La invasión de Ucrania por parte de Rusia el 24 de febrero hizo pasar el conflicto que enfrenta a las dos naciones desde 2014 a una nueva, inesperada e incierta fase. Son muchos los problemas que han sido traídos a colación para explicar el enfrentamiento actual: el posible ingreso de Ucrania a la OTAN que fue percibido en Rusia como un creciente riesgo tras el ingreso de los países bálticos; el suministro de hidrocarburos a una necesitada Europa; los fallidos acuerdos de Minsk en 2015 tras la primera fase del conflicto; la expectante posición de China, entre otras cuestiones. Dentro de ese marco hay un aspecto que no ha sido tratado específicamente y es el religioso, una pieza importante en lo que está sucediendo.
Tras la caída de la Unión Soviética, el panorama religioso de Ucrania se diversificó con la aparición en su territorio de cuatro Iglesias ampliamente mayoritarias, tres de ellas ortodoxas y una católica. Hasta entonces, los cristianos de confesión ortodoxa -los únicos reconocidos con existencia legal- habían estado incluidos en la Iglesia Ortodoxa Rusa. En 1990, con la crisis soviética, el Patriarcado de Moscú estableció la Iglesia Ortodoxa Ucraniana del Patriarcado de Moscú y le dio al hasta entonces arzobispado ucraniano un nuevo estatus de autogobierno, pero siempre dentro de la Iglesia rusa. Esta Iglesia fue hasta hace muy poco la única Iglesia ortodoxa en Ucrania reconocida por el resto de la comunión de Iglesias ortodoxas (con un total de 12.000 parroquias).
A ella se sumaban dos Iglesias no reconocidas por el resto de las Iglesias ortodoxas a nivel internacional. Por un lado la Iglesia Ortodoxa Ucraniana del Patriarcado de Kiev, establecida en 1992 y comandada por el Patriarca Filareto (quien había sido candidato al Patriarcado ruso en Moscú en 1990 pero perdió la elección). Esta Iglesia, que tiene unas 4.300 parroquias, fue rápidamente declarada cismática por Moscú. Por otro lado, la Iglesia Ucraniana Autocéfala (literalmente, desde el griego, que tiene su propia cabeza), que fue una Iglesia en el exilio durante los años soviéticos. Surgida durante la Revolución rusa, fue sostenida por emigrantes en la diáspora y se reinstaló en Ucrania en 1990 (contando con unas 1.200 parroquias).
Finalmente mencionemos la cuarta Iglesia importante, la Iglesia Ucraniana Greco-Católica, unida a Roma pero con rito oriental y que, suprimida por los soviéticos, se transformó en una iglesia de catacumbas (con casi 4.000 parroquias).
La “parroquia” como unidad de organización eclesial de la población en un territorio determinado tiene, en la tradición oriental, un valor muy distinto a aquel que le conocemos en la tradición latina. Las “parroquias”, a través de la decisión mayoritaria de la congregación (dos tercios por lo general), pueden afiliarse a otra denominación en una decisión -dato central-, que incluye también las propiedades de esa parroquia (templo, escuelas, dispensarios, etc.).
La historia
La división de la Iglesia cristiana se fue dando por etapas. Lograda cierta uniformidad dogmática por primera vez en el siglo IV (lo que determinó la condena y expulsión de los arrianos) la Iglesia tuvo dos grandes rupturas en el siglo V en los concilios de Éfeso y Calcedonia, dos ciudades de la costa occidental de Asia Menor, en lo que hoy es Turquía. Estos concilios dieron origen a diversas Iglesias, como la Iglesia de Oriente (que se desarrollaría mayormente en el imperio persa de la dinastía sasánida y desde allí llegaría hasta China e India), la Iglesia sirio-ortodoxa (también presente en territorio persa pero con una expansión semejante en territorio romano, en Siria y el Kurdistán), la Iglesia armenia (en el Cáucaso) y la Iglesia copta (en Egipto). Todas ellas separadas de lo que podemos llamar “Gran Iglesia”.
Esa “Gran Iglesia” se romperá definitivamente en el siglo XI con la separación entre la Iglesia bizantina con sede en Constantinopla (que llamamos ortodoxa y que estuvo en el origen de la evangelización de los pueblos eslavos) y la Iglesia latina (desarrollada en occidente) con cabeza en Roma. Esa última Iglesia latina sufrirá una famosa Reforma en el siglo XVI dando origen, entonces, a la Iglesia católica tal como la conocemos hoy y a las diversas Iglesias protestantes históricas. Es entonces, en 1054, que se da la separación entre Constantinopla y Roma. Ahí comienza la historia que nos permite entender el caso ucraniano hoy. Tradicionalmente, la cabeza de la Iglesia en todo el territorio de los eslavos orientales evangelizados desde Bizancio (Rusia, Ucrania, Bielorrusia, englobados como Rus) era el Metropolita de Kiev. Cuando el Metropolita Isidoro de Kiev firma la unión con Roma en el concilio de Florencia a mediados del siglo XV, el poder moscovita lo depone, Isidoro se exilia, y se crea en Moscú la nueva sede Metropolitana y con ella una nueva titulatura, que tardó un tiempo en ser reconocida por el resto del mundo ortodoxo.
En términos de organización eclesial, la tradición ortodoxa se reafirma (frente al verticalismo de la tradición romana) como portadora de una impronta horizontal y consensual que no siempre pudo llevar a cabo. Este es un punto fuerte de la eclesiología ortodoxa (la horizontalidad) pero en la práctica se manifiesta de manera muy compleja a la hora de lograr consensos importantes (el reciente sínodo pan-ortodoxo realizado en Creta en 2016, el primero en siglos, tuvo notables ausencias, entre ellas la rusa).
Un caso interesante en esa eclesiología es el de la autonomía de una Iglesia local frente a otra: ¿cuándo una Iglesia se independiza del resto de las Iglesias ortodoxas y empieza a existir en paridad? Esos mecanismos son complejos, pero se pueden sintetizar en la siguiente alternativa: o bien la independencia (la autocefalía) la otorga la Iglesia madre, o la otorga el Patriarcado Ecuménico en Constantinopla (Estambul hoy). Esa autocefalía es importante ya que en las sociedades predominantemente ortodoxas, la Iglesia es tradicionalmente vista como portadora y garante de la identidad nacional.
En el contexto del conflicto que los enfrentaba a Rusia desde 2014, el entonces Presidente de Ucrania -Petro Poroshenko- pidió al Patriarcado Ecuménico de Constantinopla en abril de 2018 la autocefalía (el reconocimiento internacional dentro de la comunidad ortodoxa) para la Iglesia ortodoxa en Ucrania. La Iglesia Ortodoxa del Patriarcado de Kiev y la Iglesia Ortodoxa Autocéfala sostuvieron su pedido y Constantinopla hizo lugar a él en enero de 2019 y nació así la Iglesia Ortodoxa de Ucrania. Esta aceptación por parte del Patriarcado Ecuménico iba en la línea de la tradición ortodoxa, en la que es deseable que cada territorio independiente cuente con su propia iglesia autocéfala (como es el caso de griegos, búlgaros, rumanos, serbios y otras naciones ortodoxas) a la vez que compensaba para Constantinopla una evidente inequidad de la Iglesia en Ucrania frente a la autonomía que gozan las iglesias ortodoxas en lugares en donde es minoritaria como Polonia y en los territorios checos y eslovacos. Este reconocimiento de autocefalía para su Iglesia ortodoxa fue leído y vivido por muchos en Ucrania como un paso más en el distanciamiento de Rusia.
Esta nueva situación fue muy mal recibida en el Patriarcado de Moscú: sus presiones sobre el Patriarca de Constantinopla para que no accediera a otorgarla fueron muy fuertes en los meses previos. Existe un complejo universo de significación que Ucrania -y Kiev particularmente- tiene en el imaginario ruso (junto con Bielorrusia) en términos religiosos. Si la equiparación de Moscú con Roma ha influido más el campo de la teoría que el de la construcción política efectiva, la identificación de Kiev con Jerusalén ha sido, y es, muchísimo más pregnante en relación con los orígenes compartidos de la evangelización de los eslavos orientales. Por eso, el Patriarca de Moscú Kirill, desde su asunción en 2009, hizo de Ucrania el centro de su predicación -alineada con las ideas del Kremlin- de una unidad del gran pueblo ruso, habitantes del (gran) “mundo ruso” –Russkiy mir-. En ese concepto la expresión “mir”, tanto “mundo” como “paz” tiene, en su doble valencia, un lugar importante en las ideas de Kirill a favor de una identidad cultural que se potencia en una Pax rusa. Además, en este juego discursivo e ideológico, en el que la utilización terminológica nunca es gratuita, el empleo del término “ucraniano” o su ausencia dicen ya mucho de los interlocutores. Se trata, según Kirill, de una Gran Rusia o incluso “Santa”, baluarte de ciertas tradiciones frente a la decadencia de Occidente (el carácter “cismático” de una Iglesia es para Moscú evidencia la claudicación de su dirigencia frente a esa presión cultural occidental).
En este sentido, ese mundo (para rusos, ucranianos y bielorrusos) comienza en y con la piedra bautismal de Kiev, y a través de ella logra una identificación duradera entre sus componentes. En esto coinciden el Patriarcado y el Kremlin (pero también, sin duda, muchos otros actores en Ucrania y Bielorrusia). Desde 2009 el Patriarcado de Moscú refuerza las iniciativas para fidelizar a los fieles ortodoxos en Ucrania y evitar que migren (o lo sigan haciendo) como parroquias enteras o a nivel individual hacia el Patriarcado de Kiev. Y esta fidelización se relaciona con el otro hecho importante por el cual la autocefalía de la Iglesia ucraniana plantea un problema clave para el Patriarcado en Moscú: un tercio de las parroquias de la Iglesia rusa se encuentran en Ucrania (unas 12.000 sobre 36.000, un porcentaje muy grande.
En este contexto, la Iglesia greco-católica juega también un papel importante. Esta Iglesia tiene una historia compleja y rica desde su origen en 1596 (siendo heredera legítima, claro, de la primera evangelización de la Rus de Kiev), cuando una parte de la iglesia ortodoxa bajo el poder Polaco-lituano se convierte al catolicismo pero conserva la liturgia bizantina (de ahí el adjetivo de “greca” en su nombre) y ciertas tradiciones orientales como el casamiento del clero secular. Si bien su presencia se encuentra en muchos lugares de la actual Ucrania, su preponderancia está en el extremo occidental del país (el este de la Galitzia austrohúngara y la región de Volhynia) cuyo centro cultural y económico ha sido históricamente la ciudad de Lvov.
A esta altura el lector comprenderá el peligro de resumir en un corto texto las complejas evoluciones políticas y culturales de Europa central y oriental así como lo lábil de ciertas denominaciones. En este contexto, estos últimos territorios mencionados han estado desde el fin de la Edad Media bajo poder polaco (hasta 1772), austríaco (hasta 1918) y nuevamente polaco (hasta 1939) para ser incorporados a la Unión Soviética después de la Segunda Guerra Mundial. La rusificación de ese espacio fue, hasta la época soviética, casi nula y el desarrollo del nacionalismo ucraniano en el siglo XIX muchos menos conflictivo que en los territorios bajo el poder de los Romanov. Fue allí que se dio con gran intensidad el desarrollo de esa ideología nacionalista ucraniana (al calor de movimientos análogos pero no necesariamente idénticos en el resto del territorio austro-húngaro), la autonomización literaria de la lengua ucraniana y un profundo sentimiento antipolaco y antirruso. El nacionalismo ucraniano se explica también por la inmensa frustración de no acceder a un estado propio tras la caída del Imperio Austro-húngaro -y la inclusión de esos territorios en la Segunda República Polaca- así como su posterior capilarización hacia otras regiones del país. Tras la inclusión de esos territorios en la Unión Soviética, esa Iglesia greco-católica -que engloba a la mayoría de los inmigrantes ucranianos en nuestro país-, dará algunas de las figuras más emblemáticas de la resistencia al comunismo, como Monseñor Josyf Slipyj, cuya liberación del Gulag en 1963 y su llegada a Roma en plena Guerra Fría causó una gran impresión internacional.
Volvamos a nuestros días. Al comienzo del enfrentamiento entre Rusia y Ucrania en 2014, el Arzobispo Mayor y cabeza de la Iglesia greco-católica ucraniana, Sviatoslav Shevchuk (quien fuera obispo de los ucranianos greco-católicos en la Argentina y muy conocido por el Papa Francisco) emitió opiniones muy fuertes en contra del accionar ruso. Ese posicionamiento generó una fuerte objeción por parte del Patriarcado de Moscú que fue condensada por el Metropolita de Volokolamsk Hilarion Alfeyev, jefe del Departamento de Relaciones Exteriores del Patriarcado, en diversas entrevistas a medios occidentales. Según Hilarion Alfeyev los ucranios greco-católicos constituyen una suerte de quinta columna en el mundo ortodoxo. La incidencia internacional de estas manifestaciones de Shevchuk no fue menor ya que se enmarcaron dentro del juego más amplio de renovación de encuentros ecuménicos que el Papa Francisco lleva a cabo, entre ellos el tan ansiado con el Patriarca ruso Kirill en el aeropuerto de La Habana en 2016 (y en el que el apoyo a los cristianos de Medio oriente en medio del guerra en Siria fue sin duda un tema importante en la agenda). Al Patriarca Kirill le trajo no pocos problemas en el interior de su Iglesia, que manifestó rápidamente su oposición a dicho encuentro en medio del enfrentamiento ucraniano-ruso. Posteriormente, en 2019, Sviatoslav Shevchuk se declaró abiertamente a favor de la autocefalía de la Iglesia Ortodoxa de Ucrania y a la posibilidad de un diálogo fraterno con ella.
Si el presente conflicto logra galvanizar aspectos de un nacionalismo ucraniano en capas de la población que hasta ahora no lo eran y si Ucrania termina basculando hacia una órbita decididamente occidental, se podría esperar que la Iglesia Ortodoxa Ucraniana del Patriarcado de Moscú evolucionará también hacia la autocefalía y, posiblemente, hacia una unión con la actual Iglesia Ortodoxa Ucraniana. Eso, como hemos dicho, debilitaría muchísimo el poder del Patriarcado de Moscú no sólo en el concierto de las Iglesias ortodoxas (por la abrupta caída en la cantidad de “parroquias” bajo su órbita) sino también como interlocutor válido en el Kremlin, lo que ha sido clave en la revitalización de la vida institucional de la Iglesia rusa en los últimos años.
La actuación en los próximos tiempos de algunos actores particulares debe ser tenida en cuenta y seguida detenidamente: uno de ellos es quien encabeza la Iglesia Ortodoxa Ucraniana del Patriarcado de Moscú, el Metropolita Onufriy, cuyo nombramiento justamente en 2014 fue sorpresivo para muchos, ya que había sido, en el pasado, abiertamente favorable a una autocefalía. Onufriy, el último 24 de febrero, publicó una carta de abierta defensa de la soberanía ucraniana mientras que el Patriarca de su Iglesia en Moscú, Kirill, se refirió en términos muy ambiguos a ella –Kirill ya se había manifestado a favor de las políticas del Kremlin en relación a las regiones de Donbass y Crimea-. Los otros actores son, naturalmente, el Arzobispo greco-católico Sviatoslav Sevchuk; Epifanio, actual Patriarca de la Iglesia Ortodoxa Ucraniana (que desde la autocefalía ya reúne a casi el 60% de los ortodoxos del territorio) naturalmente alineado con el gobierno de Kiev y, finalmente, el Metropolita Hilarion Alfeyev, uno de los intelectuales más importantes detrás de la construcción ideológica de la ortodoxia rusa y cuyas opiniones de los últimos días no han trascendido.
Se avecinan tiempos nuevos. La evolución del nacionalismo ucraniano es un fenómeno histórico, así como el eventual abandono de la idea de pertenencia a una gran nación rusa por parte de la población ucraniana de observancia ortodoxa (entre los greco-católicos, hemos visto, el nacionalismo ucraniano va casi de suyo). Algunos acontecimientos pueden acelerar esos procesos identitarios en los que la religión juega su parte. La invasión rusa que está sufriendo Ucrania puede ser, ciertamente, uno de ellos. Sin duda estamos en presencia de un punto de inflexión en la historia de la región y de Europa.
Pablo Ubierna es Investigador del CONICET y Profesor Titular del Departamento de Humanidades y Arte de la Universidad Pedagógica Nacional (UNIPE)
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