Cuando por la radio se escuchó “¡Viva la libertad!”, la gente entendió que todo había concluido. La denominada Revolución Libertadora, que había estallado el viernes 16 de septiembre de 1955, había cumplido su cometido al derrocar al presidente Juan Domingo Perón. Los más enfervorizados opositores al gobierno anterior se dedicaron a derribar los bustos de Perón y de Evita, y a quemar en improvisadas fogatas callejeras afiches y folletos partidarios que en los nueve años anteriores habían inundado el país.
Enseguida el general Eduardo Lonardi, jefe del movimiento golpista, pronunció una frase que despertaría asombro, polémica e indignación entre los más recalcitrantes antiperonistas: “Ni vencedores ni vencidos”.
El 7 de octubre se creó la Comisión Nacional de Investigaciones, presidida por el almirante Leonardo Mc Lean. Su objetivo era el de dar vuelta como una media la gestión peronista y a todos los funcionarios que habían asumido desde el 4 de junio de 1946 a la fecha, encontrar irregularidades y juzgar a los responsables. El gobierno, que era de facto, se refería al peronista como la dictadura y se propuso investigar a Perón, al partido, a los legisladores peronistas, a la prensa adicta, la justicia, la política económica y lo que la comisión investigadora llamó “los grandes crímenes”: la muerte de Juan Duarte, los incendios a los partidos políticos, al Jockey Club, a las iglesias, a la Curia y las torturas.
Lonardi, con serios problemas de salud, tenía sus planes. Acariciaba la idea de algunos de sus colaboradores cercanos al sector nacionalista católico, de llegar a un acuerdo con los sindicatos, la mayoría en manos peronistas.
El 17 de octubre, la jornada emblemática para el justicialismo, sirvió para boicotear el plan de pacificación del presidente de facto. No fue una manifestación tan impactante, aunque el poder militar se dedicó a reprimirla con tanques Sherman; pero sí lo fue el paro general del 3 de noviembre, en el que el gobierno, tarde y de mala gana, admitió que había tenido un acatamiento entre un 75 y un 95 por ciento. En el interior subsistieron focos de resistencia, principalmente en la ciudad de Rosario.
En la noche del 12 de noviembre, Lonardi, su familia y una pareja amiga cenaban en la residencia de Olivos cuando un grupo de oficiales interrumpió la velada para manifestarle su inquietud por el rumbo que tomaba el gobierno. Mantuvieron una larguísima reunión, en la que el presidente de facto accedió a dejar de lado a alguno de sus colaboradores, aunque se negó a las otras peticiones, como la intervención de la CGT: “No sería lógico destruir los sindicatos y pedirles a los trabajadores que presten su colaboración”. Tampoco estuvo de acuerdo con disolver el Partido Peronista: “Sería poco hábil, desde el punto de vista democrático, poner el movimiento peronista en la clandestinidad y robustecerlo con la persecución”. Lonardi confiaba en que dicha agrupación se dividiría en muchas líneas internas. Prohibirlo significaría fortalecerlo.
Fue una reunión que finalizó cerca de las 7 de la mañana. Luego de dormir un par de horas, cuando se preparaba para ir a la Casa Rosada, desde el pie de la escalera que llevaba a sus habitaciones, el coronel Ossorio Arana le comunicó que las fuerzas armadas habían perdido su confianza y se le exigía su renuncia.
En casa de gobierno, el militar tuvo duras palabras con sus camaradas, que esperaban que el general Pedro Eugenio Aramburu asumiera la presidencia. De regreso a Olivos entregó un comunicado a los periodistas, en el que enfatizaba que no era exacto que hubiera presentado la renuncia, sino que había sido una decisión de un sector de las fuerzas armadas el de separarlo. El único que se animó a publicarlo fue el Buenos Aires Herald. El 22 de marzo, víctima de un derrame cerebral, Lonardi moriría en el Hospital Militar Central. Había sido presidente por 52 días.
El nuevo jefe del gobierno, el general Aramburu y su vice, el almirante Isaac Rojas, tenían otros planes. El 24 de noviembre se conoció el Decreto 3855 que establecía la disolución del Partido Peronista Masculino y Femenino.
El 5 de marzo de 1956 el Decreto Ley 4161 prohibía “la utilización, con fines de afirmación ideológica peronista (…) imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas que pretendan tal carácter o pudieran ser tenidas por alguien como tales pertenecientes o empleados por los individuos representativos u organismos del peronismo”.
Quedaban prohibidas las fotografías y esculturas de funcionarios peronistas o sus parientes, el escudo y la bandera peronista, el nombre propio del presidente depuesto y el de sus parientes. En el mismo sentido, no se podía pronunciar las expresiones “peronismo”, “peronista”, “justicialismo”, “justicialista”, “tercera posición”, la abreviatura “PP”, las fechas exaltadas por el “régimen depuesto”. Por supuesto no se podía cantar “Los Muchachos Peronistas” y “Evita Capitana”, aun fragmentos, y tampoco se podían reproducir discursos de Perón y Evita. El Estado se encargaría de hacer caducar las marcas que se hubieran registrado relacionadas al peronismo.
El periodismo también recibió instrucciones. Debía nombrar a Perón como “ex presidente”, “tirano prófugo” o “dictador depuesto”.
Los militares eran conscientes del poder de Evita, aún muerta. Esa “extraña mujer, que carecía de instrucción, pero no de intuición política; vehemente, manipuladora; fierecilla indomable, agresiva, espontánea, tal vez poco femenina…” eran algunos de los calificativos que la Revolución Libertadora usaba para referirse a la esposa de Perón.
En la noche del 23 de noviembre, el teniente coronel Carlos Moori Koenig, jefe del servicio de informaciones del Ejército, con un grupo de oficiales, se llevó el cuerpo embalsamado de Evita que estaba en el edificio de la CGT. Posiblemente, era el símbolo más valioso para la resistencia peronista, que ya había fantaseado con secuestrarlo. Como Koenig no sabía dónde ocultarlo, lo dejó en el altillo de la casa de su segundo, el mayor Eduardo Arandía. Una noche, creyendo escuchar ruidos, Arandía disparó a una sombra y mató de dos tiros a su esposa. Luego, un año estuvo escondido en el quinto piso del edificio de Callao y Viamonte hasta que, con la ayuda del Vaticano, se convino enterrarlo con el nombre de María Maggi de Magistris, en el cementerio del Musocco, en Milán.
Además de ocuparse del cadáver de Evita, hubo un rebautismo generalizado de cientos de lugares públicos en todo el país. La estación “Perón” pasó a llamarse Retiro, Ciudad Evita se la denominó “Ciudad General Belgrano” y así todo; la provincia de La Pampa abandonó la denominación de Eva Perón y lo mismo ocurrió con el Chaco, llamado como el ex presidente. Escuelas, hospitales, caminos, puentes, barcos, asociaciones intermedias corrieron la misma suerte.
El Palacio Unzué, una joya arquitectónica que durante el peronismo funcionó como residencia presidencial, fue demolido en 1958 para que dejase de ser un lugar de peregrinación, ya que en sus habitaciones del primer piso había fallecido Evita. En ese predio se levantó la Biblioteca Nacional.
El sacudón barrió en todos los niveles, tanto políticos, culturales, artísticos y periodísticos. Actores, actrices y cantantes que habían hecho carrera durante el gobierno peronista –el de Hugo del Carril fue un caso emblemático- cayeron en desgracia y aquellos que debieron dejar el país entre 1946 y 1955, como Libertad Lamarque o Nini Marshall y tantos otros, retornaron.
El valiente que se atreviese a violar dicha disposición se arriesgaba a ser condenado de 30 días a 6 años de prisión y a una multa que iba de los 500 al millón de pesos moneda nacional. Y si el infractor fuera dueño de un comercio, una clausura de 15 días o para siempre en caso de reincidencia.
A través del Decreto 4258 se estableció la inhabilitación para ocupar cargos públicos o políticos a las autoridades del Partido Peronista.
En los textos escolares se suprimieron las referencias a la pareja presidencial y a la sede de la Fundación Eva Perón, de avenida Paseo Colón al 800, se le quitaron las estatuas evocativas y el edificio fue cedido a la Facultad de Ingeniería de la UBA.
En 1958, el gobierno de facto editó el “Libro negro de la segunda tiranía”, en el que publicó las sentencias contra Perón y ex funcionarios de su gobierno, en distintas causas.
La persecución no conoció límites, que alcanzó todos los ámbitos. En febrero de ese año, el club Racing expulsó como socios honorarios a Perón, Juan Atilio Bramuglia (ex ministro de Relaciones Exteriores) y Ramón Antonio Cereijo, (ex Ministro de Hacienda). El entonces mandatario había dado el 3 de septiembre de 1950 el puntapié inicial en el partido de inauguración del estadio que se había bautizado como “Presidente Perón”. Nada se salvó. Hasta fueron a confrontarlo a Raimundo Streiff, un músico que había compuesto la marcha del Barracas Juniors, un club de barrio y que en 1949 fue apropiada por la propaganda peronista, modificándole parte de su letra, transformándola en la famosa “Los muchachos peronistas”. Cuando los oficiales vieron que vivía en la pobreza, que se estaba muriendo de un cáncer, comprendieron que se les había ido un poco la mano con eso de borrar, de un simple decreto, a un partido.
La norma de prohibir toda mención al peronismo y sus actores fue derogada el 18 de noviembre de 1964 durante el gobierno de Arturo Illia, alguien que sufrió en carne propia la intolerancia y una cerrada oposición, y que era consciente del valor de la democracia y de pensar en libertad.
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