Durante años, en la iglesia conventual de los padres franciscanos en Catamarca, se guardaba y se exhibía el corazón de fray Mamerto Esquiú, hijo preclaro de la Orden y “orador de la Constitución Nacional”, beatificado por la Santa Sede en 2021.
Allí estaba la reliquia anatómica, en una sala contigua al presbiterio, dentro de una urna de vidrio con unas simpáticas figurillas esquineras (unos frailes franciscanos sentados) fijada sobre un basamento de mármol. Visible a través del cristal y recostado sobre un cojín, ya que el cerramiento de bronce permanecía abierto para permitir la contemplación del órgano, éste lucía preservado, sin señales de putrefacción ni otros deterioros. Era una víscera de buen tamaño, entumecida y más pardusca que cetrina, cruzada por arterias y venas, algunas rosadas y otras transparentes como gelatinas, que parecían cánulas de plástico. Así recuerdo haberla visto de cerca y pésimamente iluminada por tubos fluorescentes en 1999, al visitar el monumento donde se alojaba. Si llegué a experimentar algo de impresión, no fue tanto por el objeto en sí mismo (que de puro inerte y seco hasta podía aparentar ser de utilería, aunque no lo fuera), sino más bien por la perduración de una práctica piadosa que, aún pareciendo tan cercana al morbo o al fetichismo, seguía motivando muestras de devoción popular. El corazón tiene razones que la razón no conoce…, pensé, evocando el dictum de Pascal, bien oportuno para esa ocasión.
Años antes la reliquia había sido robada y luego devuelta, o más bien abandonada en un techo del convento u otra dependencia anexa. Tal vez el episodio fuera portador de la extraña y contradictoria paradoja de un ladrón sacrílego… con escrúpulos religiosos. Lo cierto es que la víscera tuvo que ser sometida a alguna intervención con fines de restauro (lo cual explicaría cierta impronta artificial en su aspecto posterior), porque había quedado expuesta al sol y a la intemperie durante unos días.
Después, en 2008, el corazón volvió a ser robado y, esta vez, el joven malhechor lo habría arrojado a un cesto de basura en pleno centro catamarqueño, el mismo día en que cometió el delito sacrílego. La noticia hizo resonar su eco en los principales diarios nacionales.
Según la prensa local, fue insólito el argumento de la defensa del imputado ante el juez federal que lo indagó: dijo que, dado que el vidrio de la urna estaba roto, decidió llevarse el corazón sin más trámite, aunque no explicó el porqué; pero como el calor veraniego de enero comenzó a derretir su botín, optó por tirarlo a la basura.
Si bien la primera vez hubo suerte y el corazón apareció enseguida, la segunda vez ni las marchas suplicantes ni las “cadenas de oración” lograron el milagro esperado.
¿Por qué el órgano se conservó separado del resto del cuerpo del fraile? ¿Cómo llegó a Catamarca? La historia merece relatarse.
Ante el rumor, bastante infundado, del envenenamiento de fray Mamerto, el gobierno nacional que presidía el general Julio A. Roca mandó a realizar una autopsia del cadáver, la cual se cumplió bajo la dirección del doctor Ruperto Antonio Seara, en el Hospital San Roque de la ciudad de Córdoba, donde tenía su sede episcopal el difunto. Según opinión del médico Jorge Chayep, la elección de aquel establecimiento para cumplir la necropsia se debió, casi seguramente, a que allí funcionaba tanto una cátedra universitaria de Anatomía Patológica como la Morgue Judicial.
Como relata fray Luis Cano O.F.M. en base a diversas fuentes documentales y en especial el testimonio del secretario Pedro Ignacio Anglade y Torrent, se retiró al finado de una capilla del poblado de Avellaneda, donde había sido enterrado provisoriamente dos días antes, amortajado con el hábito franciscano (llevaba el sayal de la Orden desde niño, en cumplimiento de una promesa de su madre) y puesto en tierra sin ataúd, no tanto en señal de máxima pobreza, sino porque el cadáver estaba hinchado y no cabía en el féretro que se le proveyó en vano.
Si bien el cuerpo ya presentaba los primeros signos de descomposición, el corazón se halló intacto. El forense lo colocó en un frasco con alcohol o formol y lo llevó a su casa, para su posterior envío al Museo de Ciencias Naturales de Buenos Aires. No se hallaron rastros de ningún veneno en los restos y el cuerpo fue preparado entonces para su embalsamamiento. Curiosamente, como recalca el citado Chayep, citando a su colega Telémaco Susini, aunque descartada la hipótesis del veneno, nunca llegó a determinarse la causa precisa de la muerte del prelado, cuyo deceso fue bastante prematuro.
Odorico Esquiú, que era hermano de Mamerto y había llegado a Córdoba meses después de las exequias, solicitó a Seara el corazón con el propósito de retenerlo como un “recuerdo de familia” (sic). El médico accedió al pedido, suscribiendo y firmando un breve testimonio, y el hermano-vivo partió en mayo de 1883 hacia Salta, donde residía, con el órgano del hermano-muerto a cuestas, en una cesta pequeña de mimbre, según se dijo.
De paso por Catamarca, hizo posta en San Fernando del Valle para visitar a sus parientes. De acuerdo a una versión, estando hospedado en el convento de San Francisco exhibió el corazón a los frailes, quienes de inmediato pidieron la reliquia, ya que su venerable cofrade había profesado allí sus votos y había vivido en una de sus celdas durante tantos años. Según otra versión, quizá más aceptable, él mismo ofreció la reliquia a la comunidad de frailes, por tratarse, según dijo, del “órgano más interesante”(sic) de aquel cuerpo, y para cumplir con la voluntad del difunto, quien en repetidas ocasiones, residiendo fuera del país, sostenía que su corazón “estaba en Catamarca”, junto a sus familiares y amigos. La metáfora se hizo realidad el 17 de mayo de 1883 y aquel corazón quedó depositado, para la devoción de los fieles, en su provincia natal.
Aunque no estuvo siempre en el mismo lugar. En efecto, primero se lo guardó junto al Santísimo (otro deseo de Esquiú) y en 1891 fue llevado a una sala en el sector de la portería conventual, hasta que en 1902 volvió al interior del templo y en 1943 se le diseñó un relicario donado por una dama pudiente.
Fray Mamerto Esquiú había pasado su vida rehuyendo de los agasajos populares y otros honores (hasta rechazó, por delicadeza política, la sede arzobispal de Buenos Aires que le había gestionado su admirador Avellaneda en 1872), pero en el momento de su muerte no logró eludir las muestras multitudinarias de congoja y afecto.
Los oficios funerarios comenzaron desde el día posterior a su deceso (que había ocurrido el 10 de enero de 1883 en el paraje catamarqueño de El Suncho, mientras regresaba de una tarea pastoral en La Rioja), tres años después de haber asumido como obispo de Córdoba. El citado cronista franciscano Cano señala que el duelo se extendió no sólo a numerosas ciudades de la Argentina, sino también de Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Paraguay, Uruguay, lo mismo que en diversas partes de Italia, Jerusalén, Nazaret y Alejandría. La gran hermandad de los “frailes menores” lo lloraba y comenzaba a vislumbrar en él las huellas inequívocas de la santidad.
El cuerpo, ya “sine cordis”, permaneció varios días accesible al desfile de los fieles hasta su sepultura en la catedral, el 7 de febrero de ese año.
En suma, como tantos casos de santas y santos de la Iglesia Católica (u otros difuntos ilustres sometidos a similares maniobras postmortem) los restos de fray Mamerto Esquiú permanecieron divididos en dos sitios diferentes y distantes, por la ablación de su órgano cardíaco, transformado en reliquia y objeto devocional.
Del “orador de la Constitución” queda el registro de sus sermones, el itinerario patrimonial de los sitios que frecuentó, la fama de su santidad y el recuerdo histórico de sus virtudes como hijo de San Francisco de Asís y como ciudadano argentino, que no es poco ni menor. Y queda, también, el cuerpo descorazonado, embalsamado y sepulto en Córdoba, a la espera quizá de reencontrarse con su corazón, cuando, según la escatología tomista (que fray Mamerto debió frecuentar), el día del juicio final resuciten los muertos y recuperen sus cuerpos, íntegros y gloriosos.
SEGUIR LEYENDO: