Apenas cinco años después de la ausencia irremediable de la poetisa, escribió José Forgione que “la biografía de Alfonsina Storni está en su propia obra literaria, pirograbado en versos sinceros, amargos, dolorosos”. Y agregaba que, aunque “la vida quiso hacer de ella un harapo, no pudo, porque era fuerte”.
Quizá alguien pueda dudar de la última aseveración, al pensar en el final anticipado que la escritora le puso a su existencia. Y sin embargo, todavía esa muerte auto infligida, ese instante irreversible del arrojo decidido a las aguas en la negrura de la noche marplatense, y el golpe de su cuerpo contra el recio batir de la marea atlántica, proclama una inusual fortaleza o, al menos, alguna especie de coraje que no todos podrían ostentar.
Acaso su voz trascendió los márgenes de la suya propia, y fue a instalarse en el imaginario de las mujeres solitarias que atravesaron, como ella, el dolor de la incomprensión, la maternidad extra marital y la estrechez de los mandatos epocales, y que aprendieron temprano “la ciencia del llorar”, según se propia expresión.
No dispuso de otro medio para abrirse camino que una lucha constante y una labor ardua, en esa “soledad creadora” que le adjudicó Manuel Gálvez. Nacida en Suiza en 1892, fue una niña inmigrante y al morir su padre, en Rosario, trabajó desde muy joven como ayudante de su madre, que era modista, como obrera en una fábrica de gorras y como actriz teatral. Algunas de sus profesoras advirtieron su talento y la animaron a escribir. Fue también maestra rural y celadora. Su relación con un hombre casado provocó un embarazo que sería inaceptable para el ejercicio del magisterio, según los cánones morales de entonces.
En 1911 marchó a Buenos Aires librada a su suerte, soltera, con escasos veinte años y con un hijo en el vientre. Se empleó como cajera de una farmacia y como dependiente en una tienda, pero se mantuvo enfocada en el empeño de una vocación literaria comprometida con el modernismo. Comenzó a publicar colaboraciones en la revista Caras y Caretas, aunque no imaginaba, seguramente, que pasaría a integrar, junto a Gabriela Mistral y a Juana de Ibarbourou, esa formidable trilogía de poetas latinoamericanas que marcaron rumbos a otras mujeres escritoras en la primera mitad del siglo XX. Acerca del aspecto transgresor y en cierto sentido feminista (recalco los contornos que debería darse a la palabra “feminismo” en estos casos) de la producción de las tres, es recomendable la lectura de la tesis de Ana Skledar Matijevik.
La precocidad de su talento quedó plasmada en aquel primer libro de poemas breves, La inquietud del rosal, que publicó a los veinticuatro años. Aunque no tuvo una aceptación unánime, provocó algunos aplausos y le dio carta de ingreso a los círculos de escritores que dominaban el medio porteño. Curiosamente, no incluyó ninguno de aquellos versos en su antología de 1938. De aquel poemario temprano sobresalía, con perfiles autobiográficos, la composición “La Loba”:
Yo soy como la loba
Quebré con el rebaño
Y me fui a la montaña
Fatigada del llano
…yo tengo un hijo fruto del amor,
Del amor sin ley…
Mirad cómo se ríen y cómo me señalan…
Quizá sin el ánimo de una provocación calculada, era sin embargo transgresora cuando, desde 1916, compartía la mesa del banquete masculino con escritores y pensadores como José Ingenieros, Fernández Moreno, Alberto Gerchunoff , Álvaro Melián Lafinur y Horacio Quiroga, entre otros. A este último la ligó una profunda amistad que, según algunos, fue también romance.
No podría decirse que no tuvo éxito como escritora y que no fuera reconocida como tal por sus colegas de letras. Publicó varios libros, colaboró en diarios y revistas importantes, obtuvo premios y empleos, dictó clases, pronunció conferencias y discursos, integró jurados, viajó por diversos países, compartió la mesa y el estrado con literatos consagrados y adquirió en vida una relativa celebridad, al menos rioplatense.
¿Qué otro fruto sazonado podía alargarle la mano venturosa de la vida? Fue ponderada como una mujer singular e influyente. Y si bien nunca pudo sostenerse económicamente sólo de sus regalías como autora, no era ésa una situación para nada inusual entre los escritores argentinos.
Pero en un punto de su existencia, el diagnóstico de una enfermedad incurable modificó aquel élan y desvió su itinerario ascendente. Y ya nada valían aquellos logros mundanos, bien ganados por cierto, ante la tragedia que se cernía sobre su cuerpo. Su psiquis, desde años antes proclive a la paranoia y a la neurastenia, hizo el resto.
Los prejuiciosos no le perdonaron sus audacias y su tremendo sentido de la independencia. Ella respondió con los versos de “Oveja descarriada”. Se sabía distinta a la mayoría y de hecho lo era por inteligencia, por inspiración, por fluidez de estilo, por sofisticación de vocabulario y por el arrojo rebelde de sus temas literarios y de sus decisiones personales. Además era una oradora sobresaliente, tomando ventaja para ello de su erudición, de su afinada dicción metálica y de su destreza expresiva en el arte epocal del recitado. Todo ello lo demostró en su viaje a Montevideo en 1920, donde fue poco menos que ovacionada.
Pero no bastaba el ingenio de los epigramas geniales para prevalecer ante una sociedad condenatoria (vaya si lo prueba el caso de Oscar Wilde, a modo de ejemplo) o ante una crítica hostil, que, tratándose de Alfonsina, se entretenía en raspar con la espátula cada verso, detectando supuestos yerros en minucias técnicas de métrica o de acentuación de sílabas. Como señaló el citado Forgione, aquellos censores implacables ignoraron el conjunto de una obra coherente y formaron dictamen inapelable a través de citas truncas y breves, invariablemente de contenido erótico o sensual.
Partían de la distinción absurda entre una ética femenina y otra masculina, acentuando la reprobación, en la escritora-mujer, de lo mismo que aplaudían en el escritor-varón. Y lo que en los versos masculinos pudo llamarse “pasión”, en los de ella era “arrebatamiento báquico…jadeo dificultoso de canéfora…”, como se afirmó.
José Fernández Coria sostenía en 1921 que la poesía amatoria era impropia de una mujer, porque era algo así como “desnudarse ante los ojos extraños” (sic). Para esta visión , la mujer debía inspirar versos en lugar de escribirlos. Otro tanto sostuvo Ortega y Gasset, cuando decía que el lirismo en la mujer conducía a “todas las banalidades del feminismo” (sic).
Pero quizá la censura más severa y más personalizada que cita Forgione la haya pronunciado E. Suárez Calimano en 1926, aludiendo explícitamente a Alfonsina Storni, a quien juzgaba en general monocorde en su inspiración y torturada -real o imaginariamente- por el instinto sexual. No vacilaba en denunciar el falso arte de “una caterva de mujeres muy comparables a la nube de declamadoras, tonadilleras y bailarinas de género que agobian nuestros días con su exhibicionismo” (sic).
¿Qué pendones enarbolaba Alfonsina? Denuncia la desigualdad entre hombres y mujeres, desafiando aquel doble standard sexual, tal como siglos antes lo había hecho Sor Juana Inés de la Cruz en “Hombres necios que acusáis”. Y como ha señalado la citada Skledar Matijevic, la autora va más allá, poniendo en crisis la oposición binaria masculino-femenino, tanto en su ensayismo como en sus ideas acerca de la libertad sexual, llegando a asumir posiciones consideradas masculinas en materia de trabajo y vida personal, disponiendo para sí y exigiendo de los demás una mayor independencia que el momento social solía permitir.
Estas circunstancias favorecen el que hoy la figura de Alfonsina Storni sea fácilmente apropiada como ícono de cierto feminismo, circunstancia que habría que matizar. Porque aunque no hay dudas de que la independencia de la mujer es una parte relevante de su obra y de su vida, sin embargo, las ideas de la escritora y sus propias opciones personales, analizadas con objetividad, la alejan de las agendas feministas más radicalizadas o del resentimiento anti-masculino. Luchó desde su oficio por la paridad de trato (social y laboral) para ambos sexos y por la emancipación de la mujer, pero no militó en favor de la eliminación, ni simbólica ni física, del macho de la especie. Por el contrario, disfrutaba de la amistad de los varones y hasta supo ser rigurosamente pedagógica (maestra al fin!) frente a esos machismos de salón o de alcoba, que disimulaban hombrías inmaduras y meramente discursivas. Porque al hombre lo estimaba a la altura de las legítimas expectativas femeninas, en la plenitud de su carácter masculino y no en el vaivén volátil de un “pelele” pusilánime o de un donjuanismo pretencioso, soñador de mujeres a la medida del ideal masculino y siempre presto a levantar el dedo inquisidor del prejuicio, ante el pasado de una mujer de carne y hueso.
De ahí la exigencia de una reciedumbre moral cuya fuente ascética es el mismo estado de naturaleza que debió asumir “La Loba”, al romper con el rebaño. Así lo escribió, implacable, en “Tú me quieres blanca”:
Huye hacia los bosques
Vete a la montaña
Límpiate la boca
Vive en las cabañas
Toca con las manos
La tierra mojada
Alimenta el cuerpo
Con raíz amarga
Bebe de las rocas
Duerme sobre escarcha
Renueva tejidos
Con salitre y agua
Habla con los pájaros
Y lévate al alba
Y cuando las carnes
Te sean tornadas
Y cuando hayas puesto
En ellas el alma
Que por las alcobas
Se quedó enredada
Entonces buen hombre
Preténdeme blanca
Preténdeme nívea
Preténdeme casta
Por ello, a mi juicio sigue siendo válida la observación de Alberto Acereda en cuanto a que el discurso de Alfonsina si bien predica la imperiosa igualdad de ambos sexos y el respeto a la libertad personal de las mujeres, admite la necesidad del varón como compañero.
La muerte y el mar
Si tiene razón Forgione y la vida de Alfonsina Storni se cifra en su obra, entonces allí está también el anuncio de su trágico final. La muerte fue en ella el punto de reposo de una existencia poblada de fatigas que debió construirse por fuera de los roles convencionales. Y fue también el cese de esa mezcla de dolores físicos causados por el cáncer y de tormentos mentales causados por su depresión recurrente.
Un día estaré muerta, fría como la piedra,
Quieta como el olvido, triste como la hiedra
En “Partida” y en “Yo en el fondo del mar”, ya había asumido el tono simbólico de una despedida madurada, en ese escenario nocturnal y marino asociado a la muerte.
Viajó al Uruguay en 1938 dispuesta a poner fin a su vida, pero le faltó el valor para hacerlo, según se lo confesó a Julia Priluzky Farni. Algo así le sugirió, también, a Margarita Abella de Caprile en un recreo del Delta, al mes siguiente. Decía que su energía estaba consumida: volvía, pues, al núcleo de aquel poema juvenil que fue “La inquietud del rosal”, el de una existencia en tensión, que se agota de puro florecer y que quema su savia precipitadamente.
Dos días después del encuentro en el Tigre viajó a Mar del Plata. Se embarcó en Plaza Constitución pasadas las nueve de la noche. Allí la despidieron su hijo Alejandro y la escritora Luisa Oroli de Pizzigati, en cuya casa-hotel o pensión se iba a alojar. El pensamiento acerca del cáncer obsesionaba sus lecturas por entonces. Tres años antes le había sido practicada una mastectomía, lo cual sumó penurias adicionales a sus neurastenias, a su paranoia y a sus padecimientos corporales.
El jueves 20 de octubre de 1938 pasó unas horas escribiendo bajo una enredadera de la casa, tapada con un poncho. Eran los versos del adiós en formato de “anti-soneto” (catorce versos sin rima), que publicó La Nación el miércoles 26: Voy a dormir…
Al pie de las metáforas preciosistas, enmarañadas e introspectivas, que describen su morada definitiva (las sábanas terrosas/y el edredón de musgos escardados…) alumbrada por una constelación, dejó plantado aquel enigma, punzante como un acertijo irresuelto y abierto a mil conjeturas : Si él llama nuevamente por teléfono/ le dices que no insista, que he salido…
El día sábado despachó en el correo el sobre con el poema postrero. Pasó el domingo 23 casi todo el día en el jardín, como atesorando por última vez los palmos de naturaleza minúscula que su mano podía acariciar. La mucama Celinda Abarza caminó a su lado al salir para oír misa y ella alcanzó a decirle desde la puerta: “Reza también por mí, chiquita…”
Al día siguiente, flagelada de dolor tras una noche atroz, dictó a Celinda la esquela para su hijo: “-Suéñame que me hace falta…-” No podía empujar el lápiz sobre el papel. También escribió una carta a Manuel Gálvez, pidiendo asistencia para su vástago. Cumplido el ritual de ese ultimo saludo y el deber de esta última petición, ya nada le quedaba por cumplir o pedir. Había planificado al detalle la escenificación del último acto de su vida y no se desvió de aquel libreto fatal, macerado en el dolor y sostenido en la determinación del libre albedrío.
El martes 25, minutos después de la una de la madrugada (según relataron Celinda y el casero José Porto) salió de su cuarto rumbo a la playa. Al parecer, fue vista mientras andaba por La Perla. Y en ese deambular solitario y sin rumbo, no buscaría respuestas a los incontables interrogantes existenciales que acicatean a las mentes brillantes, porque tal vez, entonces, su reino que ya no fuera de este mundo.
A las siete, Celinda cumplió el protocolo de llevarle el desayuno, pero nadie respondió al golpe de los nudillos en la puerta, y se creyó que estaba descansando. Casi una hora más tarde, faltando cinco minutos para las ocho de la mañana, fue avistado un cuerpo de mujer flotando en el mar helado, a pocos metros de la costa. Atilio Pierini, obrero de la Dirección de Puertos, se arrojó al agua munido de una cuerda que enganchó a las ropas del cadáver para arrastrarlo a la orilla, ayudado por dos agentes de policía. Las diligencias procesales de rutina demoraron unos veinte minutos, mientras aquella corteza inerte permanecía sobre la arena, arrullada por las olas que rompían muy cerca. Nunca sabremos si aún podía oírlas.
Pese a que la popular versión lírica de su muerte pretende que se internó en el mar caminando lentamente sobre una “blanda arena”, como dice la canción, lo más verosímil es que se haya arrojado desde la escollera del Club Argentino de Mujeres, donde se halló un zapato suyo enganchado en los fierros del piso desgastado. Cerca de allí se levantó, por iniciativa de “La Peña” (una agrupación de artistas y escritores que solían reunirse en el sótano del café Tortoni) un monumento con forma de estela de piedra dotada de un relieve alegórico, obra de Luis Perlotti, convertido con el tiempo casi en un sitio de peregrinación.
Por la tarde se organizó un tributo en el Colegio Nacional de Mar del Plata y, esa misma noche, el féretro con sus restos partió en tren hacia Buenos Aires.
Fue velada en la sede del Club Argentino de Mujeres ubicado en la calle Maipú, y su cortejo fue acompañado por numerosos escritores, magistrados y artistas. Se la enterró provisoriamente en la Recoleta, en una bóveda prestada.
El 21 de noviembre, el Senado de la Nación le rindió un homenaje, cuyo discurso fue pronunciado por Alfredo Palacios. No sólo hizo el elogio de Alfonsina, sino que la ubicó en esa trilogía de escritores suicidas que en dos años habían desertado de la vida: Lugones, Quiroga y ella. Algo debía significar para los argentinos.
El monumento sepulcral en la Chacarita
Merece relatarse la historia de su tumba definitiva y de su monumento en el cementerio de la Chacarita.
Aquella agrupación “La Peña” comenzó a gestionar, en 1945, la cesión de un terreno en el enterratorio general de la Capital, para trasladar los restos de Alfonsina y cobijarlos en un mausoleo apropiado al mérito de ella. Pero las gestiones se demoraron por casi dos décadas y, recién en 1961, se logró la aprobación de la ordenanza y el decreto municipal que otorgaban a los peticionantes una parcela en la sección número 7, dentro del llamado “Recinto de Personalidades”.
La dádiva municipal sólo alcanzaba al terreno, ya que el monumento debía ser costeado por “La Peña”, cuya comisión directiva integraba, por entonces, el pintor Benito Quinquela Martín, que fue amigo y consejero de la escritora. Fue él quien adelantó los fondos necesarios para el avance de la tarea artística, confiada al escultor argentino Julio César Vergottini. La Municipalidad, a su vez, colaboró en aspectos constructivos del sepulcro propiamente dicho, y a ella se sumó, con ideas de diseño, el arquitecto Arturo Ochoa.
Se dijo que el interior de la bóveda, adornado con una cruz de ónix, debía ser el primer recinto sepulcral de colores en la Chacarita. No es de extrañar, estando involucrado Quinquela en el proyecto.
La tumba es dominada exteriormente por una estatua de tres metros de altura, realizada con granito rosado de San Luis, que representa a “La Poesía”. La actitud de la bella figura femenina (erguida y con los ojos cerrados, sus brazos algo retraídos y el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante), ¿podría sugerir del modo más estilizado aquel instante decisivo del salto hacia las aguas? De ser así, la piedra esculpida perpetúa no sólo el recuerdo de su nombre y de su gesta, sino también el eco de ese momento liberador y tremendo, que vino a rubricar, para Alfonsina Storni, el dictum de Gardel y Le Pera: que es un soplo la vida…
La ceremonia inaugural se cumplió el 22 de setiembre de 1963 en horas de la mañana y fue presidida por el intendente Alberto Prebisch, quien recibió el monumento en nombre de la ciudad. Quinquela Martín cumplió escrupulosamente el ritual de la entrega, en tanto el poeta Joaquín Gómez Baz pronuncio un discurso.
La invitación al acto pedía a los concurrentes que llevaran “una flor para Alfonsina”.
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