yo no crié a mi hijo para una guerra. Pero otras madres están de acuerdo en que sus hijos vayan a luchar”.

Para narrar su propia llegada al país, Elena debe retroceder a la década del ‘90, cuando comenzó la segunda mitad de su historia. La caída de la Unión Soviética había corrido el velo sobre la situación en los países del Este europeo. Ucrania se había independizado de Rusia el 24 de agosto de 1991. Pero no la estaban pasando bien. Las consecuencias de años de sometimiento al régimen soviético habían dejado huellas. “Yo voté por la independencia, como la mayoría de la gente. Pero sufrimos mucho. Era médica y me debían seis meses de sueldo, que además era bajo. No había cosas básicas como jabón, leche, manteca o huevos. Se había hecho muy difícil vivir”, dice hoy. Hace 25 años que vive en la Argentina, pero su acento eslavo es fácil de identificar.

Elena en su primera votación en Ucrania: a su lado, un busto de Lenin

El recuerdo del Holodomor, la hambruna propiciada por Stalin que dejó millones de muertos en la década del ‘30, siempre fue una espada sobre la memoria de los ucranianos. Cuando Elena vivía allí y nació su hijo Vitaliy, la ciudad todavía se llamaba Dnipropetrovsk. Hoy, se abrevió a Dnipro. Era jefa del servicio de emergencia y admisión de pacientes en el Hospital Nº 6, que tenía mil camas. “Acá sería la guardia”, explica.

Para empeorar las cosas -o por lo menos su economía- se había separado. Quedó sola con Vitaliy. “Nos habíamos casado muy jóvenes no sé por qué. Éramos estudiantes los dos en el Instituto de Medicina de Dnipropetrovsk. Cuando nos divorciamos, con papeles y todo, decidí buscar un mejor futuro profesional para mi y una vida mejor para mi hijo. Allá seguíamos atrás del muro, por más que había caído”.

Elena con su uniforme de médica en el Hospital Nº 6 de Dnipro, recién recibida

Lo que Elena decidió para ella y Vitaliy tenía un nombre exótico, lejano: Argentina. “No teníamos muchas opciones en aquella época. Mi hijo era menor de edad y yo quería entrar a un país en forma segura, con papeles. Escuchamos que en Argentina no se discriminaba a los extranjeros, porque era un país de inmigrantes. Además, el gobierno de (Carlos) Menem hizo un convenio que recibía a inmigrantes de la ex Unión Soviética. Entramos y nos dieron enseguida el DNI de extranjeros y un CUIL. Los papeles tenían validez por un año”.

El 17 de junio de 1996 arribaron a Ezeiza. A diferencia de Lubda, nadie los estaba esperando. Vitaliy recuerda: “Era un día de lluvia y no sabíamos para qué lado ir. Nos daba lo mismo. No conocíamos el idioma ni sabíamos nada del país. Fue una decisión aventurera, porque así es mi madre, en el sentido de buscar horizontes para estudiar y trabajar, para vivir dignamente, bien”.

Vitaliy en brazos de su madre, recién nacido en Dnipro

Los dos están nacionalizados argentinos. Y aunque dicen que nada fue fácil, no se arrepienten de haber emigrado a nuestro país. Cuando llegaron en 1996, Elena, que era médica, trabajó limpiando casas y cocinando. Hasta que pudo revalidar el título y ejercer su profesión. “Habrán pasado 4 o 5 años -dice Vitaliy orgulloso de su madre-, tuvo que rendir también las últimas materias del secundario. Y sin conocer bien el idioma, ¡Imaginate leer el Martin Fierro!”. Hoy, Elena atiende consultorios en la localidad de Olmos y en su domicilio.

Los primeros seis meses después de su llegada vivieron en Capital Federal. “Era un hotel de inmigrantes, el Sarmiento, a media cuadra del Obelisco”, recuerda. Para Elena, “Buenos Aires era muy grande, peligrosa para dejar solo a un chico de 7 años. Y yo tenía que trabajar y no podía pagar a alguien que lo cuidara. Conocimos a una persona de la sociedad ucraniana y nos invitó a conocer La Plata. Me gustó mucho y era más barata que Capital”.

Elena y Vitaliy, poco antes de emigrar hacia la Argentina

“Nos habían dicho que ahí, en Berisso, había una comunidad ucraniana, que le iban a conseguir un trabajo. Pero la ayuda de ellos fue cero. Los que nos dieron una mano fueron todos argentinos, fueron muy solidarios con nosotros. Así que nos quedamos en La Plata”, completa Vitaliy.

Mientras Elena revalidaba su título en la Facultad de Medicina de La Plata, Vitaliy hizo la primaria en la escuela 19 y la 8, y luego el secundario en el Nacional. Hoy estudia Derecho en la universidad platense.

Vitaliy y su primo en el mar de Crimea, cuando la península todavía pertenecía a Ucrania. En 2014, Putin la anexó a Rusia. Fue el inicio de un avance que ahora derivó una cruenta guerra

A pesar de los avatares de la economía argentina, Elena y Vitaliy no se arrepienten del paso que dieron. “Estoy contenta, no me gustaría estar ahora en Ucrania”, dice la mujer. “Acá me trataron muy bien. Nunca sentí discriminacion. Crecí profesionalmente, hice cursos de posgrado. Rehice mi vida, me volví a casar con Juan Carlos, que falleció en 2019, y tuve a Juana, mi hija de 18 años y estudia biotecnología y biología molecular. Ella y Vitaliy crecieron en libertad, recibieron educación gratis. Acá pude viajar con libertad y conocer otros países, leer los libros que me gustan, algunos escritores rusos que en la época de la Unión Soviética estaban prohibidos. Cuando era chica tenía que leer el libro que te decían, era todo muy limitado. Nunca nos faltó comida acá. Allá si”.

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