El viernes 11 de mayo de 1917 estaba todo estaba listo para la gran ceremonia. El presidente Hipólito Yrigoyen, que había asumido la primera magistratura el 12 de octubre del año anterior, daría su mensaje anual a la Asamblea Legislativa para dejar abierto el 56° período de sesiones ordinarias. Efectivos del Regimiento 1 de Infantería, con sus uniformes de gala, comandados por su jefe el teniente coronel Alfonso, estaban marcialmente formados en la entrada del Congreso Nacional, luego de haber desfilado por las calles de la ciudad. Desde temprano, mucha gente se había reunido en los alrededores del Congreso, y esperaba ver a Yrigoyen, un hombre muy poco afecto a las demostraciones públicas.
En el Salón de los Pasos Perdidos, los periodistas estaban a la caza de diputados y senadores. Llamó la atención a los hombres de prensa el escaso número de legisladores para un acto de esa trascendencia.
Así como había sido los últimos treinta años, era “el apóstol”, hombre del misterio, un místico y un sentimental introvertido, como lo describían. Sus enemigos auguraban que el país, bajo su conducción, sufriría una catástrofe social y que todo se iría a la ruina. Durante la campaña electoral que terminó en las elecciones de abril de 1916, no dio a conocer su programa de gobierno, y solo se conocía su insistencia por la pureza del sufragio y que los hombres de lo que él llamaba “el Régimen” eran la causa de todos los males. Para Yrigoyen, el Congreso era una suerte de aguantadero conservador, y estaba convencido que esos políticos pretendían continuar con los privilegios y vicios propios del régimen contra el que tanto había luchado, desde los tiempos de la Revolución del Parque. Ahora venía a llevar adelante la magna obra de redención moral y política contra los que en las últimas décadas habían usado el fraude y la corrupción para mantenerse en el poder.
Había obtenido 152 electores, los conservadores 104, los demócratas progresistas 20 y los socialistas 14. Se impuso en el Colegio Electoral en forma ajustada. Lo había votado todo el centro del país, mientras que los conservadores se habían hecho fuertes en el norte y en el oeste. Lo seguían la clase media, los inmigrantes nacionalizados y sus hijos.
El año 1916 había sido de contracción económica. De la mano de Domingo Salaberry, su ministro de economía, Yrigoyen debió recortar la obra pública, privilegiando el empleo estatal. Sus dos primeros años se caracterizaron por aumento de la inflación y por la baja de los salarios. Existía descontento social en las clases populares.
En el Congreso no la tenía sencilla. Había obtenido 26 de las 62 bancas en juego, pero quedó lejos de la mayoría. El radicalismo contaba con 101 diputados contra 129 opositores y en la cámara alta solo con tres. El 11 de diciembre de 1916 había enviado al Congreso sendos proyectos relativos a la consolidación de la deuda flotante y a la aplicación de un gravamen temporario a la exportación para construcción de obras y generar empleo para desocupados. Ambas iniciativas fueron rechazadas y debió recurrir a créditos del Banco de la Nación Argentina. Tampoco le aprobaron la creación de dos bancos, de la República y el Agrícola.
Algo similar le ocurriría con la ley de presupuesto. Ante los palos en la rueda y las objeciones que le presentaban, año a año lo actualizaba con el recurso del “régimen de duodécimo”.
Era consciente que para imponerse debía lograr la mayoría, lo que estaba dispuesto a conseguir a través de las intervenciones a las provincias con gobernaciones opositoras. Durante su primer mandato hubo 18 intervenciones, de las cuales solo cinco pasaron por el Congreso, y el resto fueron por decreto. La primera, el 24 de abril de 1917 fue a la de Buenos Aires, gobernada por el conservador Marcelino Ugarte que, con el secuestro de 50 mil libretas, había logrado imponer su voluntad en los últimos comicios.
El clima en el poder legislativo le era adverso y hostil. Ese viernes 11 de mayo debía presentarse a leer el mensaje a la asamblea legislativa. Así lo disponía el inciso 11 del artículo 86 de la Constitución de 1853: “Hace anualmente la apertura de las sesiones del Congreso, reunidas al efecto ambas Cámaras en la sala del Senado, dando cuenta en esta ocasión al Congreso del estado de la Nación, de las reformas prometidas por la Constitución, y recomendando a su consideración las medidas que juzgue necesarias y convenientes”.
Primero las aperturas fueron en el recinto de la legislatura bonaerense, en la Manzana de las Luces; luego, cuando se inauguró el recinto en Balcarce e Hipólito Yrigoyen hasta 1906, cuando se puso en funciones el actual palacio legislativo, en el barrio de Congreso.
Pasadas las tres de la tarde, el presidente del cuerpo el riojano Pelagio Luna anunció que se daría lectura del mensaje del poder ejecutivo. El secretario doctor Labougle, leyó: “Los arduos y complejos problemas que han absorbido la acción sin tregua del poder ejecutivo, encaminada a la vez a corregir hondas deficiencias administrativas que perturban la regularidad funcional del gobierno, no le han permitido reunir todos los elementos de información de la administración pasada, que debe elevar a la consideración de vuestra honorabilidad conjuntamente con lo que se refieren a su gestión propia”.
“No quiere, sin embargo, el poder ejecutivo retardar por esta causa la iniciación de las tareas del honorable congreso, y prefiere inaugurarlas de inmediato, sin perjuicio de enviar en breve, el mensaje completo con la expresión de sus juicios y propósitos”.
“Entretanto, anticipo a vuestra honorabilidad que las graves dificultades de todo orden que son del dominio público, han sido salvadas, por el momento, en forma altamente satisfactoria para la Nación, y ésta, tranquila y segura, dedica sus energías a una labor llena de esperanzas, contribuyendo a ella el poder ejecutivo en la medida de sus recursos propios, ya que le faltaron las instituciones y las leyes necesarias para llenar más eficientemente tan altos fines”.
“En uso pues de la facultad que confiere al Poder Ejecutivo el artículo 86, inciso 11, de la Constitución Nacional, declaro inauguradas las sesiones del honorable congreso, deseando que la justicia y el patriotismo inspiren sus deliberaciones”.
Firmado: Hipólito Yrigoyen – Ramón Gómez (ministro del Interior).
Los legisladores no se habían terminado de acomodar en las bancas, cuando el presidente del cuerpo anunció que “estando cumplido el objeto de la asamblea, queda levantada la sesión de asamblea”.
Diputados y senadores consideraron este hecho como un desaire presidencial del “ex comisario de Balvanera”, como se referían a él despectivamente. El 30 de junio envió finalmente el mensaje en donde hizo una descripción de cada una de las áreas de gobierno. Aún así, Yrigoyen aclaró que enviaba adjunta “mayores y más amplias informaciones de lo que tituló “un estado sintético de la administración general de la Nación”. Ese texto fue calificado por los legisladores opositores como “documento extraño y anormal” y “libelo”.
Lejos de las lecturas kilométricas, el caso de Hipólito Yrigoyen fue todo lo contrario: la ceremonia de la apertura de las sesiones ordinarias se convirtió en un trámite tan exprés que no le dio tiempo ni a los periodistas a hacer funcionar el magnesio de sus cámaras fotográficas.
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