Entre las 19.30 y las 22 horas del martes 1 de marzo de 1932, Charles Lindbergh Jr, un precioso bebé de rulos rubios y ojos azules, unos 13 kilos y 75 cm de altura, es robado de su cuna en el segundo piso de la residencia familiar en Highfields, en New Jersey, Estados Unidos. El niño es, nada más ni nada menos, que el primogénito del ya archifamoso aviador Charles Lindbergh y de Anne Morrow también aviadora, filósofa y escritora.
A las 19.30 la niñera Betty Gow, encargada del pequeño Charles Jr de 20 meses, sube con él en brazos a la habitación del primer piso. Su madre le da las buenas noches y Gow lo lleva a acostar en su cuna y lo cubre con una manta que ata en sus extremos a unas argollas para evitar que esta se deslice durante el sueño. Gow se va a descansar a la habitación contigua.
El padre, lee en la biblioteca de la planta baja. La madre, descansa en la planta alta, en su propio cuarto: está embarazada de casi 4 meses de su segundo hijo.
Cerca de las 21.30 Charles padre escucha un ruido que atribuye a los listones de madera de la caja de naranjas que hay en la cocina... supone que se han caído. No le da mayor importancia al asunto.
A las 22 horas Betty Gow vuelve a la habitación del bebé para controlar su sueño. Para su sorpresa el niño no está en la cuna. Va al cuarto de Anne y encuentra que la madre acaba de salir de la bañadera y tampoco tiene al bebé con ella. Alarmada baja a avisarle a Charles Lindbergh, que sigue en su biblioteca situada justo debajo de la habitación de su hijo.
Charles corre a la habitación del pequeño. No lo ve, pero descubre una nota sobre el marco de la ventana. Es un pedido de rescate de 50 mil dólares en certificados de oro (un bono que representaba una alta cifra para aquellos tiempos). Está garabateada con mala caligrafía y tiene errores gramaticales. No parece haber sido escrita por una persona que hable bien el inglés.
Lindbergh busca su arma y empieza desesperado a recorrer la casa en busca de algún intruso. Llama a la policía y a su abogado y amigo Henry Breckinridge.
Solo 20 minutos después la policía local está en camino También los medios de comunicación y su amigo.
Las pistas que encuentran son: la huella de un neumático descubierta en el lodo gracias a la lluvia de los últimos días, la manta del niño y tres piezas de una tosca escalera tirada sobre un arbusto cercano. Quien fuera el culpable había entrado por la ventana del pequeño para llevárselo. Pero no hay huellas dactilares en el cuarto ni en la nota ni en ningún lado… el criminal debería haber llevado guantes.
El hijo del héroe nacional americano ha desaparecido vestido con un enterito de dormir. La prensa da las características del pequeño y precisa que posee un profundo hoyuelo en la barbilla al igual que su padre.
Eso es todo.
El drama empieza a colarse por todas las rendijas de la nación y las familias y las autoridades se estremecen. No parecía posible algo tan aterrador: que roben al bebé de una pareja famosa y millonaria, de su propia habitación y con los padres en la casa. Pero era exactamente lo que había ocurrido. La prensa se aboca al misterio: el caso Lindbergh había despertado el interés del mundo.
Cuando el cuerpo no habla
La noticia del secuestro conmociona a la sociedad norteamericana y trasciende fronteras. No solo la policía del estado de Nueva Jersey se aboca a la tarea de dilucidar el destino del pequeño, también se involucra el FBI. Charles Lindbergh ofrece fotos y videos de su hijo para ayudar a la búsqueda y contrata investigadores privados. Incluso el hampa quiere colaborar: Al Capone ofrece 10 mil dólares y sus contactos para encontrar a Charles Jr.
La policía apunta primero como sospechosa a una empleada de los suegros de Lindbergh. La mujer aterrada, antes que confesar su romance con un mayordomo, se suicida tomando un líquido corrosivo.
Un excéntrico profesor jubilado llamado Joseph Condon publica un mensaje en la prensa ofreciendo mil dólares a los secuestradores para que entreguen al pequeño con vida. Promete guardar el secreto de la identidad de los criminales. Parecía improbable que Condon consiguiera algo, pero ante la incredulidad de todos recibe una carta.
Lindbergh en su desesperación acepta la ayuda de Condon quien dice haberse reunido con un tal John, un supuesto marinero escandinavo. John le habría dicho que eran una banda formada por tres hombres y dos mujeres y que tenían al niño vivo, escondido en un barco.
Como prueba le dieron a John “el” pijama del bebé. Lindbergh reconoce el pijama y autoriza el pago del rescate. Envía un emisario con el dinero a un suburbio de Nueva York el 2 de abril. Pero había una pequeña trampa: los bonos estaban cerca de la fecha de vencimiento por lo que debían ser rápidamente cambiados. Así podrían rastrear quien los utilizaba. Pagan, pero el bebé no es devuelto.
Más de 60 días después, exactamente el 12 de mayo de 1932, la culminación del drama llega con el hallazgo de un cadáver de un niño a 7 kilómetros del hogar de los Lindbergh, en la localidad de Hopewell. Un camionero lo descubre semienterrado al costado de la ruta. El cuerpo está en severo estado de descomposición. Su cabeza tenía un agujero en el cráneo. El examen forense fue superficial, pero se aseguró que habría muerto durante el secuestro. Al delincuente se le habría caído durante la huída y Charles Jr se habría golpeado fatalmente la cabeza muriendo esa misma noche. Esa fue la teoría.
Anne, que llevaba dos meses sumergida en una crisis nerviosa aterradora, se niega a ver el cuerpo. Perturbado, su marido lo revisa superficialmente. No se realiza ninguna autopsia y el cuerpo es incinerado pocas horas después porque Charles no quiere que la tumba de su hijo se convierta en una siniestra atracción popular. No se equivoca. Opta por tirar las cenizas de su hijo al océano desde un avión.
Las investigaciones prosiguen y la sociedad exige encontrar a los culpables.
El 19 de octubre de 1933, el FBI por mediación del presidente Franklin Roosevelt, le otorga a su director J. Edgard Hoover, jurisdicción absoluta sobre el caso Lindbergh y le pide que investigue y lo resuelva.
Una sentencia a muerte y muchas dudas
El 14 de septiembre de 1934, Bruno Hauptmann es detenido en Nueva York. Es capturado porque había utilizado un billete de 10 dólares en una estación de servicio cuya numeración coincidía con el dinero entregado en el rescate. Allanan su casa y encuentran en su garaje 15 mil dólares escondidos en envases de aceite. También hallan en su casa un papel con la dirección y el teléfono de Condon; un croquis para construir una escalera de madera igual a la que estaba debajo de la ventana del cuarto del bebé y planchas de la misma madera de la escalera hallada en la casa el jardín de los Lindbergh.
Hauptmann era un ex militar y carpintero alemán que contaba con un prontuario más que sospechoso. Había entrado a los Estados Unidos como ilegal y tenía antecedentes penales. Con la depresión del ‘29 y sin dinero había retornado al delito: habría visto en la pudiente familia Lindbergh una buena fuente de recursos.
El acusado sostiene que ese dinero hallado en su casa pertenece a un compatriota suyo fallecido. No le creen. En el juicio, que se celebra entre el 2 de enero y el 13 de febrero de 1935, el fiscal explica que la escalera tiene un peldaño roto y sostiene que “al bajar, Hauptmann al niño secuestrado, el peldaño no resistió su peso y el golpe contra el duro suelo mató al niño en el acto”.
Si esa conjetura era correcta podría decirse que la carátula tendría que haber sido “secuestro seguido de una muerte no intencional”. Pero a nadie le importa: la presión del público y de los medios era demasiada.
El jurado lo declara culpable de asesinato en primer grado y es sentenciado a muerte.
Es ejecutado en la silla eléctrica, en la prisión estatal de Nueva Jersey, el 3 de abril de 1936 a las 20.30 de la noche.
Hauptmann sostuvo que era inocente hasta el final. Había quienes dudaban que fuera realmente el culpable. Entre ellos el mismísimo jefe del FBI de entonces, J. Edgar Hoover, que cuestionó duramente la investigación, el juicio y el fallo.
Según su pesquisa el número de teléfono de Condon encontrado en un armario de la casa de los Hauptmann había sido escrito por un periodista; uno de los testigos que dijo ver al acusado entrar esa noche a la casa de los Lindbergh era ciego; había sospechas de que la escalera hubiera sido plantada por la policía y se habían manipulado las tarjetas de asistencia al trabajo de Hauptmann, ya que muchos de sus compañeros declararon que el día del secuestro estaba con ellos.
Cuarenta años más tarde, en 1981, dos diarios de Nueva Jersey (el Hunterdon Democrat y el New Brunswick News) publican nueva información de la investigación del caso. De la información que encontraron en esos documentos se entendía que Hoover había suministrado al fiscal que acusaba a Hauptmann toda la información, incluso los datos que podrían haber demostrado su inocencia. Pero nada de eso fue contemplado. Hoover fue más allá: refutó la validez de las pruebas grafológicas, auditivas y testimoniales e insinuó coacción policial sobre algunos testigos. La magnitud de los hechos lo impactó de tal manera que lo llevó a impulsar la denominada Ley Lindbergh -luego aprobada por el Congreso- que hizo que un secuestro fuera considerado un delito federal.
Charles, el aventurero del aire
Los padres del bebé eran al momento del terrible suceso verdaderas celebridades. Ambos provenían de familias encumbradas, ilustradas e influyentes.
Charles Augustus Lindbergh había nacido en Detroit, el 4 de febrero de 1902, en el seno de una familia de inmigrantes suecos. Su padre era político y congresista; su madre, profesora de química. La relación con sus padres no era del todo buena: su madre era muy distante con él y su padre muy severo. Su gran amigo era su perro Scott.
En 1918 su padre los abandonó y Charles quedó a cargo de la granja con 16 años. Vendió las máquinas y los animales para pagarse una moto y la universidad. Era un joven alto de 1,90 m de estatura, muy flaco y atractivo, pero muy tímido y solitario. Empezó a ganarse unos dólares probando paracaídas mientras estudiaba ingeniería mecánica. Pero las clases terminaron por aburrirlo y dejó la universidad en 1920. Aun así convenció a sus padres para que le pagaran clases de aviación.
En abril de 1922 voló por primera vez y ya no tuvo dudas: esa era su verdadera pasión. Trabajó como acróbata del aire y piloto de exhibiciones. Y llegó a comprarse un viejo avión por 500 dólares. Estaba naciendo el hombre temerario que surcaría los cielos.
El peligro lo atraía y él lo reconocía. Se alistó para ser piloto de caza del ejército y, en 1924, comenzó a entrenar en el cuerpo aéreo del ejército de los Estados Unidos. Pero en 1925 los recortes presupuestarios obligaron al Teniente Lindbergh a pasar a reserva. Entró entonces en el reparto aéreo de correos donde requerían pilotos con experiencia. Voló día y noche y acumuló cientos de horas de vuelo. Audaz y desafiante cuando se enteró del premio Orteig, de 25.000 dólares para el primer aviador que volara a Europa sin escalas, supo que eso era lo que haría.
El bello pionero
Fue entonces que, con fondos de algunos empresarios masones influyentes, logró reunir 13 mil dólares. Los sumó a los 2 mil que tenía ahorrados y empezó la construcción de su propio avión al que llamó El Espíritu de San Luis. Él mismo participó del diseño y estuvo en todos los detalles. Lo armó y desarmó tantas veces que, molesto, un mecánico le preguntó por qué era tan obsesivo. Charles le respondió con ironía: “Porque no sé nadar”. Los instrumentos que hizo instalar en el aparato le permitían volar con visibilidad cero. Demoraron dos meses en construirlo.
Fue con ese avión que despegó de Nueva York la mañana del viernes 20 de mayo 1927 y maravilló al mundo al convertirse en el primer piloto en cruzar el océano Atlántico, de oeste a este, uniendo el continente americano con el continente europeo. En el vuelo en su monoplano de un solo motor, que realizó solo y sin escalas, recorrió más de 6000 km enlazando Nueva York y París en 33 horas 32 minutos.
Uno de los peores escollos, contaría, sería vencer el sueño que lo acosaba porque no había dormido la noche anterior. La silla que usaba frente a los controles había sido escogida especialmente incómoda para evitar quedarse dormido: era una silla de mimbre de jardín. Se había negado a llevar un paracaídas, pesaba demasiado; sólo llevaba una balsa inflable, cinco sándwiches, una botella de agua y estaba enfundado en un grueso traje para el vuelo que lo protegería del intenso frío en las alturas. Tuvo que agudizar su ingenio para ir levantando vuelo de a poco, porque volaba muy bajo por el excesivo peso. Enfrentó una tormenta y temió que las turbulencias afectaran la lona del fuselaje. A las 18 horas de vuelo tuvo el segundo problema: una tormenta magnética en plena noche. No tenía un punto de referencia hasta que un claro del cielo le permitió orientarse por las estrellas. Había ocurrido un nuevo milagro. El sueño le jugó otra mala pasada y terminó descendiendo demasiado cerca del océano. Despertó justo cuando rozaba las olas y logró remontar su avión hacia el cielo. Ahora sí ya estaba eufórico y no tenía sueño. Luego de cruzar el Canal de la Mancha se comió el primer sándwich. Ya lo habían observado desde tierra.
Eran las 22.20 de la noche del sábado 21 de mayo de 1927 cuando aterrizó, en el aeródromo francés de Le Bourget, se posó con maestría con un aparato que no ofrecía gran visibilidad delantera y ¡no tenía frenos!
Fue inmediatamente trasladado a la residencia del embajador estadounidense. El presidente francés le rindió honores. Lo esperaban enormes aglomeraciones con cientos de miles de curiosos. Las mujeres deliraban por este hombre que parecía un actor de cine y suspiraban por el hoyo que se le hacía en la barbilla. Él odiaba la popularidad, pero tuvo que soportarla. Las hordas de fanáticos prácticamente destrozaron el avión y le arrancaron la ropa. Querían llevarse lo que fuera como souvenir. La policía francesa tuvo que proteger al piloto de las multitudes.
Charles Lindbergh había ganado el premio con su proeza y se había convertido en un auténtico héroe del aire. Tenía solamente 24 años y había concretado una de las hazañas más importantes de la historia moderna. En Londres fue recibido por más de un millón de personas. Su triunfo se festejaba en todo el mundo y su presencia convocaba impresionantes aglomeraciones. Volvió en barco a los Estados Unidos.
En Hollywood querían contratarlo y le ofrecían mucho dinero, pero él se negó. La gira posterior que realizó por los estados americanos despertó otra tremenda ola de locura por su persona. Había sido contratado por el millonario Henry Guggenheim para llevar el avión de gira por todo el país por la suma de 50 mil dólares. Todos querían tocarlo, conocerlo, verlo, tener algo de él. Lo asediaban de tal manera que los mozos se disputaban tanto por los huesos del pollo que dejaba como por sus servilletas; sus camisas no volvían nunca de la lavandería de los hoteles y la gente lo seguía hasta la puerta del baño. Agobiante. Entendió que ya no podría caminar tranquilo por la calle. Era perseguido más que las celebridades del cine. Sin proponérselo se juntaban multitudes en cada lugar que visitaba. Incluso su casa natal fue saqueada por gente que quería sus objetos personales de recuerdo.
De alguna manera, fueron su figura y su espíritu aventurero los que empujaron a los Estados Unidos a convertirse en una potencia aérea.
Tal era su estrella que las autoridades le pidieron que en en su gira por México ayudara al embajador norteamericano a mejorar las relaciones entre ambos países. Fue precisamente allí que conoció a la que sería su esposa, Anne Morrow.
Un destino con alas
Anne era hija del empresario y político estadounidense, Dwight Morrow, y de la poeta defensora de la educación, Elizabeth Cutter Morrow. Conoció a Charles en su propia residencia. Su padre, que era en esa época embajador de los Estados Unidos en México, había invitado al aviador a pasar las fiestas navideñas. Anne era una chica tan tímida como Charles, una voraz lectora y jamás había tenido un novio. Charles buscaba una mujer que se apasionara por la aviación, tuviera buena vista y lo acompañara. Apenas se encontraron se reconocieron como almas gemelas. Los dos provenían de familias muy educadas, ilustres y dedicadas a la política. Ellos eran jóvenes, querían explorar el mundo y hacer de la aventura una profesión. Fue una alianza perfecta.
En 1928 Anne se licenció en Filosofía y letras y, al año siguiente, se casó con Charles Lindbergh. La luna de miel fue en Acapulco y luego se dedicaron a viajar por Asia durante unos meses. Terminaron por instalarse en New Jersey.
El matrimonio fue intenso en todos los sentidos y tuvieron seis hijos. Charles Augustus Jr fue el primogénito: nació el 22 de junio de 1930. El país celebró el nacimiento como si fuese el hijo de un rey. Charles, que detestaba la exposición, se negó a mostrarlo. Pero aun en su mansión de 170 hectáreas en las afueras de Nueva York las cámaras de la prensa apuntaron y consiguieron grabaciones del niño. Después de su secuestro y muerte le siguieron cinco hijos más Jon (que nació el 16 de agosto de 1932, pocos meses después del horror), Land, Scott, Anne y Reeve (ambas serían escritoras como su madre).
Anne además de filósofa y escritora se convertiría en aviadora. De hecho, fue la primera mujer americana con licencia de piloto a la que luego sumó la licencia de vuelo sin motor. Charles fue su obsesivo maestro. Trabajaron y volaron juntos. Muchas veces Anne era copiloto y radio operadora, había aprendido a manejar el código Morse. Trazaban rutas aéreas comerciales y participaban de los vuelos inaugurales. Se convirtieron en una pareja célebre en el mundo de la aviación. Volaron como pilotos a Canadá, Alaska, Japón y China.
Anne escribió más de diez libros. Entre ellos uno de crónicas que se llamó North to the Orient (Norte hacia el Oriente) que publicó en 1935 y otro que tituló Listen! the Wind (Escuchen! el viento), en 1938, que se inicia con el relato de Anne de su marido amerizando con ella como copiloto en medio de un viento huracanado en Groenlandia. La admiración por su marido -que jamás se da por vencido- es elocuente. Ese avión, el Tingmissartoq, se conserva en el Smithsonian National Air and Space Museum de la ciudad de Washington, adonde fue donado por ellos mismos. Anne ganó premios por su contribución a la exploración espacial y a la participación de la mujer en la aviación. La ficción, la poesía y el papel de la mujer en el siglo XX formaban parte también de sus textos. Su obra más trascendente fue Gift from the Sea (El regalo del mar) que fue traducido a 45 idiomas y se refería a la superación personal.
Persecución y huída
Charles Lindbergh pensaba que los océanos habían dejado de ser un obstáculo para el progreso de la aviación comercial. Y tenía mucha razón. A principios de los años 30 fue directivo de la compañía aérea Panamerican y participó en las investigaciones científicas del premio Nobel de Medicina, Alexis Carrel.
La realidad económica del país había cambiado con el crack del 29. El trato amable hacia “la pareja de los cielos”, como los había denominado la prensa, se estaba transformando en una pesadilla peligrosa. Su vida de conquistas, alegre y fastuosa empezó a ser percibida de otra manera y comenzaron a recibir críticas y anónimos amenazantes contra su hijo recién nacido.
La dupla que conformaban Anne y Charles parecía imparable, hasta que el destino les asestó el golpe más duro de sus vidas y la felicidad les fue arrebatada desde una burda escalera aquella noche de invierno.
El secuestro seguido del crimen de su primer hijo los devolvió al primer lugar de los titulares. La popularidad los perseguía de una manera nefasta. El sensacionalismo amarillo norteamericano llegó a su apogeo con ellos y no sería igualado nunca hasta el juicio de O. J. Simpson (el exjugador de fútbol norteamericano que asesinó a exmujer y su amigo a puñaladas), 60 años después.
Luego del crimen Lindbergh quedó devastado. La persecución a la que fue sometido por la prensa, la venta de trozos de escalera y de mechones falsos de pelo de su hijo lo asquearon. Acusó a la prensa de irresponsable y a la gente de morbosa, y concluyó que la democracia ejercida de esa manera podía ser “muy peligrosa”.
En 1935 la familia Lindbergh no toleró más la presión y se trasladó a Europa para escapar de la desdicha y la persecución. Vivieron primero en Inglaterra, pero la prensa los siguió hasta allí. Luego, se mudaron a un aislado castillo de piedra en la costa francesa.
Polémicas y nazismo
Una vez en el exterior Lindbergh se puso a estudiar la organización y el funcionamiento de las fuerzas aéreas de varios países. Es por entonces que habría comenzado su romance con una mujer de Munich, que era sombrerera. Alemania no sólo torcería su destino amoroso, también minaría su popularidad e imagen. Fue en ese país, invitado por el mariscal Göring a instancias del presidente norteamericano. Esperaban que Lindbergh pudiera brindar información sobre el poder militar alemán. El aviador quedó maravillado el potencial armamentístico de la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana nazi, y también quedó cautivado por el régimen. Admiró el orden, la disciplina y la eficiencia. Y escribió: “No deberíamos equivocarnos de enemigo, el enemigo real es la Unión Soviética”.
Cuando los Lindbergh regresaron a los Estados Unidos, en 1939, se dedicó a recorrer el país dando conferencias en contra de la guerra y declarándose partidario del aislacionismo estadounidense: proclamaba que su país no debía entrar en el conflicto y que Adolf Hitler ganaría la guerra. La prensa lo denunció por antisemita y como hombre peligroso. De adorado héroe nacional y padre desolado en la búsqueda de justicia había pasado a convertirse en un personaje detestado y controversial.
Sus declaraciones lo transformaron en persona non grata cuando Roosevelt declaró la guerra al Eje después del ataque japonés a la base americana en Pearl Harbor en 1941. Roosevelt estaba enojado con Lindbergh y no lo quería en el ejército. Pero en 1944 el aviador consiguió ser asesor civil en el Pacífico. Su experiencia le permitió entrenar a pilotos y empezó a volar en operaciones clandestinas contra los japoneses. Finalmente luchó por su país y derribó aviones japoneses. Con esto logró recuperar algo de su deteriorada imagen pública y de su reputación pasada. Fue readmitido en el ejército con el rango de General de Brigada.
Amores y desamores
Fue en 1939 que Antoine de Saint Exupéry aparece en la vida de Anne. El aviador francés había sido quien escribió el prefacio de su libro Escuchen!, el viento. Anne que llevaba tiempo alejada emocionalmente de su marido se enamoró perdidamente de él. El autor de El Principito, quien estaba casado con Consuelo Suncín, le despertó pasiones que llevaba dormidas y mitigó la tristeza que la embargaba. El romance terminó antes de que el aviador fuera derribado en una misión de guerra sobre Mediterráneo, el 31 de julio de 1944. Las tragedias a Anne le resultaban familiares.
Con Charles siguieron distanciados mientras él trabajaba para recomponer su imagen pública. En 1953 el piloto publicó sus memorias, El espíritu de San Luis, con las que ganó al año siguiente el premio Pulitzer. Contribuyó también a su rehabilitación que su libro fuera adaptado para el cine con un protagonista como James Stewart, que era la imagen del hombre “bueno” americano. Charles dedicaría el resto de sus días a rescatar animales en peligro de extinción y a preservar áreas inexploradas del planeta. Murió de cáncer (padecía linfoma) el 26 de agosto de 1974, a los 72 años, en la isla de Maui, en Hawai.
Anne murió en febrero de 2001, los 94 años, en su casa de Vermont. Tras su muerte el mundo supo que Charles Lindbergh había tenido una triple o cuádruple vida y muchos más hijos. Con la sombrerera alemana Brigitte Hesshaimer había tenido tres: Dyrk, Astrid y David. Los veía varias veces al año, pero los chicos no sabían que él era su padre. Esto terminó de revelarse cuando ya adultos, en el año 2003, exigieron un ADN para conocer su identidad. Pero Brigitte no había sido la única amante de Charles. También había tenido dos hijos con la hermana de Brigitte y tres más con su secretaria. A todos los visitaba en sus largos viajes.
Todos quieren ser Charles Junior
En todos los casos policiales siempre aparecen personajes inescrupulosos. En 1981 dos hombres que pretendieron ser el niño secuestrado. Ellos eran Kenneth Kerwin y Harold Olson. Si bien aseguraban no tener intereses pecuniarios decían querer conocer su verdadera identidad. Kerwin afirmaba haber sido secuestrado por la niñera y su amante no por Hauptmann; Olson, por su parte, aseguraba que una familia del norte de Michigan lo había rescatado de una barca, como a Rómulo y Remo, y lo había criado. Disparates que por no tuvieron éxito.
Los Lindbergh llenaron involuntariamente páginas y páginas de diarios y revistas y ocuparon minutos que se transformaron en películas, documentales y videos. Su tragedia fue contada innumerables veces. Pero nadie pudo relatar la verdad completa de lo ocurrido esa noche en la que Charles Lindbergh oyó el ruido de una madera que caía o se quebraba... y no le dio importancia. En esos segundos moría su hijo y nacía un caso que duraría hasta la eternidad.
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