Samanta se acomoda al lado de su mamá, enciende la cámara y sonríe. Pasaron 25 años desde que empezó todo y es la primera vez, coinciden, que se sienten tranquilas. Lo que dicen, se ve: ya no tienen el terror marcado en sus miradas. Fueron años de luchar juntas para que el hombre que abusó sexualmente de Samanta cuando era una nena fuera preso: décadas en las que el abusador gozó de una impunidad imposible de entender, hasta que, creyendo que era intocable, “pisó el palito”.
Hoy es el #8M, Día internacional de la Mujer Trabajadora, un símbolo de las mujeres que luchan. Y ahora que la violación grupal en Palermo volvió a poner a la violencia sexual en el centro de la escena, la historia de Samanta y su mamá cobra nuevos sentidos: es la historia de mujeres que lucharon juntas para conseguir justicia, de una Samanta que fue víctima de niña y que hoy, ya mujer y sobreviviente, la encontró: de una forma discutible, pero la encontró.
Un abusador en casa
Carlos Elizalde era amigo de la familia. “Nos lo había presentado mi primo, que tiene seis hijas mujeres”, cuenta a Infobae Gabriela Degaetano, la mamá de Samanta, que ahora tiene 53 años y atiende una ferretería. “Venía a casa con su esposa y con sus hijos, nos íbamos de vacaciones juntos, nunca te imaginás algo así”.
Era 1996, del tema se hablaba poco y nada, y el común de la gente creía que un abusador lucía como en las películas: el desconocido con capucha, el hombre de la bolsa. Elizalde, por el contrario, era el pochoclero de Brandsen -una pequeña ciudad de sólo 16.000 habitantes-, por lo que era habitual verlo en la calle con el carro, rodeado de niños y aura de caramelo.
“Como él tenía una hija -sigue Samanta- siempre me venía a buscar y me llevaba a jugar a su casa, supuestamente. Digo así porque antes de llevarme a la casa paraba en el camino y aprovechaba para hacer lo que no debía con una niña”. Lo que Elizalde hacía era parar en un descampado escondido, besarla, manosearla: 8 años tenía Samanta.
Inmediatamente después venían las amenazas: “Me decía que si yo decía algo iba a matar a mi mamá y a mi papá. Así que, obviamente, no se me cruzaba por la cabeza contarlo. Yo me acuerdo que veía a un monstruo, literalmente: era súper alto, al menos desde la mirada de la nena que era yo”.
Samanta cumplió los 9 en silencio, los 10, los 11 años: los abusos, mientras tanto, seguían ocurriendo. “Lo que pasó -sigue la mamá- es que empecé a ver a Samy triste. ¿Por qué iba a estar triste una nena de 11 años? Y un día la llevo a la casa de la maestra, porque la hija era su amiguita, le cuento que la veía angustiada y me dice ‘yo también, tendrías que preguntarle’”.
Ese día Gabriela le preguntó, una vez, otra, otra más: “¿Qué te pasa?, ¿qué te pasa?, hija, ¿qué te pasó?“. “Mi mamá me miraba a los ojos, me agarraba de los hombros y me decía ‘hablá, por favor, hablá’. Hasta que yo empecé a decir su nombre, lo único que repetía era su nombre: Carlos Elizalde, Carlos Elizalde. Ese día lo recuerdo como si fuera hoy, hasta lo que tenía puesto me acuerdo. Ella me empezó a preguntar ‘¿qué te hizo?’ y le conté. Fue muy feo”.
Su mamá corrió a la habitación de arriba, levantó el teléfono de línea y llamó a la casa del abusador. “Me atiende la esposa y le digo ‘tu marido está abusando de mi hija’, y ¿sabés qué me contestó?: ‘Tu hija lo provoca’. Y me cortó”. Más que la barbaridad de lo que le dijo -una nena provocando sexualmente a un adulto-, Gabriela reparó en otro detalle: “Entonces ella sabía”.
Ese mismo día de 1999, Gabriela y su marido fueron a la comisaría a hacer la denuncia con su hija de la mano. Los recibió una mujer policía que, mientras cruzaba las piernas, les advirtió: “¿Y para qué van a hacer la denuncia? Igual no te van a dar bolilla”.
En la desidia había algo de verdad, porque lograron hacer la denuncia pero nunca jamás pasó nada. “Él tenía amigos en la comisaría”, explica Gabriela. La impunidad le mostró al abusador que no había razón por la que sentirse amedrentado. Y durante todos los años que siguieron se ocupó de hostigar a la familia.
Tres años después de la denuncia, por elegir una de las veces, le cruzó el auto a la mamá de Samanta, que iba en moto y estaba embarazada. La atropelló, la tiró, la mujer pasó un día internada. ¿Qué pasó? Nada. “Sentía mucha impotencia -cuenta Gabriela a Infobae-. Yo iba a hacer la denuncia y me contestaban ‘bueno señora, vaya por otra calle así no se lo cruza’. Después veía al oficial que me había tomado la denuncia en el carro de pochoclos”.
No estás sola
Poco tiempo después, en 2003, un hombre golpeó la puerta de la casa de la familia: era el padre de Romina Llanos, otra chica de la que el pochoclero había abusado sexualmente desde los 7 años hasta los 12 años. Romina era vecina del pochoclero, iba a su casa porque jugaba con sus hijos y, en su denuncia, contó que, entre otros abusos, había sido violada por él en un campo familiar.
Las familias se unieron con la idea de juntar las causas. “Y tampoco pasó nada, quedó todo ahí, estancadísimo”, sigue Samanta. El abusador también amenazaba a la familia de Romina, simulaba atropellarlos en la calle.
“Por eso nosotras, con la otra chica que había pasado por lo mismo, llegamos a decir ‘ya está, no hagamos más nada, si nadie nos escucha’. El riesgo era cada vez mayor, la posibilidad de la muerte estaba ahí siempre. Yo creo que hoy no es tan así, era otra época, creo que hoy te escuchan más”.
Durante los años que siguieron, Elizalde y la mujer les cruzaban el auto y los insultaban. “También golpeó a mis hermanos con ese mismo bate”, dice Samanta, y habla del bate que terminó siendo, muchos años después, el elemento con el que Elizalde “pisó el palito”.
Hicieron la denuncia después de cada amenaza, jamás pasó nada. Cuando cambió el comisario se enteraron: “Nuestras denuncias no existían, no estaban, supuestamente se habían perdido”. Gabriela había fotocopiado todo, así que las llevaron a la Fiscalía 7ª de La Plata. ¿Y qué pasó? Nada.
Crecer
Sin protección, Samanta naturalizó el hostigamiento. Vivía a cuatro cuadras de la casa del abusador, y se acostumbró a salir sólo a la hora en la que sabía que él estaba en un punto fijo con el carro de pochoclos. A los 17 conoció a quien hoy es su marido y terminó de encerrarse: “Ahora me doy cuenta, a los 21 ya era mamá, fue la forma de quedarme adentro, literal”.
El pochoclero se le aparecía cuando Samanta salía del jardín con su hijo en brazos, por lo que a veces ella terminaba a los gritos, temblando. Samanta, sin embargo, no le contaba a nadie sobre ese hostigamiento, ni siquiera a su marido.
“Me lo guardaba”, dice a Infobae. Y ahora que estudia biodescodificación entiende por qué: “Sé que en el inconsciente queda grabado el miedo, y el ‘me va a matar’ o ‘va a matar a mis papás’, se volcó al miedo a que le hiciera algo a mi marido o a mis hijos, por eso no decía nada”.
Pasaron 21 años así hasta que en 2017 la impunidad le jugó al pochoclero una mala pasada. “Estaba seguro de que nunca le iba a pasar nada”, dice la mamá de Samanta. “Bueno, se equivocó”.
Mamá en un charco de sangre
Fue un día de abril de 2017 y Samanta manejaba su Renault 4, un auto tan particular que todos en Brandsen sabían que era el de ella. En el asiento del acompañante iba su marido. El pochoclero se apareció en la calle pero no vio que Samanta estaba acompañada y le hizo un gesto obsceno. Samanta entró en una crisis de nervios y su marido, que había visto todo, le preguntó: “¿Pero hace cuánto que pasa ésto?”.
Andrés, su marido, quiso ir a hacer la denuncia pero Samanta no: “Al día siguiente era el cumpleaños de 15 de mi hermana, no le quería arruinar ese momento”, cuenta ella. El marido fingió aceptar su decisión pero, apenas pasó el cumpleaños, dijo que iba a llevar a la perra a la veterinaria y, de regreso, pasó con el Renault 4 por la calle por la que Samanta evitaba usar para no cruzarlo.
El pochoclero creyó que era ella y le tiró el auto encima. “Y resulta que quien bajó no era yo sino mi marido. Tuvieron una discusión y Elizalde salió con una fusta de policía y el hijo con una cuchilla, al día de hoy mi auto tiene el agujero de la cuchillada”.
Lo siguiente fue el teléfono que sonó: “Era mi marido, me decía que fuera a la comisaría”, sigue Samanta. “Yo me puse a llorar como si tuviera 11 años de nuevo. Mi mamá no me preguntó nada y entendió todo, por eso digo que es tan importante la conexión con los hijos, conocerlos, saber qué les pasa”.
Como aquella primera vez que habían hecho la denuncia, Samanta corrió a la comisaría con su mamá y su papá. En la puerta, Elizalde esperaba con el bate entre las manos. Cuando la mamá de Samanta se acercó ensimismada, Elizalde gritó “te voy a matar, hija de puta”, y le pegó un batazo en la cabeza.
La mujer quedó en el piso inconsciente y en un charco de sangre.
“Dicen que estaba lleno de gente pero yo me di vuelta y lo único que vi fue a mi mamá tirada en el piso llena de sangre. Yo no vi a nadie, estaba ciega, se me paró el mundo. Yo creí que estaba muerta, él había cumplido, había matado a mi mamá. En ese momento volví a ser una nena de 4, de 8 años, no sé...”.
Una mujer policía agarró a Samanta, que tenía casi 30 años y lloraba desesperada, y le repitió una vez, dos, “está viva, mirame, calmate, tu mamá está viva”.
“El batazo fue para callarla”, eso dice Samanta ahora. No sólo no logró callarla sino que pisó el palito, porque el ataque había sucedido a la vista de todos y en la puerta de una comisaría. También había atacado a batazos al papá de Samanta, que terminó bañado en sangre.
Gabriela estuvo 24 horas inconsciente: el batazo le había provocado una fractura de cráneo. “Cuando le hacían las resonancias nos decían: ‘No sabemos cómo está viva’”, recuerda Samanta. Le dieron el alta pero Gabriela pasó los siguientes seis meses en la cama con un dolor indescriptible. Nunca recuperó el gusto, tampoco el olfato, con todo lo que eso significa porque, entre otras cosas, se le incendió la casa y ella, sin olfato, no se dio cuenta.
Elizalde, mientras tanto, fue imputado por “lesiones leves” y quedó en libertad. “Entiendo que no sabían todo lo que había detrás, sino no hay forma”, piensa Samanta. En libertad se fugó: se escapó a Tres Arroyos.
“Y ahí si lo fueron a buscar. Fueron cuatro días que para nosotras fueron como años porque sabíamos que estaba libre pero no sabíamos dónde. Una vez llamé a la policía para decirle ‘está en el techo de mi casa’. Ahora me doy cuenta de que no, pero el miedo me hacía imaginar cosas”, cuenta Samanta.
Fue en esos días que organizaron marchas en Brandsen, convocaron a los medios. “Yo estaba desesperada”, dice Samanta. Lo encontraron y, por fin, quedó detenido.
Fue después del ataque, que salió en los medios locales, que se acercó a ellas Paola Albarracín, que también había sido abusada por él desde los 4 años y nunca se lo había podido contar a nadie. La chica era sobrina del pochoclero y el año anterior lo había denunciado por coacción, porque también la había amenazado de muerte frente a su hijo.
La denuncia por las lesiones con el bate contra los padres de Samanta se adosó a la de coacción, pero lo que siguió fueron otros 4 años sin fecha de juicio: en el medio, la pandemia. Hasta que se fijó fecha para octubre del año pasado por el delito de “tentativa de homicidio calificado en contexto de violencia de género (contra la mamá de Samanta) y tentativa de homicidio simple (contra el papá)”, más el delito de “coacción” (contra Paola).
El juicio no fue por los abusos sexuales que, de tanto oídos sordos, habían prescrito.
En las mieles de la impunidad, Elizalde había pecado de confiado: fue condenado a 17 años de prisión. “Te soy sincera, sí nos hubiera gustado que hubiera sido condenado por los abusos sexuales, pero igual siento que fuimos escuchadas, porque nosotras pudimos declarar. En mi caso, porque detrás del batazo había una historia que había empezado con lo que me había hecho a mí. Por eso les digo a las chicas que hablen, que el silencio siempre beneficia al abusador, hoy hay otra escucha”, dice Samanta.
A pesar de que Elizalde no fue condenado por los abusos, Samanta y su mamá sienten que hubo reparación: “Sí siento que se hizo justicia, porque está preso. No importa el cómo, por fin está preso, y nosotras por primera vez estamos tranquilas”, cierra la joven, que ahora tiene 34 años.
Lo que siente, desde que escuchó la condena, es que se sacó “una bolsa de adoquines” de adentro del cuerpo. “Liberación, esa es la palabra. Yo sé que el pasado me encadena y si me quedo allá, quedo encadenada. Luchamos juntas para esto: yo no soy más víctima, yo no soy más eso”.
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