Argentina le ganó 1 a 0 a Colombia por la fecha 16 de las Eliminatorias sudamericanas en el estadio Mario Alberto Kempes de la ciudad de Córdoba la noche del martes primero de febrero. El gol de Lautaro Martínez a los 29 minutos del primer tiempo le permitió al seleccionado nacional estirar su invicto a 29 partidos. Esa misma noche, Roxana Maiolatesi y José Antonio Spinelli comieron pizza en familia y vieron el triunfo de Argentina en la televisión. Ella rogaba que él se acordara. El partido terminó. La comida y las cervezas también. Al umbral de la medianoche le siguió un tiempo de divague y sobremesa. Él estaba distraído, pensando en otras cosas. Tuvieron que estimular su memoria. Lo indujeron hasta que finalmente recordó.
“Feliz aniversario”, le dijo apurando las palabras. Ya era algo tarde para apelar al romanticismo. Roxana y Tony, así lo conocen a él, estiraban sus años de noviazgo minutos después de que finalizara el partido. “‘¿Cuánto cumplimos?’, le pregunté -cuenta ella-. Hizo la cuenta y me dijo: ‘treinta’”. Había acertado: habían iniciado la relación el segundo día del segundo mes de 1992, allá lejos, en una tarde por Saavedra. Cumplían treinta años juntos esa madrugada en un rincón noroeste del conurbano bonaerense. Él, despistado, demoró en recordarlo. Ella conservaba retazos poco pretenciosos de su aniversario idealizado: compartir dos cervezas más e irse a dormir abrazados.
Pero Tony le avisó que se iba a comprar algo -él dice que eran cigarrillos, ella supone que eran más cervezas-. Ella comprendió, valiéndose de tres décadas de convivencia, que su marido ya no volvería: enterró su expectativa y se fue a dormir sola. Repasa la cronología de los hechos: “Comimos pizza, vinieron Rocío, Thalia, vino mi compadre Roque. Estaba esperando que me dijera ‘feliz aniversario’. A la noche, tipo once y media, me dice ‘gorda, me voy a comprar una cerveza’. Porque me dice gorda a mí. Se fue y no volvió más. Yo sabía se iba a la casa de nuestras ahijadas, la Rocío y la Thalia. Dije ‘bah, este se fue para allá con el Braian’. Me fui y me acosté a dormir”.
Lo que pasó con Tony, pasó mientras Roxana dormía. Su versión de la transición de la noche del martes a la madrugada del miércoles -el preludio- empieza también con el 1 a 0 de Argentina: “Vimos el partido, comimos, mi yerno se fue con mi otra hija, la mayor, salí y tenía que meter el auto de mi yerno para arreglarlo. Agarré el auto y me fui a comprar cigarrillos. Me crucé con unos pibes y les vine a comprar para ellos: ‘Vos que vas para aquel lado porque nosotros no llegamos…’. Me dieron la plata, vine y tenía plata yo: fui y compré. Fue la peor cagada que me mandé, lo peor que pude haber hecho fue comprar para mí también”.
No la nombra nunca por su nombre. A la cocaína le dice “la porquería”. Está sentado en una silla de madera en el patio delantero de su casa de la localidad de Churruca, partido de Tres de Febrero, a metros de la avenida Eva Perón, a metros del camino del Buen Ayre, a metros de la entrada de la Puerta 8, uno de los 4.416 barrios vulnerables y asentamientos registrados en el listado de barrios populares de Argentina. La Puerta 8 es, además, esa búsqueda que Google completa con la palabra “droga”.
Tony luce una gorra negra, una remera verde y mugrienta de la Municipalidad de Vicente López, bermudas de jean, zapatillas sin medias, cordones de distinto color, las manos curtidas, las uñas sucias, la piel gruesa, la tez morena. Es un hombre de 53 años que camina como si cargara un peso invisible. Flaco y desgarbado, con los dedos gordos, petiso y de nariz prominente, habla desenvuelto sin conmoverse, sin histerias. Relata con detalle y vergüenza mientras dos de sus siete hijos, Andrea de 22 años y Elizabeth de 19, lo escuchan paradas y atentas. Son su custodia, sus granaderas.
Tony es el protagonista de la historia. Llega tarde porque Maxi, su jefe y amigo, lo retiene unos minutos en el taller mecánico de la esquina. “Mirá que adentro es un quilombo eh”, advierte antes de abrir una puerta que no tiene llave ni cerradura, que es de chapa y desprende un chillido por el roce contra el piso y la pared. No la abre, la empuja. El frente de su casa es también un portón de chapa: está pintado en un color naranja estridente. Adentro hay tantos perros y gatos como afuera. En total son cinco perros y nueve gatos (a veces diez, a veces ocho). Nadie sabe bien los nombres de todos. Están los históricos: Lola, Mía y Popi. Está Barbijo, un cachorro que apareció en plena pandemia. Está Papelito, que juega con el mísero recuerdo de una pelota de goma como si fuese una pelota completa desde que superó el moquillo el 25 de noviembre de 2020 y que, para Roxana, Maradona reencarnó en él. Y están, por todas partes, los gatos.
Tony se sienta en el medio del patio y el harén de mascotas lo rodea. Se entrelazan entre las patas de la silla: él como el proveedor. La escenografía revela, a viva voz, un hogar humilde, precario. El piso de tierra sostiene todo: escombros en bolsas y escombros a la intemperie, muebles rotos, restos de cosas, residuos con promesa de utilidad, una bolsa de boxeo que cuelga de una estructura de chapa desvencijada que ya no garantiza impermeabilidad, recipientes, baldes, tubos, dos bidones para vender su orina, un tanque de agua con bolsas de alimento balanceado en su interior, una parrilla, el tronco perezoso de un árbol, un tacho con latas compactadas, un acolchado secándose, trapos varios, más chapas, cartones, alambres, botellas de plástico, un árbol que da uvas torrontés, una moto estacionada, el esqueleto de otra moto, una carretilla, ladrillos huecos, palets y otros materiales de construcción porque su hija Daiana, de 24 años, quiere empezar a construir su propia casita en el primer piso de la vivienda. Por el momento, ahí conviven Tony, Roxana, su papá Omar (sordo y de 84 años), y tres de sus hijos: Braian de 27 años, Walter de 25 y Hernán de 16. Se distribuyen en cuatro piezas, un comedor más largo que ancho, una cocina espaciosa, un baño y un patio trasero más modesto que el de adelante.
El aniversario olvidado y la madrugada del miércoles 2 de febrero habían empezado ahí, en la muchedumbre del comedor de una casa colmada de familiares y de visitantes la noche del martes primero de mes. Tony procuraba respetar la pureza del hogar: solía consumir afuera. “No sé cómo explicarte. Viste como hay gente que tiene una vida paralela: el hombre con una familia estructurada, su señora, hijos, y después te enterás que tenía otra pareja en otro lado. Bueno, algo así. Si no me hubiese pasado esto a mí y si no hubiese salido a la luz, gente de mi familia, de mi entorno y mucha gente del barrio no se hubiese enterado de nada”, grafica.
Lo que pasó con Tony, pasó en la vereda de la casa donde viven sus ahijadas Rocío y Thalía con una beba de cuatro meses, donde esa noche también había una amiga. La narración es auténtica: “Entré al baño, salí, me senté en un canterito que hay en la puerta, una planta. La piba estaba ahí al lado. La dueña de casa con la beba en la habitación cambiándole los pañales. Me senté. Miré arriba de la mesa y vi los cigarrillos. Cuando me quise levantar, se me tambalearon las piernas. Me volví a sentar y me di cuenta de que algo no estaba bien. Pero fue cuestión de minutos”.
La bolsita le había costado 200 pesos. Compró una sola para él. “Es una gaseosa -reflexiona sobre su costo-. Pero la gaseosa no te hace pelota como esto”. “Por tan poca plata... -reflexiona sobre su accesibilidad-. Fueron 200 pesos que casi me cuestan la vida”. En el baño había elegido omitir lo que días después reparó: la procedencia y el aspecto. “El sabor era distinto y el color que tenía la porquería esa era raro también. No era lo normal. No era lo mismo. Tenía un color raro. No se sabe bien qué es lo que me pusieron. El efecto fue que me volteó en menos de dos minutos. Viste cuando vos agarrás un aerosol y le hacés así a una cucaracha: está un ratito y después... Así literal: estuve un ratito y pum, se me apagó la luz”.
Entró al baño, consumió, salió y se sentó en el cantero. Esa secuencia duró menos de dos minutos. La descompensación empezó revolviéndole el estómago. “Me quedé mirando y me agarraron ganas de lanzar, como arcadas. Empecé a transpirar, se me empezó a nublar la vista y pensaba: voy al árbol o entro al baño. Fue una fracción de segundos. Se me apagó la luz, caí. Así como estaba caí al piso”. Las mujeres que lo acompañaban primero desconfiaron. Intuyeron que era una joda, una interpretación teatral. Tony estaba inconsciente, ido y tieso, con las extremidades estiradas y rígidas. No tardaron mucho en advertir que no estaba actuando. Braian fue el primero en acudir al llamado. Lo acompañaba, afortunadamente, un amigo. Las mujeres le tiraban agua y él no reaccionaba.
“Me vinieron a buscar y me cargaron en el auto, el mismo auto en el que yo había ido -narra Tony en virtud de lo que le contaron-. No me podían subir arriba del coche. Me había quedado el cuerpo todo así, duro. No me podían doblar las piernas para meterme adentro del auto. El pibe que me vino a agarrar con mi hijo decía ‘metele las piernas adentro’. Y no podían. El pibe, como es grandote, me metió así: me dio la cabeza con el techo del coche, me metió las piernas adentro, cerró las puertas y me llevaron al hospital. Ya eran como las tres de la mañana. Había pasado una hora que estuve ahí en la puerta de la casa”.
Braian dejó a su papá en el Hospital Carlos Bocalandro, ubicado a menos de veinte cuadras de su casa, y fue a despertar a su mamá. “Ma, ma, Tony está re mamado, se dio vuelta”, le dijo sacudiéndola. Roxana primero desconfió. “Imaginate, yo recién dormida y re caliente porque se fue a la mierda y me dejó tirada con ganas de tomar otra cerveza, dije ‘ah, que se cague’”, reconoce. Pero Braian insistió: “No mami, tomó veneno de rata, está en el hospital muriéndose”. Roxana saltó de la cama, se puso las zapatillas, agarró su documento, el de su marido, se subió a la moto de su hijo y salió para el hospital. En su casa olvidó peinarse y el barbijo.
Durante el viaje, intentaba asignarle una lógica a lo que su hijo le había contado: “No entendía qué había pasado. No podía ser, si él no consumía tanto para darse vuelta. Encima no teníamos plata: la habíamos gastado para hacer las pizzas, él no había terminado un auto”. Debía ser un malentendido. Tony no es de ésos: lo conoce hace treinta años y nunca la cocaína lo había siquiera alterado. No pudo haberse desbordado. Algo raro había ocurrido esa madrugada.
José Antonio Spinelli había nacido el 17 de septiembre de 1968 en San Martín, provincia de Buenos Aires. “Mi viejo era camionero y mi mamá vivía en Ruta 3, kilómetro 39, barrio La Esperanza se llamaba. Mi viejo andaba siempre en la ruta y yo vengo a ser, a ver... el sexto, porque éramos nueve hermanos en total. Nací con problemas, creo que tuve tos convulsa, y quedé internado en el hospital de Villa Martelli, el hospital Belgrano. Como mi viejo andaba con mi mamá de viaje y en el estado que estaba, mi abuela dijo ‘hasta que no esté bien lo voy a tener yo’. Y me quedé con ella, me quedé me quedé me quedé. Después de grande me dijeron si quería irme con mi mamá o quería quedarme con ellos. Y no, me quedé con mi abuela. Yo tenía a mi mamá, la íbamos a ver los fines de semana a veces. Pero era medio lejos para ir en colectivo y mi abuela ya era mayor. Tomé la decisión de quedarme con ella porque sentía que era más mi mamá”.
Vivía en Saavedra también con su hermano mayor y su tía, que había quedado viuda. Fue criado por su abuela y por su tía. Hizo la escuela primaria en algún colegio del barrio que ya no recuerda. Las vacaciones de invierno y de verano las pasaba en Villa Allende, una casita que pertenecía a su abuela, la encargada de recaudar y cuidar las moneditas necesarias para disfrutar la estadía en las sierras cordobesas. Concluido séptimo grado, Tony terminó su escolaridad.
“Mi tía me dijo si quería ir a la secundaria... Yo era vago, no es que fuera burro. No me gustaba, no quería estudiar. Mi tía es enfermera y hacía aplicaciones a domicilio en el barrio. Le costaba ganarse la moneda. Me dijo: ‘Si yo te voy a anotar, vas a ir y vas a estudiar. Si no querés estudiar vas a tener que empezar a trabajar’. Le dije que no la quería hacer gastar plata y empecé a laburar”. Su primer trabajo fue en una verdulería. Después fue acompañante en un reparto de soda. Hasta que finalmente encontró su profesión: su tío le enseñó el oficio de mecánico.
Una tarde anónima de 1982 volvía de jugar al fútbol en la canchita de siempre, del barrio de siempre, con los pibes de siempre. “Nos juntábamos a tomar alcohol. Recién empezábamos a tomar una cerveza entre diez. Pero un día vino uno y dijo ‘che, tengo esto’. Probamos, y bueno, y me gustó…”. Tenía catorce años y su abuela -su mamá de crianza- ya había muerto. Él le asigna responsabilidad a la tracción de “las juntas”. Consumió su primera dosis de cocaína ahí y por ellos. No lo convirtió en un adicto. Su consumo, dice, era recreativo: “Los fines de semana o cuando nos invitaban a una joda, a un asado, nada más. Siempre en una reunión de amigos, nunca en familia. No era una cosa que yo mostrara. Y nunca fui dependiente de esto”.
Roxana lo conoció así ya. Él era amigo del vecino de una prima de ella. El encuentro fue fortuito y ajeno. “Se acercó y dije ‘guau, qué chabón tan feo’”, recuerda con sorna. Ella empezó a salir con el vecino de su prima. Tony a veces se integraba al plan. “Me di cuenta que era muy parecido a mí por la forma de ser. Me gustaba su humildad, su risa. Yo soy del 7 de septiembre del ‘68 y él es del 17 de septiembre del ‘68″. La conquista fue clásica e inevitable: ella se peleó con el novio y él acudió a consolarla. Así se enamoraron hace tres décadas: los dos tenían por entonces 23 años.
Ese mismo 1992 se mudaron juntos a la casa del barrio Churruca. A Tony le costó la adaptación: evitaba salir por las noches y solía asomarse por el portón para constatar si su auto seguía ahí, manso en la vereda. Le preocupaba ese asentamiento que crecía a una cuadra de su nuevo hogar. El prejuicio y su matriz porteña lo dominaban. Pero sus suspicacias se doblegaron rápido. Hoy es un hijo más del barrio, querido y cuidado por todos. Roxana lo tiene que compartir con los demás. Lo describe dulce y compañero. También cascarrabias y celoso. Pero siempre presente: “Siempre estuvo al lado mío, siempre me ayudó en todas”.
Tuvieron siete hijos casi al hilo. En orden de aparición: Jonatan, Braian, Walter, Daiana, Andrea, Elizabeth y Hernán. Tony ya no puede recordar sus edades. Roxana acude a otros para ratificar sus cálculos. En su casa, además de algunos de sus hijos, hay yernos, otros familiares y amigos aleatorios. Entran como si fueran íntimos. Lo son. “Si me gustaría tener plata es para ayudar a los demás. No me gusta el lujo. Todavía sigo siendo manzanera. Dimos leche a la gente de acá, por eso a Tony lo quieren tanto en el barrio. Fuimos gente que dimos mucho. Lo que podíamos se daba. En mi casa cocino en ollas treinta: para el que viene siempre hay un plato de comida. No somos mezquinos. No me gusta tener el chalet. Somos humildes”, resume Roxana.
Roxana llegó despeinada, sin barbijo y con los documentos en la mano esa madrugada al Bocalandro. Conoce los conductos internos del hospital: ahí nacieron sus hijos, ahí la atendieron cuando le diagnosticaron cirrosis. Vio tumultos en la sala de ingreso. Eran otros Tony, otros Braian y otras Roxanas llegando de urgencia. Gente conocida, gente del barrio tan desesperada como ella. “Los bajaban duros de los autos. Los ponían en las camillas y quedaban así, como una estatua. No entendía, no entendía nada”, repite. Se infiltró en el hospital hasta encontrarlo. Necesitaba corroborar lo que recogió en una primera investigación: “Lo sacudía, lo sacudía y él estaba con los ojos dados vueltas, dormido mal, no se despertaba, lo cacheteaba y no respondía”.
En la puerta siguió contando patrulleros, ambulancias, autos particulares y móviles de televisión. Vio personas desmayadas, babeadas, dobladas y rígidas, algunas con el rostro morado. Vio camillas y enfermeros yendo y viniendo. A su guardia se le sumaron sus hijas y sus ahijadas. En el caos y la incertidumbre del mediodía encontró el terror. Sin respuestas, debió regresar a su casa para darle de comer a su papá. Con el barrio movilizado por lo que los medios empezaban a resumir como “el caso de la cocaína adulterada”, descubrió una moraleja: “Cuando salgo de casa, veo cómo todavía seguían yendo a comprar a la villa. Yo les grité ‘loco, no vayan a comprar que tiene veneno de rata. Tony, mi marido, se está muriendo en el hospital’”. Les respondieron: “Nah, ya no venden más esas. Está buena, está buena”.
Las noticias ya hablaban de muertos: tres, siete, diez, quince. Cada vez más. Una doctora rubia y petisa de ambo azul que la llamaba por el apellido de Tony le reportó: “Tu marido no se despierta, lo tuvimos que intubar, satura 50″. A las dos horas, un nuevo parte: “A tu marido lo quisimos desintubar y no respondió, lo tuvimos que intubar de nuevo. Me parece que lo vamos a tener que trasladar al Posadas”. Había escuchado por ahí que estaban esperando estudios del mismo hospital donde se cotejaron las muestras. Semanas después, investigadores del Conicet confirmarán que el “veneno de rata” que aspiró Tony era cocaína cortada por un opiode llamado “carfentanilo”, una sustancia utilizada exclusivamente con fines veterinarios: sirve, por ejemplo, para sedar elefantes. “Cuando estaba ahí yo vi que una le sacó al marido dos bolsitas. Yo vi las bolsitas: eran color rosadas como con vidrio. Cuando se curó le dije: ‘¿No te diste cuenta, con los años que consumiste, que no es la misma que tomabas siempre?’”.
Pero antes de que Tony renaciera, Roxana tuvo que combatir la difusión de los trascendidos. “Todos me preguntaban si Tony murió: ‘dicen que Tony murió, dicen que Tony murió’. ‘Tony no se murió: tiene un pie acá y del otro lado, pero todavía no se muere’, les decía”. Y soportar el golpe de la adversidad. La realidad se le cayó encima, estrepitosamente. “Me compré una latita de cerveza, agarré dos cigarrillos, fui a la parada de la esquina y le pegué. Porque yo tengo cirrosis, supuestamente era yo la que se iba a morir. ‘No, hijo de puta, ¿te vas a ir antes vos que yo, me vas a dejar de clavo a todos los pendejos?’, decía por dentro”.
La caravana de luces, ruidos y ambulancias la despabiló. Contó siete traslados correlativos. El octavo, conjeturó, era para su marido. El turno de guardia ya había cambiado: a la chica rubia y petisa de ambo azul la reemplazó un médico brasileño flaco y alto que, según Roxana, hablaba más en portugués que en español. “Me acerco y le digo: ‘José Antonio Spinelli, ¿a dónde lo trasladan?’. Me dice: ‘¿vos quién sos?’. ‘La señora’. Me agarra, me pone la mano en el hombro y me hace ‘vamos’”. El doctor le estaba pidiendo que lo acompañara. Ella, conocedora de los pasillos del hospital, suponía que la llevaban hacia el sector de enfermería. “Yo imaginaba: me sientan ahí para tomarme la presión por si me llego a desmayar porque me van a decir que está muerto. Toda mi cabeza me daba vuelta. Hasta que me dice ‘seguí caminando’”. Sospechó, automáticamente, que la estaban conduciendo a la morgue para reconocimiento del cuerpo. Conocía al Bocalandro de antes: no sabía que al fondo había una nueva sala de terapia intermedia. “Ahí lo tenés al viejito”, le indicó el médico. “Lo que más me encantó fue que me agarrara fuerte la mano y me dijera: “¿Gorda, qué hacés acá? ¿Qué hago acá? ¿Cómo supiste? ¿La moto?”. Hoy se ríe cuando piensa que le faltó que le preguntara por Candela. Ella solo le respondió que se quedara quieto, que estuviese tranquilo y que le hiciera caso a los médicos.
Eran las diez de la noche del día de su aniversario de pareja número treinta cuando por fin abrió los ojos. Estaba atado de pies y manos, de su cuerpo emergían vías, conductos. Él miraba para todos lados. Se sentía perdido hasta que descubrió que había otros como él, otros pibes del barrio que solían consumir cocaína como él. “Ahí caí y dije ‘qué cagada que me mandé’. Asocié que había sido por eso”. Pero estaba, inexplicablemente, sano y con vida. Fue el regalo de aniversario. “El regalo de la vida. Volví a nacer. Ahora voy a tener dos cumpleaños”, dice.
A las dos de la mañana del jueves empezó a llover en la puerta del Bocalandro. Los médicos le pidieron encarecidamente a Roxana que se fuera a dormir a su casa y que volviera al otro día. Obedeció en parte: volvió a su casa, no durmió y a las siete de la mañana ya estaba de nuevo en el hospital esperando novedades. A Tony le dieron el alta a las pocas horas. Regresó al barrio y a su casa: ya nada era lo mismo. Los patrulleros, los helicópteros, las cámaras de televisión, los abrazos de los vecinos, las señoras que se ponían a llorar, los pibes que le festejaban “Tony, volviste”. “Ahí me di cuenta la magnitud que tuvo la noticia y lo que tenía alrededor, lo que tenía en casa y la cagada que me había mandado”, describe.
No hubo retos ni sermones. Roxana lo había conocido así. Ella también consumía. Pero a veces, en la intimidad, cataba lo que Tony compraba y le advertía: “Fijate que están tirando basura, no tomés. Esto es una porquería, están tirando mierda”. A veces, al otro día, a él le dolía el estómago. “Pero como nunca vi que consumiera cantidad para descontrolarse no le decía nada. A veces me enojaba porque teníamos poca plata y él se la iba a gastar en esa bolsita. Pero siempre fue una persona como la ves ahora: él tomado era así, una persona buena. Él tomaba pero trabajaba. Cuando él se tomaba una bolsita, era la persona con mejor carácter. Es un laburante, no un adicto que vive las 24 horas enchufado”.
Tony coincide en la valoración de Roxana. “El efecto que me hacía a mí no tiene nada que ver con lo que les hace a los otros. Por eso lo hacía sin culpa. Yo creo que la llevaba bien. No es que me ponía agresivo o muy eufórico. Así como estamos hablando ahora podría haber estado consumiendo hace un ratito y vos no te dabas cuenta”, dice y propone: “No quiero ser el ejemplo de nadie porque no lo soy. Esta fue la primera vez que tuve problemas: nunca tuve que ir a robar, vender algo de mi casa, salir a pedirle plata a alguien o dejar sin comer a los pibes por esto. Nunca mezclé las cosas”.
Sus hijos recién conocieron sus vicios de grande. Él respetaba la investidura del hogar: sus macanas las hacía afuera. Ahora su familia adoptó una posición más activa. Intervienen en medidas preventivas, más allá del propio juramento de Tony. Su coqueteo con la muerte le impuso un cambio: “Me lo juré yo. No se lo juré a nadie. Yo lo hice y yo lo tengo que dejar. No tengo que echarle la culpa a nadie, nadie me vino a obligar a que haga lo que hice. Como yo fui, tuve coraje de comprar y casi matarme. Me lo propuse yo: no tomo más y no tomo más. No lo pienso hacer, no está en mi cabeza”.
Murieron 26 personas por la cocaína adulterada y hubo cerca de un centenar de intoxicados internados desde la noche del martes, posterior al partido de Argentina. Tony zafó. Todavía se pregunta por qué: “Se ve que no era mi momento. Creo que tengo tiempo y cosas para seguir dándole a ellos que son chicos y para disfrutar yo también. Creo que por ese motivo no me llevó, porque estuve más cerca de irme que de quedarme acá. No sé si me tocó con la varita mágica y me dijo ‘levantate y dejate de joder’”.
El jueves obtuvo el alta y el viernes recibió la propuesta que hoy tiene prohibida en el barrio. “Al otro día que salí del hospital, siempre está el que viene a saludarte, a felicitarte porque estás bien y está el otro... Tenés el ángel y el diablo: uno que te dice ‘bien ahí, dejate de joder’ y está el otro que te dice ‘che, mirá que conseguí…’. La tentación está ahí nomás. Espero que siga así. Dios me dio esta oportunidad y no la quiero desaprovechar”.
“Como vengo, vengo de primera -califica-. Los tengo ahí, pasan, van para el otro lado. Acá están donde vos quieras. Estos no están pero están los de acá a la vuelta. Si vos querés ir, vas y conseguís en cualquier lado. Más con los años que tengo con esta porquería: me conocen todos y conozco a todos. Pero no está en mi cabeza, para nada. Si yo me lo propuse, lo tengo que cumplir”.
“Esperemos”, respondió Roxana con un dejo de recelo cuando escuchó la promesa que se había jurado Tony. Ella, que conoce las vicisitudes de la abstinencia, no relega su compromiso a la palabra de su marido, atravesada también por su propio susto. “Acá lo tenemos cuidado. A donde sale estamos en contacto: ‘mirá que se fue para allá, está en tu casa…’. Desde que salió del hospital, yo camino cinco cuadras y están todos preguntándome por él. Mi hijo conoce donde venden del otro lado: ‘A mi papá no le vendés porque vengo yo y te rompo todo el auto’. Más de uno ya fue. Está prohibido venderle”.
Tony se va, cerca. Maxi, su jefe y amigo, lo está esperando porque tienen que entregar un auto. En ese momento entra su hija Daiana con su novio: son los que van a construir su casita en el primer piso porque ya no pueden sustentar los 19 mil pesos que les cuesta el alquiler. En la esquina hay un patrullero. En la esquina también hay autos y motos estacionadas en la vereda: son sus trabajos pendientes. Tony accede con vergüenza a posar para el fotógrafo. Sus amigos sacan la foto de la foto. Son los documentos que consiguen para cargarlo después. Su jefe aprovecha las cámaras y le pide un autógrafo. Él se ríe con pudor. Una señora pasa con su hijo en bicicleta y lo saluda. “Bienvenido Tony”, le dice.
Fotos: Franco Fafasuli
Video: Alejandro Beltrame
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