Hiroshima. 6 de agosto de 1945. 8.15 de la mañana. Las vidas de 300 mil japoneses se desarrollaban con normalidad. Con la normalidad que puede existir en tiempos de guerra. De pronto esas vidas cambiaron. En unos pocos segundos. Para siempre.
Eso para los más afortunados. Alrededor de 150 mil no tuvieron más vida.
Ninguno de los sobrevivientes recuerda haber escuchado nada en el momento en que cayó la bomba. Los que oyeron estaban a decenas de kilómetros de Hiroshima: un estruendo aterrador, imborrable, el más estremecedor de sus vidas.
Sí vieron. Algo nunca visto. Las descripciones varían. “Un resplandor tremendo”, “todo brilló con el blanco más blanco que haya visto”, “un enorme fogonazo amarillo brillante”, “un gigantesco flash fotográfico” “creí que el sol se había desprendido del cielo”, contaron algunos sobrevivientes.
Luego, en apenas segundos, la noche profunda. A las 8.16 de la mañana. Una oscuridad sucia que no se remediaría con la aparición del sol. Una noche en la que la ciudad quedaría sumida por años.
“El sol se hizo pedazos y cayó. El cielo, que siempre me había parecido tan lejano, quedó sin el sostén que le daba el sol y se vino abajo casi al mismo tiempo. La luz creció tanto que no pudo soportarlo. De modo que la luz también murió aquel día”, escribió Makiko Kada, un habitante de Hiroshima.
Cien mil muertos en nueve segundos. El 70 por ciento de las viviendas absolutamente destruidas. 70 mil heridos de gravedad. La gran mayoría de ellos murió en los días y meses subsiguientes como consecuencia de la explosión atómica.
Quedaron pocos sobrevivientes. La destrucción total.
Una aclaración terminológica: los japoneses evitan llamarse sobrevivientes, porque concentrarse demasiado en el hecho de estar con vida puede ser una ofensa para los sagrados muertos. El término que utilizan es hibakusha, personas afectadas por una explosión. Y estos hibakusha sufrieron durante años las consecuencias de la bomba. Fatiga crónica, problemas de piel, leucemia, cáncer en los órganos más variados.
La radiación no los abandonó ese 6 de agosto de 1945. Los persiguió por años y los terminó matando. Más allá de la necedad del brigadier general Thomas Farrell que, en una conferencia de prensa en Tokio en septiembre de 1945, afirmó: “Ya nadie padece en Hiroshima y Nagasaki los efectos radiactivos de la bomba. Quienes los recibieron ya están muertos”. Mentía Farrell. Lo demostraron decenas de miles de muertos durante las dos décadas siguientes a sus declaraciones.
La historia se inició varios años antes. Muchos la atribuyen a una carta enviada por Albert Einstein a Franklin Roosevelt en agosto de 1939. Hablaba de la posibilidad de una nueva bomba, extremadamente poderosa, de tipo desconocido. Todo, aclaraba, se debía a los avances de la investigación sobre la fisión nuclear. En manos de Adolf Hitler podía ser muy peligroso.
La capacidad de destrucción de esa bomba era inimaginable. Tendría, según Einstein, un defecto: sería muy pesada para transportarla por vía aérea. Roosevelt, tras leer la carta, puso en marcha el Proyecto Manhattan, con 6 mil dólares de capital inicial.
Los científicos estadounidenses tardaron 2 años en convencerse de la posibilidad de crear un arma atómica. Comunicado el dictamen al presidente Roosevelt, éste le asignó al proyecto un presupuesto considerable. Era el 6 de diciembre de 1941. Al día siguiente, Japón bombardeaba Pearl Harbor. Se reclutaron científicos y técnicos de todo el mundo. Varios premios Nobel integraba la lista. En la dirección científica del proyecto Manhattan fue nombrado Robert Oppenheimer.
El primer gran logro, lo obtuvieron casi un año después. El 2 de diciembre de 1942 Enrico Fermi (Premio Nobel de física 1938) dividió un átomo de uranio y liberó neutrones, los cuales, a su vez, pueden dividirse en más átomos de uranio: la reacción en cadena. De ahí en adelante, los científicos fueron resolviendo los diversos problemas que presentaba la creación de la bomba.
Robert Oppenheimer fue un físico teórico de gran relevancia. Desde joven se destacó en su campo (una actividad en la que la precocidad es norma), estudió con los mayores referentes de su época (Bohrm y Heisenberg entre otros) y realizó varios aportes a la física. Pero, sin duda, su recuerdo siempre quedará ligado a la creación de la bomba atómica.
Como responsable debió reclutar a los mejores científicos de su época, resolver los diferentes problemas técnicos que se presentaban y manejar al enorme equipo que vivía aislado y en estrictas condiciones de confidencialidad en el pueblo Los Álamos, creado especialmente para alojar a quienes trabajaban en el proyecto. No fue poco mérito mantener el liderazgo y la armonía, logrando conciliar dos universos tan dispares como el militar y el científico. Sus colaboradores lo admiraban y lo seguían con devoción. Quedaban cautivados por su palabra serena y seguro y por sus ojos celestes, por su mirada glacial. Hablaba 8 idiomas y tenía una vasta cultura. Todo lo humano parecía interesarlo.
El 16 de julio de 1945 era la prueba definitiva. Debían comprobar si todo funcionaba según lo planeado, si aquello trabajado en el laboratorio, sucedía en el campo. Aquellos cálculos y experimentos, las fórmulas teóricas mostrarían su poder destructor. Fue en Alamogordo, Nueva México.
Robert Oppenheimer, otros científicos y mandos militares se ubicaron a 9 kilómetros del lugar en el que la bomba haría impacto. La explosión los sobrecogió. Por unos segundos quedaron cegados. El estruendo fue aterrador. El hongo de tierra y fuego se elevó hasta el cielo. Nadie había visto nunca algo similar. Algunos pensaron que la bomba había penetrado la corteza de la Tierra.
Oppenheimer comenzó a hablar en voz alta. Los demás tardaron unos segundos en entender lo que decía. Estaba recitando un fragmento del libro sagrado de los hindúes, el Bhagavad-Gita: “El Todopoderoso abrió las puertas del cielo y la luz de mil soles cantó a coro: Yo soy la Muerte, el fin de todos los tiempos”.
Esas líneas, algunos dicen que en realidad fueron recordadas por Oppenheimer muchos años después del lanzamiento de la bomba atómica, encierran el dilema ético con el que convivió el científico a lo largo de su vida.
Su hermano Frank, también científico, recordó que su hermano había tenido una reacción menos poética y más prosaica. Al ver la impactante explosión habría gritado, con entusiasmo: “Funcionó”. Es comprensible. Años dedicados exclusivamente a esa obra, la gente a su cargo, la guerra, la carrera para fabricar la bomba antes que los nazis, las presiones y el desafío científico. Toda la física de los últimos 300 años convergía en ese momento. Era para ellos una hazaña científica. El desafío había sido superado.
Pocos días después cuando Hiroshima y Nagasaki fueron arrasadas y su población sucumbió bajo las bombas, la concepción de Oppenheimer fue variando. Aunque nunca se haya arrepentido en público de su actuación, la culpa lo acompañó y el cambio de postura fue evidente. En los años siguientes, hasta su muerte por cáncer de garganta -era un fumador voraz- en 1967 fue un férreo opositor a las armas nucleares. Tuvo una disputa encarnizada con uno de los científicos que había trabajado bajo sus órdenes, Edward Teller, por la Bomba de Hidrógeno.
Esos problemas éticos se manifiestan en todos los científicos que colaboran con la maquinaria bélica. Aunque no todos llegan a las mismas respuestas. Muchos años antes, en la Primera Guerra Mundial, Fritz Haber, Premio Nobel de Química, fue el inventor de la guerra química. Con sus descubrimiento logró gases letales que arrasaron con poblaciones enteras, una nueva forma de matar. Su esposa, una destacada química también, le reprochó esa actividad. Fritz Haber le contestó enérgico que en tiempos de paz un científico debía servir a la humanidad, pero que en la guerra debía servir a su país. Su esposa se suicidó esa misma noche.
La sombra de la falta de lealtad, la convicción (real o inventada) de que el enemigo siempre es peor, el llamado de su nación, la vanidad y la posibilidad de hacer realidad sus teorías, de tener presupuesto ilimitado para cruzar fronteras científicas permiten que estos hombres de ciencias no se hayan preguntado en su momento sobre la pertinencia moral de su creación. La rápida explicación del momento, la respuesta inmediata en las pocas ocasiones que surgían estos planteos en Los Álamos mientras se desarrollaba el Proyecto Manhattan, era que millones de niños que todavía no habían nacido le iban a deber la vida a ese arma que ellos estaban creando.
Oppenheimer conformó un seleccionado; logró reunir a los mejores científicos del mundo. Una conglomeración que no se ha repetido en la historia. Casi ninguno resistió a su oferta, fueron muy escasos los rechazos que cosechó. El argumento principal era que a ellos sólo les debía importar el desarrollo científico, la creación del instrumento. Su uso y su pertinencia era exclusivo resorte de los mandos militares, algo absolutamente ajeno a la órbita científica.
El general Glover, el encargado militar del Proyecto y quien convocó a Oppenheimer, fue su principal sostén. Los rumores e intereses hacían su trabajo. Todos querían el puesto de Oppenheimer, quien era mirado con recelo. Glover le dijo a un asistente: “No existe posibilidad alguna de que Oppenheimer nos traicione. Sus ganas de dejar su nombre en la historia son más grandes que cualquier otra cosa”.
Después de la guerra, Robert Oppenheimer ocupó por varios años la dirección de la recién creada Comisión Nacional de Energía Atómica. Hasta que en medio de la ola macarthista fue, él también, acusado de comunista. Le pidieron su puesto y la devolución de los pases de seguridad (que pocas personas tenían) y no se le permitió tener acceso a los secretos militares y de Estado.
Al principio quisieron desplazarlo en silencio. Le pidieron una discreta renuncia. Oppenheimer se negó y pidió ser juzgado. No soportaba la idea de ser considerado desleal, un traidor.
El proceso fue encarnizado, terminó con su exclusión de la función pública (el clima de época no podía permitir que otro fuera el final) y con muchos de sus secretos e intimidades develados. Pero que todo el asunto haya sido público sirvió para que años después su imagen fuera nuevamente reconocida. El gobierno de Johnson lo rehabilitó al entregarle el Premio Enrico Fermi.
Su oposición posterior a las armas nucleares fue terminante. Y los dilemas y remordimientos internos siguieron consumiéndolo hasta el final.
“Esas dudas, que fueron su enfermedad y su martirio, siguen dibujando una tragedia griega interminable, en la que un hombre advierte que ha creado una fuerza parecida a la de Dios, y pasa la vida huyendo de ella, aterrado”, escribió Tomás Eloy Martínez.
Sus últimos años fueron de batallas internas. La búsqueda del reconocimiento personal, la recomposición de su imagen, la voluntad de tratar de domar su creación, de intentar que no se siguieran extendiendo los daños, de enjaular al monstruo que él había hecho nacer.
Una mezcla de orgullo, pesar y remordimiento: una lucha personal vitalicia.
A partir de la creación de la bomba atómica, y de su uso, el mundo ya no volvió a ser el mismo. Imposible que así fuera. Siempre hubo guerra, muerte, destrucción y maldad. Pero a partir de ese momento algo cambió irremediablemente. Alguien allí afuera (varios en realidad) tenían y tienen el poder de terminar con millones de personas en un segundo, sólo accionando un mecanismo. Eso es lo que descubrió el científico en sus últimos años e intentó combatir. La convicción de haber contribuido a ello lo persiguió hasta sus últimos momentos. Robert Oppenheimer y la ciencia moderna modificaron, definitivamente, la vida moderna.
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