Hasta a don Juan Manuel, el hombre todopoderoso de la Confederación, la cuestión se le había ido de las manos. Es que la llegada del carnaval representaba un dolor de cabeza tanto para las autoridades, que no sabían qué hacer con él, como para la policía, que se multiplicaba para mantener el orden entre la gente que halló en esta celebración una oportunidad de dar rienda suelta a una alegría que no siempre terminaba bien.
Nadie sabía de dónde venía la palabra carnaval. Su origen sería del vocablo latín carnelevarium, esto es “quitar la carne”, ya que tenía lugar antes de la cuaresma. Los celtas, por su parte, acostumbraban a empujar un barco sobre ruedas, el “carrus navalis”, mientras todos festejaban en la cubierta.
Desde tiempos inmemoriales, la iglesia se desveló por erradicar esta costumbre pagana. Ya lo había intentado con las Saturnales, la fiesta romana en honor a Saturno, el rey de la agricultura. Tenía lugar cuando finalizaba la cosecha, los ánimos se distendían para dar rienda suelta a días de alegría y de fiesta desenfrenada. Todo estaba permitido, desde las bromas más inocentes hasta las más pesadas; muchos se disfrazaban y eran aceptadas las chanzas de los esclavos hacia sus amos. Hasta se suspendían las condenas a muerte. La iglesia logró que los festejos tuvieran lugar antes del inicio de la Cuaresma.
No se llamaban así, pero los antepasados de las caretas y las bombitas de agua fueron introducidos en América por los españoles. El objetivo era burlarse del prójimo.
Ya era difícil controlar los festejos en los tiempos de los virreyes. Juan José Vértiz fue el que dispuso que la ensordecedora ejecución de los tambores y los ruidosos bailes se realizasen en lugares cerrados y no en las calles, ya que molestaban a los vecinos de bien. Todo debía ocurrir dentro de las casas. La cuestión era que, invariablemente, los bailes terminaban de la peor manera: desde roturas de muebles, robos de pertenencias, abusos de mujeres y crímenes.
Un lobby de vecinos respetables junto a un cura logró hacer llegar sus quejas hasta el propio rey Carlos III, quien decretó la prohibición del carnaval en los dominios en América. “Hay que terminar con el escandaloso desarreglo que el carnaval provocó en Buenos Aires”, sentenció.
Sin embargo, Madrid estaba demasiado lejos de Buenos Aires. Vértiz no acató la orden, ya que no le veía el sentido a la prohibición si en España estaban permitidos. Y de paso mandó al cura amenazador de regreso a la madre patria. Pero el virrey no podía revelarse tan abiertamente a lo dispuesto por su monarca. Hecha la ley, hecha la trampa: el carnaval se haría en el Teatro de la Ranchería, que funcionaba en la misma Manzana de las Luces.
Los virreyes que vinieron después intentaron regular esta costumbre. Después de 1810, se popularizó el uso del agua y de otros productos. La gente se divertía arrojando harina y huevos vaciados que se llenaban con el líquido que se tuviera a mano, y los agujeros se tapaban con cera. También solían utilizarse las vejigas de cerdo para echarse agua.
Aun así, no era bien visto. El diario El Argos de Buenos Aires, en 1822, publicaba: “Se acercan los días de carnaval en que la generalidad de los habitantes de esta ciudad se abandona a una alegría que raya en furor. Las personas más distinguidas entregadas a este juego, que llamaremos bárbaro, parecen haber perdido entonces su razón, y las vemos confundidas con la plebe más grosera”.
Así como varios gobiernos intentaron que los festejos fueran por los carriles normales, también Juan Manuel de Rosas trabajó en ello. Los veía con simpatía ya que la mayoría que se brindaba a esas prácticas era la población negra, a la que le tenía especial consideración. Solía visitarlos, acompañado por su esposa Encarnación Ezcurra en el barrio del Tambor, actualmente Monserrat, y en San Telmo, donde se aglutinaban. Ahí, dejaba de ser el Restaurador de las Leyes y era uno más. Su sola presencia era motivo de algarabía general.
Pero las quejas continuaron.
No le quedó más remedio que emitir el 8 de julio de 1836 un decreto que establecía “reglas fijas para el juego de carnaval, a fin de precaver los excesos notables que algunas veces llegan a cometerse, y conciliar por este medio el respeto que se debe a los usos y costumbres de los pueblos, con lo que esencialmente exige la moral y la decencia pública”.
Si se deseaba practicar el carnaval, debían cumplirse con una serie de disposiciones: las máscaras y las comparsas eran permitidas, siempre y cuando se gestionase previamente el permiso policial. Pero el juego con agua debía circunscribirse a lo que durase el carnaval, tres días anteriores al miércoles de Ceniza. Comenzaba a las 2 de la tarde, con tres disparos de cañón hechos desde el fuerte y finalizaba a las 18 horas, antes de la oración, con otros tres cañonazos.
De todas maneras, los desbordes y los desmanes existían. A la harina, el agua y líquidos de sospechosa procedencia, se sumaban las piedras que tiraban de los balcones. Un inglés, que por entonces visitaba Buenos Aires, se vio envuelto sin querer en esta guerra de huevos, agua, harina y piedras, y no tuvo mejor idea que responder de la misma manera, ya que no entendía qué era lo que sucedía.
Lo cierto es que el tiempo que duraban estos festejos, desaparecían las diferencias de clase, de raza y de edad. Claro que la gente que estaba en contra se encerraba en su casa y la más pudiente dejaba la ciudad y se instalaba en los establecimientos que poseía en las afueras.
El último día del carnaval los vecinos confeccionaban un muñeco, generalmente hecho de paja, al que colgaban y luego quemaban. Los rosistas más fanáticos lo vestían a la usanza de los unitarios, con ropas de color celeste.
Con el bloque anglo-francés al Río de la Plata, el panorama cambió y la política se metió en el festejo. Rosas temía que los unitarios usaran el carnaval para provocar disturbios o algo más serio. Estos estaban en combinación con una poderosa escuadra anglo-francesa que mantenía bloqueado el Río de la Plata.
Decidió cortar por lo sano: el 22 de febrero de 1844 lo prohibió por decreto, aunque muchos no le hicieron caso.
Oficialmente, volvió a festejarse a partir de 1854, cuando se autorizó el juego con agua y los bailes de máscaras, organizados en los teatros Victoria, Argentino, Coliseum y en el Colón cuando abrió tres años después.
El primer corso, de 1869, ocupaba cinco cuadras de la entonces calle Victoria, hoy Hipólito Yrigoyen. Al año siguiente aparecieron las carrozas y más a fin de ese siglo, las murgas.
Políticos cuyos nombres son recordados por calles y avenidas, fueron fanáticos entusiastas, como fue el caso de Carlos Pellegrini o de Domingo Faustino Sarmiento, que se divertía enormemente. Cuando la epidemia de fiebre amarilla estalló en Buenos Aires en el verano de 1871, muy a su pesar, a pesar del creciente número de muertos, suspendió los bailes a último momento. Es que la vida nunca dejó de ser un carnaval.
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