El atentado más sangriento de los 70, la bomba vietnamita que el 2 de julio de 1976 voló el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal y provocó veintitrés muertos y ciento diez heridos, permite observar en detalle cómo funcionaba el muy eficiente servicio de Inteligencia e Informaciones de Montoneros, que fue el responsable de esa cuidada operación.
Nunca hasta ahora se había podido penetrar en el secreto que siempre rodeó, y protegió, al aparato de Inteligencia de ese grupo guerrillero.
La bomba fue colocada por José María Pepe Salgado, un joven estudiante de Ingeniería infiltrado en la Policía Federal. Su breve vida militante tuvo un vuelco decisivo cuando conoció a Rodolfo Walsh, en el segundo trimestre de 1974, luego de una charla del famoso periodista y escritor organizada por el Centro de Estudiantes de la Facultad, según recordó un ex montonero que trabajó también bajo las órdenes de Walsh, cuyo nombre de guerra era Esteban.
“En Inteligencia había varios que provenían de Ingeniería y de Ciencias Exactas; eran lugares que Esteban frecuentaba, entiendo que para reclutar posibles colaboradores”, agregó la fuente, que pidió permanecer en el anonimato.
Como casi todos los jóvenes militantes, Salgado había quedado fascinado por Operación Masacre, el libro más conocido de Walsh, el formidable relato de un fusilamiento de prisioneros en 1956, en el inicio de la llamada Resistencia Peronista contra la proscripción del ex presidente Juan Perón, pero también un modelo de investigación periodística que, además, anticipó un nuevo género a nivel global, que enriquecía al periodismo con recursos de la literatura.
Pero Walsh no se agotaba en su rol de escritor. Tampoco en el de periodista del diario montonero Noticias, donde era una de las firmas más famosas, a cargo de una sección muy relevante para un medio que pretendía conquistar lectores en los sectores populares: Policiales, aunque integraba también la cúpula de la Redacción.
Hacía ya tiempo que Walsh había dejado atrás su etapa de mero “intelectual comprometido” con la revolución socialista, en la cual intentan congelarlo casi todas las muchas biografías escritas sobre él, que cancelan o disimulan su activa participación en varias de las operaciones más relevantes decididas por la cúpula de Montoneros.
Según su hija Patricia, Esteban —usaba este nombre de guerra en honor a su papá, Miguel Esteban— “estaba orgulloso de haber podido llegar a ser un combatiente. Y precisamente a él, que se ocupó tanto de sostener una versión de rigor con la verdad, mal podemos pretender arreglarle la biografía. ¿Cómo vamos a querer cambiarle la biografía?”.
Tanto era así que en el organigrama montonero el servicio de Inteligencia e Informaciones dependía directamente de la secretaría Militar de la Conducción Nacional. No era que Esteban y sus colaboradores se juntaban a jugar al ajedrez y a resolver enigmas y acertijos. Seguramente lo hacían en sus ratos libres porque eran dos de las muchas pasiones de Walsh, pero toda su intensa actividad en ese ámbito apuntaba a tres objetivos: reunir información que podía ser útil en la lucha guerrillera; difundirla de una manera selectiva para eludir la censura de prensa e influir en la opinión pública, y confundir al enemigo.
Por ejemplo, esos tres objetivos distinguieron a la Agencia de Noticias Clandestina (ANCLA), cuya sigla ya buscaba confundir a los militares acerca de quiénes estaban detrás de esa agencia de noticias tan particular, que, con un lenguaje periodístico neutro —sobrio y preciso— difundía cables durante la dictadura con información de primera mano sobre temas picantes, como las peleas internas entre el Ejército, la Marina y la Aeronáutica.
La agencia de Walsh —en ese “ámbito” (espacio, en la jerga montonera), con otro alias: Basualdo— consiguió su propósito original: su primer cable fue emitido en junio de 1976 y la dictadura tardó diez meses en identificar que era una criatura de Montoneros, aunque el Ejército y la Marina siguieron desconfiándose mutuamente sobre de dónde salían esas informaciones.
Walsh seleccionó a los cuatro militantes que serían los editores de la agencia —Lila Pastoriza, Lucila Pagliai, Carlos Aznárez y Eduardo Suárez— y, una vez que la puso en funcionamiento, “se dedicó a otras tareas relacionadas al departamento de Informaciones e Inteligencia de Montoneros”, señaló Natalia Vinelli en su libro sobre ANCLA.
Otra de sus criaturas, Cadena Informativa, fue realizada solo por él, a partir de diciembre de 1976, cuando se le ocurrió escribir informaciones cortas y militantes para denunciar a la dictadura. Pensaba que una de las formas de combatir el temor paralizante era involucrar a muchos en la circulación de esas noticias, sin reuniones riesgosas, lejos de los lugares públicos. “Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo. Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán esperando”, fue la pieza de marketing revolucionario que acompañaba esos textos.
Su trabajo en Montoneros fue tan prolífico que parecen haber habido varios Walsh. Pero, era uno solo; una persona con un talento fuera de lo común para las múltiples tareas de inteligencia y contrainteligencia que desarrolló junto con colaboradores “tabicados”, como se decía en aquellos años, que solo conocían la parte del rompecabezas en las que intervenían.
ANCLA quedó bajo la responsabilidad de Pastoriza, Lidia, hasta que fue secuestrada en junio de 1977; Pagliai y Aznárez habían partido al exilio, y Suárez ya había sido detenido y seguía desaparecido. La agencia dejó de funcionar hasta el 10 de agosto de aquel año, cuando “Horacio Verbitsky se hace cargo de esta segunda y última etapa de la agencia, que se extiende por algunos meses más”, precisó Lucila Pagliai.
Walsh ingresó a Montoneros en abril de 1973, cuando, junto a su colega y amigo Verbitsky y otros militantes, llegaron desde las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) como un grupo que ya se había especializado en tareas de Inteligencia e Información.
En el libro Vida de perro, Verbitsky —uno de sus sobrenombres es, precisamente, el Perro— afirmó que fueron bien recibidos por la cúpula encabezada por Mario Firmenich: “Ese trabajo se valoraba mucho, ¡hasta que empezamos a cuestionar la línea política y dejaron de darnos pelota!”
Pero, al menos en el caso de Walsh, faltaba mucho todavía para llegar a esa tensión interna con la Conducción Nacional de Montoneros, que se intensificó recién en agosto de 1976, pero que, de todos modos, nunca derivó en su abandono de la “Orga” ni en el cuestionamiento de la violencia como método de lucha.
Otro periodista, Aznárez, uno de los editores de ANCLA, recordó que “Walsh se movió, en todo momento, dentro de los cánones y obligaciones de la estructura de la Organización. Eso no implica que no cuestionara, discutiera o discrepara ante ciertas iniciativas venidas de la conducción o mandos superiores de la Organización, pero, como militante encuadrado que era y reivindicaba, disciplinó todo su hacer a la pertenencia política a la que ingresó voluntariamente y entregó lo mejor de su saber revolucionario”.
Walsh y su grupo llegaron a Montoneros bien adiestrados en las escuchas de la red radioeléctrica de la Policía Federal, que descubrieron de casualidad, mientras miraban uno de los almuerzos de Mirtha Legrand por televisión y apareció una voz masculina: “Comando llama, 222, comando llama”, según recordó Verbitsky.
“Éramos —contó Verbitsky— seis personas trabajando, tres parejas, y nos habíamos repartido las veinticuatro horas del día en turnos de cuatro horas por persona. Una vez que estuvo desculado el funcionamiento, vino la rutina del trabajo: con la información relevante escribíamos unos partes, los hacíamos canuto dentro de cigarrillos en letra minúscula, como los presos, y los dejábamos en unos huecos que había en algunas paredes de la ciudad como, por ejemplo, la Escuela Normal Número 1, en la manzana de Córdoba, Riobamba, Ayacucho y Paraguay. Luego, alguien de la conducción pasaba por ahí y retiraba la información”.
De esa manera, podían anticiparse a los movimientos de la Policía Federal, que era la principal fuerza de represión a las guerrillas en el territorio de la Capital, pero que también se encargaba de la custodia no solo de edificios públicos sino de políticos, funcionarios, diplomáticos, empresarios y sindicalistas. Además, la Federal tenía delegaciones en el Gran Buenos Aires y en todo el interior del país.
Hacía tiempo que Walsh estaba obsesionado con la policía, en especial las de la Capital Federal y la provincia de Buenos Aires. Ya en 1958, después de investigar el asesinato que derivó en otro de los libros que lo hicieron famoso, Caso Satanowsky, comenzó a organizar una serie de archivos policiales que fueron creciendo con el paso del tiempo y, que, según su biógrafo irlandés Michael McCaughan, le proporcionaron “una base de datos única sobre las relaciones que había dentro de las fuerzas, métodos de entrenamiento, ascensos, políticas y corrillos internos”. Y sobre los vicios más denunciados: la corrupción y los abusos, en especial el uso de la picana eléctrica en los interrogatorios a presos.
También McCaughan destacó el momento en que Walsh y su grupo descubrieron por casualidad, mientras todavía militaban en las Fuerzas Armadas Peronistas, que podían acceder a las frecuencias de radio que usaba la Policía Federal. “Así se inició una era decisiva en su militancia política”, sostuvo el biógrafo ya que ese hallazgo empalmó a la perfección con su permanente interés por las actividades de la policía.
Solo que, a diferencia de Verbitsky, McCaughan ubicó el descubrimiento casual en una noche en la que Walsh miraba una serie en el departamento de la calle Tucumán, en el microcentro porteño, que alquilaba con su pareja y compañera de sus últimos años, Lilia Ferreyra.
El viejo televisor de segunda mano tenía una muy mala conexión con la antena y no funcionaba bien hasta que se rompió del todo y apareció una voz desconocida: estaban captando las frecuencias de radio de la policía. “Ése fue el fin de El Planeta de los Simios y Superagente 86″, recordó Ferreyra. Walsh empezó a aplicar sus habilidades para descifrar códigos y le pidió a un pequeño grupo de amigos que lo ayudara a registrar todas las actividades policiales a través de guardias que cubrieran las veinticuatro horas del día.
La vivienda de Tucumán 456 se convirtió en la base de las escuchas. “Rodolfo consiguió radios viejas. El departamento se llenó de aparatos y cables. En verano era insoportable, todo cerrado. Me iba a la calle para tomar aire”, le contó Lilia Ferreyra a la periodista Gabriela Esquivada en el libro Noticias de los Montoneros.
La escritora y periodista Tununa Mercado aceptó cubrir el turno de la noche; trabajaba en el diario La Opinión, muy cerca del departamento de Walsh y Ferreyra, y a esa hora sus dos hijos ya estaban dormidos. “Tenías una pequeña radiografía de lo que era el aparato de seguridad del Estado. Lo disfrutaba muchísimo. Era una forma pequeña, pero significativa, de joder al sistema, un pequeño eslabón en una historia más grande”, le dijo Mercado a McCaughan, quien detalló que “los demás integrantes del equipo eran Verbitsky y Mónica, su segunda mujer; Pirí Lugones y su pareja, Carlos, y Milton Roberts, militante de las FAP”.
Tununa Mercado elogió el carisma de Walsh: “Lo llamábamos Capitán; era un líder nato. A Rodolfo le daba inmenso placer hacer algo en contra del enemigo. Era una acción positiva, estimulante”. Pero, cuando él se acercó a Montoneros, ella se desvinculó porque “vislumbró un futuro negro”, y en 1974 partió al exilio a México, con su marido, el escritor y crítico literario Noé Jitrik.
Cuando Pepe Salgado se incorporó como colaborador directo de Walsh, en 1974, el jefe o responsable del servicio de Inteligencia e Informaciones de Montoneros era Horacio Campliglia, Petrus o Ignacio, un visitador médico que había llegado a Montoneros el año anterior, con la fusión con las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR).
Campiglia estaba en contacto directo con la cúpula montonera y tenía una mirada estratégica sobre el aparato de Inteligencia, pero era Walsh quien lideraba las tareas cotidianas con un estilo de conducción participativo, ayudado por una rara mezcla de destreza específica, prestigio social y humildad en el trato.
“Era ‘el’ hombre de Inteligencia; no era el jefe, el responsable del área, sino el operativo principal: no solo delegaba tareas, sino que iba él mismo a muchísimas reuniones para recoger información de primera mano porque tenía muchísimos contactos, de los más variados, en todos los ámbitos”, describió el ex guerrillero que colaboró con Walsh.
“No podía ser el jefe porque había ingresado hacía poco tiempo en Montoneros y todavía tenía un grado bajo. Además, porque necesitaba tiempo para hacer todo lo que hacía”, agregó.
Hay que tener en cuenta que Walsh era una persona muy conocida, con una trayectoria política que había ido de la derecha nacionalista a la izquierda revolucionaria, pasando por distintas organizaciones, y del antiperonismo al peronismo. En todo ese tiempo, había construido una amplia red de informantes, cuya identidad mantenía en un riguroso secreto; compartimentada o tabicada.
Se movía en los círculos más diversos, desde la Iglesia Católica, los militares, la policía, la política y el sindicalismo a los diplomáticos, periodistas, escritores, actores y artistas plásticos. Eran contactos de alto nivel. En la Policía Federal, por ejemplo, el comisario general Ricardo Vittani, uno de sus viejos amigos, fue el subjefe durante el retorno del peronismo al poder hasta el 28 de enero de 1974, cuando el presidente Juan Perón lo sustituyó por el comisario Alberto Villar.
El periodista Jorge Lewinger, Josecito, fue también jefe o responsable de Walsh y no supo quién era Esteban o Neurus —en alusión al profesor de la tira de Hijitus por su aspecto a veces enajenado— hasta que “un día, leyendo un libro de él, vi su foto en la solapa. Nunca había tenido una palabra o un gesto de superioridad, ni de ostentación de conocimientos que lo delataran. Me sorprendía su capacidad de síntesis. En sus informes nunca había una palabra de más”.
“Walsh nunca fue el jefe de Inteligencia, pero era ‘el’ tipo de Inteligencia”, coincidió Lewinger, que, como Petrus Campiglia, provenía de las FAR, más marxistas, desconfiados de Perón y el peronismo.
El aparato de Inteligencia dependía directamente de la secretaría Militar de Montoneros, que al momento del atentado estaba a cargo de Horacio Mendizábal, Hernán, también jefe del llamado Ejército Montonero. Mendizábal integraba la Conducción Nacional, encabezada por Mario Firmenich, Pepe, y Roberto Perdía, Pelado o Carlos.
El estilo parco, llano, riguroso, obsesivo de Walsh debe haber deslumbrado a Salgado para dejar de lado su carrera de Ingeniería Electrónica y convertirse rápidamente en uno de los principales recursos del grupo de guerrilleros infiltrados en la Policía Federal, el Ejército y la Armada, que también reportaba a Esteban.
Es que, al poco tiempo, el 2 de julio de 1974, Salgado entró a la Policía Federal para cumplir con el servicio militar obligatorio, que duraba un año. Tuvo tres meses de instrucción en la Escuela de Suboficiales y luego fue destinado a la Dirección General de Antecedentes, en el Departamento Central.
Para llegar ahí se necesitaba el respaldo de alguien importante, con peso en la Policía Federal. Resultaba un lugar muy cómodo para pasar la “colimba” —por el “corre, limpia y baila” que esperaba a los reclutas en los cuarteles—, con un trabajo de oficina que implicaba dormir en la casa y un horario corrido a pocas cuadras de las aulas de Ingeniería.
Fue el comisario mayor Alberto Torres quien le hizo la gauchada. Era el mejor amigo del papá de Pepe, el abogado Jorge Salgado, y una suerte de tío para él. Las dos familias eran vecinas en Olivos, tan cercanas que Torres ya había acomodado a Jorgito, el hijo mayor, también en el Departamento Central.
“Eso fue en 1969, cuando me tocó el servicio militar. Recuerdo que el comisario mayor Torres tenía mucho prestigio, una valía muy grande; era una persona muy honesta. Decías su nombre y se notaba que era muy respetado. Incluso, llegaron a proponerlo como jefe de Policía”, contó Jorge Salgado hijo.
Previsor, antes de presentarse a la Policía, Pepe Salgado se quitó el medallón con la imagen del Che Guevara y lo guardó en una caja, cerrada con llave. Se quedó solo con la cruz de San Francisco de Asís, seguro de que no levantaría ningún tipo de sospechas o prevenciones.
*Periodista y escritor, extraído del capítulo 9 de Masacre en el comedor (Sudamericana).
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