En esa isla diminuta, de clima agradable, donde vivía modestamente, Napoleón Bonaparte exigía que lo siguiesen llamando majestad. Desde mayo de 1814, las potencias vencedoras lo habían recluido en Elba, un pequeño archipiélago que en ese entonces estaba en poder de Francia. Su mamá María Leticia, de 64 años, rechazó la cómoda vida que le habían ofrecido y el 2 de agosto había llegado, para alegría de su hijo. Se instaló en una casa cercana, cenaban varias veces juntos y pasaban mucho tiempo en partidas del reversi, un juego de mesa con tablero y fichas.
Ese atardecer del 26 de febrero de 1815, la madre lo encontró pensativo, debajo de una higuera. Le reveló el secreto que tenía mejor guardado. “Le prevengo que parto esta noche”, le avisó.
“¿Para ir adónde?” –inquirió la mujer. “A París. Pero ante todo le pido su parecer”.
“Sigue tu destino. Esperemos que Dios, que te ha protegido en tantas batallas, te protegerá nuevamente”.
Luego de ser derrotado en la gigantesca batalla de Leipzig, que se libró entre el 16 y el 19 de octubre de 1813 la Sexta Coalición, integrada por Prusia, Rusia, Gran Bretaña, España, Portugal, Austria, Suecia y algunos estados alemanes lo obligó a replegarse hacia Francia. El 3 de abril de 1814 fue depuesto por el Senado y terminó abdicando tres días después. El 11 se suscribió el tratado de Fontainebleau, que estableció su renuncia y su exilio en la isla de Elba.
Lo primero que hizo Bonaparte fue pedir un cuadro del lugar, datos geográficos y detalles sobre el clima. Era la tercera isla más grande de Italia, ubicada entre Córcega y la Toscana. Al sur estaba la de Montecristo, la que había inspirado a Alejandro Dumas para escribir su novela. Estuvo conforme con la información que recibió. “No me encontraré mal allí, y creo que María Luisa tampoco”. Lo que aún ignoraba es que su esposa nunca se le uniría.
Seleccionó unos 400 hombres que lo acompañarían. Muchos eran viejos granaderos que no les importó dejar familia e hijos para seguir a su jefe. El 20 de abril, día de la partida hacia el puerto, se despidió de ellos. “Soldados de mi vieja guardia, yo os digo adiós. Desde hace veinte años, siempre os he encontrado en el camino del honor y de la gloria. En estos últimos tiempos, como en aquellos de nuestra prosperidad, no habéis dejado de ser modelo de valor y de fidelidad. Con hombres semejantes a vosotros, nuestra causa no estaba perdida, pero hubiera sido la guerra civil. Yo he sacrificado, pues, todos nuestros intereses a los de la patria, y me voy”. Luego, besó la bandera, abrazó al oficial que se la había alcanzado y subió al carruaje. “Adiós, amigos míos”, y partió.
Fue escoltado por cuatro comisarios nombrados por los aliados vencedores. Durante el trayecto, algunos saludaron su paso, pero hubo abucheos, insultos y muchos “mueras al asesino”, a tal punto que el cochero debió apurar el paso de los caballos.
En un punto del camino Napoleón, vestido de paisano, hizo detener el carruaje. Desenganchó uno de los caballos, se colocó una escarapela blanca en su sombrero y partió al galope seguido por su ayudante de cámara. En las proximidades de Aix se detuvo en la hostería de la Calade. Se presentó como un comandante inglés. Todos los parroquianos hablaban de él, que si lo veían lo matarían. Comió y tomó algo, luego se apoyó en el hombro de su ayudante y se quedó dormido. Hacía dos noches que no pegaba un ojo.
Cuando su carruaje lo alcanzó, se cambió de ropa. Lo hizo tan apurado, que se puso el uniforme de general del comisario austríaco Kolter, la gorra del comandante prusiano Truchsess y el manto del ruso Schuvaloff. Así vestido llegó al puerto de Fréjus, el mismo donde desembarcó cuando regresó de su campaña de Egipto.
Antes, pasó por el castillo de Bouillidou, donde vivía su hermana Paulina, quien le adelantó que semanas más tarde se le uniría.
A Elba llegó una mañana de mayo en la fragata Undaunted, al mando del capitán Usker. Luego de cuatro días de navegación, el 3 al anochecer estaban a un cuarto de legua de tierra. Sus subalternos fueron a anunciar la llegada a las autoridades locales.
Esa noche Napoleón se quedó en el buque y decidió desembarcar a las tres de la tarde del día siguiente. Se anunció con 21 cañonazos disparados por la fragata, a los que respondieron los cañones de la fortaleza de Portoferraio, donde fue recibido por un grupo de pequeños burgueses y por campesinos. Le dieron las llaves de la ciudad y fueron a la iglesia a rezar un Te Deum. Vieron lágrimas en sus mejillas cuando corearon su nombre.
El 26 de mayo arribó su guardia imperial, compuesta por granaderos, cazadores, artilleros, lanceros polacos. Presidió el desembarco y volvió a emocionarse al verlos.
En la isla, Bonaparte se comportó como un verdadero jefe de estado. Formó un cuerpo de voluntarios que se sumaron a sus 400 granaderos. Estudió mejoras, la producción de diversos productos, visitó las dependencias públicas, a todos los colmaban de preguntas y se hacía del tiempo para navegar en velero por los alrededores y de dar largos paseos a caballo. Solía detenerse sobre una elevación y contemplar la isla de Córcega, el lugar donde había nacido.
Ocupó dos mansiones, atendidas por 35 criados. La Villa dei Mulini en Portoferraio y en los meses de calor ocupó la de San Martino. Desde 1 de junio se sumó su hermana Paulina.
A poco de llegar, se enteró de la muerte de Josefina, de quien se había divorciado en 1810. A comienzos de septiembre, estuvo dos días con su amante la condesa polaca María Walewska, con el hijo de ambos de 4 años. Pero él pensaba en su esposa María Luisa de Austria, a quien le pidió, una y otra vez, que fuera a visitarlo con su hijo.
Recibió a todos los visitantes que se acercaban a conocerlo. Aristócratas, historiadores, políticos, con todos hablaba largamente del pasado, pero no decía nada del futuro.
Ese futuro, del que todos querían tener precisiones, llegó. Aprovechó que el Congreso de Viena estaba aún reunido y que los borbones que gobernaban Francia no eran bien vistos, y determinó que era el momento de ponerse en acción. “Yo soy la causa de las desdichas de Francia y yo soy quien debe repararlas”.
Hizo los preparativos de ese operativo retorno en el máximo de los secretos. Para encubrir su plan, el día de su escape, hizo organizar un baile de máscaras y se cuidó de que asistiese mucha gente, y él se mostró alegre y despreocupado. Cerca de la medianoche anunció que se retiraba a descansar. El comisario inglés que se ocupaba de su custodia había ido a Livorno a divertirse.
La noche del 26 de febrero de 1815 abordó el bergantín Inconstant y recién en las primeras horas del 27 hubo suficiente viento para enfilar hacia la costa francesa. Junto a las naves que lo acompañaban debió moverse con sigilo por los barcos inglesas que navegaban esas aguas.
A lo largo de los meses, se había hecho amigo de los capitanes de los barcos británicos y navegaba a propósito para que ellos se acostumbrasen a su presencia.
El 1 de marzo tuvo a la vista el puerto de Antibes pero los vientos lo acercaron a Cannes, donde esa noche desembarcó. En París, la corte entró en pánico y envió al primer batallón del rey a interceptarlo. Lo encontraron en las cercanías de Grenoble. Napoleón desmontó y frente al jefe del regimiento, dijo: “Soldados del 5to. Soy vuestro emperador. Si hay entre vosotros un soldado que quiera matar al emperador, aquí me tenéis”, y se abrió el capote mostrando el pecho.
Los soldados estallaron en vivas a Bonaparte y se sumaron a su ejército. Cuando entró a la capital del país lo hizo al frente de un ejército de por lo menos 140 mil hombres. Comenzaban lo que la historia denominó los Cien Días. Que serían los últimos como hombre fuerte y temido de Europa.
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