Es una mañana diáfana de febrero, en vísperas de carnaval, y Néstor Gómez camina sobre su jardín perfumado, guiando el paso hacia su taller. Se hace paso entre los yuyos y los perros, vestido de camisa larga y jean, y entonces invita a entrar a su espacio de trabajo, a un costado de su casa, ubicada lejos del casco urbano de Ranchos.
“Allá en el fondo vivió papá hasta casi sus cien años”, larga, con voz grave, y poco después se enorgullece que su padre, Don Martín Gómez, uno de los maestros en el arte de la soga en el mundo, nunca se fue de su lugar, viviendo hasta los 99 años en la casa principalmente construida de adobe y paja, la que había sido, además, la casa del primer alcalde del pueblo.
En la obra de Don Martín se destacaban los delicados trenzados, bozales, maneas, rebenques y lazos: casi todo lo que necesitaba un hombre a caballo. Un oficio tan antiguo como poco conocido en la actualidad: las últimas generaciones no le han dado demasiada atención. Se los conoce como guasqueros, artesanos del cuero crudo -guasca, del quechua waskha, significa “soga o tira de cuero utilizada para trabajos rurales”-, son una figura típica del Río de la Plata y parte de Rio Grande do Sul y se estima que nacieron con las conquistas españolas.
El espíritu de Don Martín Gómez sigue intacto en el taller, pequeño, sencillo y atestado de sogas, herramientas y objetos de campo. Don Martín es recordado en el panteón de los vecinos más queridos del pueblo, fallecido en 2017 y considerado junto a su taller como patrimonio cultural e histórico por su trabajo de artesanía con el cuero crudo.
“Trataba con soltura y atención a un paisano poco ilustrado como a un funcionario público o a quien poseía título universitario”, dice Néstor, uno de sus dos hijos, quien continúa su legado por la huella de lonjas y tientos y ahora se sienta en el mismo lugar de su padre, en un rincón del taller.
Un músico de la zona, Marcelo Maddoni, le dedicó un tema antes de su muerte: “Martín Gómez ya sabe quién es/humilde y sencillo no tiene revés/en la pampa creció su niñez/trovador de llanura, soguero de ley/zorzales y calandrias le cantan/y en sus firmes mañana trabaja/el amor ha trenzado a su vida, como el tiento de la sudadera/”.
Y la poeta Ana María Lahitte, los siguientes versos: “¿Qué trenza Martín Gómez? El pasado de Ranchos y esa lonja de hombría/que sólo el temple criollo y la experiencia/confunden un tiento o en una vidalita/Trenza la soledad y el desconsuelo/la tradición, la fe, la tierra viva/el agua, el sol, el viento desatado/la raza, las cenizas/Y sonríe al trenzar, porque en el pulso trenza la propia vida”.
“A papá no le importaba la fama, y eso que le llegaba el cariño desde distintas partes del mundo. Él se sorprendía haber llegado a lugares remotos, y varias veces rechazó fortunas que le ofrecieron por comprarle sus cosas. Pero si no sentía cómodo o no le alteraban su rutina, a las ofertas simplemente las descartaba, sin hacer distinciones”, cuenta Néstor, mostrando algunas prendas que todavía resguarda de su padre. Soguero emblema del pueblo y del país, por el boca a boca y la nobleza de sus materiales llegó con sus prendas a clientes de Arabia Saudita, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, Francia, Italia y España, entre otros, el rey Juan Carlos y el papa Juan Pablo II.
Don Martín, que nunca viajó más allá de Buenos Aires y algunas otras provincias, solía recibir encomiendas del exterior. En la década del 50 le enviaron una desde Australia a la estación de tren de Ranchos. Era una caja con cuatro cueros de canguro para que los trabajara.
“El cuero de canguro es similar al de la vizcacha o el chancho. Todo bicho que camina tiene un potencial para ser trabajado”, explicaba, con la franqueza y el bajo perfil que le conocieron quienes lo trataron, pese a su notable sabiduría sobre cueros de animales. A lo que Néstor, ahora, le suma detalles aterradores: “Y también hay relatos antiguos de que el cuero de los humanos, después de las trifulcas, se usaba para armar prendas y objetos de campo. No hay que ir lejos en la historia, porque también sabemos qué hizo Hitler con los judíos”.
“Lo recordamos siempre con una sonrisa, siempre estaba dispuesto y de buen humor. Era amable, buen amigo”, resume una de las guías del Museo Histórico Regional “María Inés Martínez”, donde hay una sala permanente de Martín Gómez con la artesanías, fotografías y premios otorgadas a una de las figuras más destacadas de la localidad. Ranchos es uno de los pueblos bonaerenses típicamente rurales, ciudad cabecera del partido de General Paz, conocido por sus casas bajas, por ser el lugar de nacimiento del Tata Brown, campeón mundial en 1986, por un fortín de la época del Virreinato del Río de La Plata y luego usado para la Campaña del Desierto del General Roca en la línea de la frontera, por una laguna de atardeceres idílicos, entre la calma bucólica y la amabilidad de vecinos que se saludan al cruzarse en las calle -lo que, a la vez, se puede convertir en su reverso asfixiante de pueblo chico, infierno grande-. “Sin salir de su taller, donde pasaba casi todo el día, mi viejo fue uno de los hombres más conocidos en el mundo sin tener Facebook ni propiedades ni negocios -acota pícaramente Néstor, su hijo-. Hace poco una prenda de él llegó a un pueblo de Italia y una señora la reconoció al instante. Tenía una revista de Europa guardada en su casa donde se había contado su historia, años atrás. Afuera se vuelven locos con nuestras cosas, y acá no sabemos quiénes son”.
“Para aprender, no hay nada mejor que carecer, pero quien tiene una inquietud…”, “Yo trabajo con cuero natural y lo ablando a golpes, no le echo ninguna química y puede durar quinientos o mil años”, eran frases predilectas al uso de Martín Gómez, reconocido por su trenzado del cuero de estilo propio, “el más fino y completo de los sogueros argentinos”, según el experto Luis Alberto Flores. Toda una vida en el campo.
Había nacido el 11 de noviembre de 1918 en la Estancia El Espartillar, partido de Chascomús: su padre Alejandro Gómez, de Gualeguay, y su madre Alberta Landa, porteña y de pasado indígena, eran puesteros. Fue una de las familias más numerosas de la región. Desde chico Martín fue resero rural, peón e inclusive puestero y era el mayor de 16 hermanos -10 varones y 6 mujeres- y creció entre caballos, ovejas y vacas. Trabajaban para dueños ingleses. Hasta los 25 años estuvo con su familia, y luego se especializó en el cuero. “Nadie me enseñó a trabajarlo. Los errores me ayudaron a avanzar. Al cuero nunca le eché nada, sólo trabajo”, repetía Don Martín sobre un oficio que aprendió de forma autodidacta junto a otros como hojalatero, tachero y zapatero.
Néstor dice que su padre nunca fue a comprar a una curtiembre, se resistía a los materiales sintéticos. Aprendió de él que el cuero es un material indestructible, al que sólo debe sobarse con la grasa del animal. Y que no existen dos sogueros que trabajen de la misma manera, “como los que tocan la guitarra”, al decir de Don Martín.
“Empecé a los 10 años. Se dio que en un invierno no había tanto trabajo y sogué unas riendas pa` domar, porque yo domaba, y les gustaron a los otros. Así fue. Todavía había arreos, se salía con tropas pa` un lado y pa` otro. Los otros preguntaban, ¿y ese cabestro? ¿y esa manea? ¿y esas riendas? Y me empezaron a encargar. Cada tanto aparecían a encargarme trabajos”, contaba Don Martín en el cortometraje “Cuero crudo”, filmado a principios de los 70 por Alberto Antonini. Tiempo después, el trenzador sería reconocido por la Universidad de Bellas Artes de Buenos Aires y filmado y documentado por el filántropo norteamericano Edward Tulker, quien donó sus materiales a la Universidad de Texas, en Austin.
Hoy Néstor recuerda que su padre solía decir que el terror del cuero era el cuchillo. El cuchillo podía arruinar el material con su raspado, por eso se cuereaba a golpes o a cincha. Se elegían las partes, se raspaba y después a cincha o a golpes. Y después se cuereaba con el cabo del cuchillo, con la parte de atrás. El cuero, en las manos de Don Martín, era una pieza de colección. Se estiraba al sol clavado con una cantidad de clavos para luego sacar tientos.
“El secreto está en el momento que se le quita el cuero a la vaca: hay que tensarlo bien y que quede muy tirante y se lo deja secar. El trabajo principal que hay que hacer es estirarlo bien cuando está fresco. El tipo de cuero me dice para qué lo voy a usar. El cuero manda: no todo sirve para hacer una soga, un bozal o una rienda. Para el rebenque, por ejemplo, el cuero tiene que ser bien parejo. Y yo hago las cosas para que duren”, solía resumir el proceso Don Martín, que se fijaba también en la sana alimentación de los animales y hasta en los insecticidas y fumigaciones que se echaban en el campo para medir la calidad de los cueros. Tal vez por eso es que el cuero de la cuenca del Salado, por sus propiedades provenientes de los minerales del pasto y del agua, sigue siendo considerado como uno de los más prestigiosos del mundo.
Don Martín dio clases por décadas en el museo de Ranchos, los sábados a la tarde, gratuitamente, pero no logró tener sucesores. Había conquistado la meca rural de Buenos Aires y a partir de allí logró numerosos premios. En 1969 obtuvo el premio mayor en ocho de las nueve muestras que se organizaron de artesanías en cuero crudo en la Sociedad Rural Argentina durante la exposición de Caballos Criollos, y en la restante obtuvo el segundo detrás de Ricardo González. Fue reconocido por el investigador Augusto Raúl Cortázar, y obtuvo el máximo galardón en 1992 en la primera edición del Premio El Guasquero.
“Las artesanías en cuero que elabora Martín Gómez, artesano que se halla entre los contemporáneos de mayor jerarquía, obedecen a un equilibrio en las proporciones y a la creatividad de diseño”, se leyó en uno de los reconocimientos, entre los que obtuvo una medalla de plata del Fondo Nacional de las Artes, de la Academia Nacional del Folklore y el máximo laurel otorgado por el Centro Internacional para la Conservación del Patrimonio -CICOP- de Argentina.
“Soy famoso, salgo en las revistas, pero sin querer. Todos los días vienen personas a conocerme. Las cosas hay que hacerlas bien, no hay otro secreto. Hay que portarse bien y ser responsable”, le dijo alguna vez a Bruce Grant, investigador norteamericano que lo mencionó en un libro que escribió sobre los trabajadores del cuero en el mundo.
Don Martín trabajaba solo, a veces con la ayuda de sus hijos. El olor a cuero se mezclaba en su taller con el de sus rosas y jazmines. No usaba anteojos ni herramientas industrializadas. Hay varias herramientas que hacen posible el oficio del guasquero, las principales son las lesnas de corte y de tejer, el sacatiento, el martillo y el cuchillo. Lonjear -sacar el pelo-, secar, estaquear -estirar-, cortar y sobar son los pasos necesarios para que el cuero quede listo para trabajar.
“Mi viejo era un visionario, tenía una técnica única. Era paciente, observador y también muy previsor. Guardaba el dinero en una lata, no invertía por invertir, y así fue que una vez la usó para una operación de urgencia de mi vieja. Y por las cosas del destino, fue mi vieja que lo había convencido de poner un plazo fijo en el banco, y a los ahorros se los comió el banco con el corralito del 2001. Pero mi viejo, en vez de renegar, miraba a los pajaritos y decía: ´Mirá ellos cómo están contentos con cantar y moverse por el aire´”.
Entre las artesanías de cuero crudo también existen pulseras, broches, llaveros, monederos, billeteras, carteras y materas. Néstor Gómez, que es jurado de la Sociedad Rural, hace años que no toma encargos. Le lleva mucho tiempo cada prenda y tiene clientes fijos que suelen ser coleccionistas: la marca Gómez se convirtió en un objeto de culto. “Ellos miran un boceto, una foto, y sabrán que es nuestro estilo”, dice Néstor, que en el taller se acompaña de mate y radio aunque confiesa que, desde que murió su padre, no puede tomar mate si no es en compañía.
En sus últimas anécdotas rescata que el 11 de noviembre, por el nacimiento de Martín, se nombró Día del Soguero a nivel provincial y ahora será nacional; que el experto Luis Flores conoció a su padre por una prenda comprada en Buenos Aires sin saber de quién era y que se tomó el tren por toda Buenos Aires buscando pueblo por pueblo hasta que lo encontró y se hicieron amigos; que cierta vez unos alemanes le compraron 20 cintos por una gran cantidad de dólares, pero que a partir de allí Martín no quiso saber más nada, por miedo a que sus prendas pierdan calidad y se industrializaran; que una tarde en Buenos Aires viajando en subte se cruzó con Antonio Carrizo y Atahualpa Yupanqui y que Yupanqui se le acercó al verlo vestido de gaucho, y Don Martín le habló horas de su oficio; que el Chaqueño Palavecino llegó un día en un auto, con su hermano, y Don Martín los recibió como si fueran dos vecinos más, el Chaqueño se quedó todo el día, comieron un asado y guitarrearon hasta la madrugada; y lo mismo con José Larralde, que fue capaz de haber permanecido sentado en una bolsa de alimentos en el taller obnubilado con los relatos de Don Martín.
Con los ojos humedecidos Néstor Gómez recuerda cada cumpleaños de su padre como si fueran una postal detenida en el tiempo, donde la gente caía en el campo sin ser previamente invitada, tan sólo para comerse un churrasco y tomar un trago de vino junto a Don Martín. Se vivía como una verdadera fiesta local.
En una de sus últimas entrevistas, Don Martín, astuto y de palabras simples, se despidió sin saberlo de la siguiente manera.
-¿Cómo hará alguien dentro de cien años para darse cuenta que una prenda fue hecha por usted?
-Capaz que le hago señas (ríe). Y, la cosa será que querrán imitarla. Les va a llevar tiempo. Capaz que hagan una, pero otra igual no.
-¿Y qué puede decir de la vida?
-Fui feliz porque hice lo que quise. Tomé lo bueno, y lo malo, bueno, no me interesó. Y sí, haría lo mismo con las sogas…. si ya sé hacer mi trabajo, ¿no?
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