Cuando la galera y su mínima escolta estaban a pocas leguas de la posta del Ojo del Agua, un joven salió del monte y le hizo señas desesperadas al postillón para que detuviese la alocada carrera de la media docena de caballos que tiraban del carruaje. El propio Facundo Quiroga se asomó y le preguntó qué se le ofrecía. El muchacho pidió hablar con su secretario José Santos Ortiz, a quien conocía y que a toda costa quería devolverle un favor que le había hecho. Le advirtió que en el lugar que llaman Barranca Yaco había una partida al mando de Santos Pérez y que le harían fuego por ambos lados del camino, con la indicación de matar primero a los postillones. La orden era que nadie debía salir con vida. El muchacho, que llevaba un caballo para Ortiz, le ofreció huir juntos.
El caudillo le dio las gracias, y le dijo que “no ha nacido todavía el hombre que ha de matar a Facundo Quiroga. A un grito mío, esa partida mañana se pondrá a mis órdenes, y me servirá de escolta hasta Córdoba. Vaya usted, amigo, sin cuidado”.
En la posta Ojo de Agua, en Córdoba, la mayoría de la comitiva estaba angustiada, más cuando el maestro de la posta confirmó lo que el muchacho les había advertido. El único que no le dio importancia al asunto fue Quiroga, quien se fue a dormir luego de tomar una taza de chocolate, tal como acostumbraba.
A la madrugada, Ortiz lo despertó. Le confirmó los detalles del plan y le advirtió que, si insistía en continuar el viaje, no lo acompañaría. Esto encolerizó a Quiroga y le respondió que si se iba lo que le pasaría sería mucho más peligroso que lo que pudiera suceder en Barranca Yaco. Ortiz, que había sido el primer gobernador de San Luis, se había sumado para ayudar en la mediación que se había truncado.
Quiroga era un blanco fácil, ya que no llevaba escolta militar. Además de José Santos Ortiz, iban algunos peones, dos correos y dos postillones. Uno de ellos se llamaba José Luis Basualdo, de 12 años, quien era el hijo del maestro de la posta de Ojo de Agua, la parada anterior a la de Sinsacate. Al muchacho lo hicieron subir a la galera para que fuera aprendiendo el oficio.
Su propio enemigo, Domingo Faustino Sarmiento fue el que había hecho andar la leyenda del origen de su apodo. Dicen que en una oportunidad, el riojano fue perseguido por un yaguareté (tigre verdadero en guaraní), debió treparse a un árbol, fue ayudado por unos paisanos y terminó matando al animal. De ahí el “Tigre de los llanos”.
Había nacido en el pueblo riojano de San Antonio el 27 de noviembre de 1788. Casado con Dolores Fernández Cabeza, tenía cinco hijos. Combatió en las guerras de la independencia y haría fortuna explotando minas de plata y cobre en el noroeste. Enrolado en el bando federal, encontró su talón de Aquiles en el general unitario José María Paz, quien lo derrotaría en los combates de La Tablada primero, en 1829 y Oncativo al año siguiente.
Recluido en Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas lo recibió con los brazos abiertos, aunque pronto comenzaron a discrepar: el riojano era partidario de tener una constitución y de llegar a una organización nacional lo antes posible, algo que el Restaurador no tenía en agenda.
Ya tenía demasiados enemigos. Los principales eran los hermanos Reinafé, amos y señores de Córdoba. Se había afeitado el bigote y, aún con su pelo ruliento, parecía haberlo despojado de esa imagen de hombre bárbaro y salvaje que muchos se habían formado. Sufría de reuma y le dificultaba montar a caballo.
Cuando en 1834 estalló un conflicto entre los gobernadores de Salta, Pablo Latorre y de Tucumán, Alejandro Heredia, le encomendaron viajar para mediar. Al llegar a Santiago del Estero se enteró que Latorre había sido asesinado, y que Heredia había quedado el dueño de la situación; ya no se necesitaba de su presencia y emprendió el regreso. En esa provincia, descansando en la casa del gobernador Ibarra, éste le advirtió que en el camino atentarían contra su vida.
Ese lunes 16 de febrero de 1835 el cielo anunciaba que se venían las lluvias. Cerca de las 11 de la mañana, 9 km antes de llegar a la posta de Sinsacate, donde el camino hacía una curva en el espeso monte de espinillos y talas, una partida de 32 hombres al mando de Santos Pérez le cortó el paso a la galera de Quiroga.
-¿Qué es lo que pasa? ¿Quién manda esta partida? -preguntó a viva voz, sacando la cabeza por la ventana. Serían sus últimas palabras.
Un certero disparo impactó en su ojo izquierdo. Otro le daría en el cuello.
Santos Pérez subió a la galera y atravesó con su espada varias veces al infortunado Ortiz.
El resto de los hombres se dedicó a matar al resto de los acompañantes. Nadie debía quedar con vida. Todos los cuerpos fueron degollados, incluso el de Facundo.
Santos Pérez debió matar a uno de los suyos cuando se negó a degollar al niño Basualdo. Un tal Márquez fue el que asesinaría al infortunado postillón, que a los gritos clamó hasta último momento por su madre.
Luego, se repartieron el contenido del equipaje, llevándose hasta la ropa que traían puesta las víctimas. A los caballos los soltaron y el carruaje, con impactos de bala, lo escondieron en el monte.
Lo que Santos Pérez no percibió fue que desde el monte los estaban observando. Dos correos, José Santos Funes y Agustín Marín, que acompañaban a Quiroga, cabalgaban un tanto retrasados. Al escuchar los disparos, se ocultaron y vieron todo. Ellos fueron los que avisaron a la posta de Sinsacate.
El juez de paz local, en esa tarde lluviosa, mandó buscar los cuerpos de Quiroga y de Santos Ortiz, y los depositaron en la iglesia, donde esa noche fueron velados. Al día siguiente, el cuerpo de Quiroga fue llevado a Córdoba -donde fue enterrado en la Catedral-; y el de su secretario a Mendoza, a pedido de su esposa.
Todas las miradas apuntaron a los hermanos Reinafé -José Vicente, el gobernador de Córdoba; Francisco; José Antonio y Guillermo como los instigadores del crimen.
Días después, Santos Pérez le entregó a Reinafé dos pistolas y un poncho de vicuña, propiedad de Quiroga. El propio gobernador, simulando un brindis, había intentado envenenarlo con aguardiente mezclada con cianuro pero logró escapar. Al tiempo, acorralado, sin tener a dónde ir, se entregó.
Luego de que Pedro Nolasco Rodríguez fuera electo gobernador cordobés, la suerte de los intocables Reinafé había terminado. Salvo Francisco que logró escapar, fueron detenidos junto a la mayoría de los integrantes de la partida que habían actuado en Barranca Yaco.
Rosas envió a Córdoba una partida de caballería para llevar a Buenos Aires a los detenidos y juzgarlos, aún cuando los tribunales porteños no eran competentes, así como los jueces, ya que el crimen se había cometido en otra jurisdicción. Las 1844 fojas de la causa nada dicen de las horas de torturas a los asesinos y las amenazas a su defensor, Marcelo Gamboa, cuando con valentía sugirió el propio nombre de Rosas como uno de los instigadores del hecho.
El 27 de mayo de 1837 se conocieron las sentencias a muerte y el 25 de octubre fueron fusilados los Reinafé junto a Santos Pérez en la Plaza de la Victoria. Los cuerpos de éste último y de José Vicente fueron colgados en la puerta del Cabildo. También se pasó por las armas a la mayoría de los miembros de la partida y otros fueron condenados a prisión.
El pobre Gamboa desató la ira de Rosas. Se lo condenó a no alejarse más de veinte cuadras de la plaza de la Victoria, se le prohibió ejercer de abogado y no podía lucir la divisa punzó. Y que si violase algunos de estos puntos, sería paseado por las calles montado en un burro pintado de celeste. Si se le ocurriese dejar el país, sería aprehendido y fusilado. Parientes y amigos lo abandonaron, salvo uno, el padre del general Garmendia. Gamboa falleció en 1861.
Muchas miradas se dirigieron a Rosas, al considerarlo el verdadero ideólogo de la muerte de Quiroga. “…muerte de mala muerte se lo llevó al riojano, y una de las puñaladas lo mentó a Juan Manuel”, escribió Jorge Luis Borges en su poema “El General Quiroga va en coche al muere”.
Donde el camino real hace un recodo, un monumento con nueve cruces señala el lugar de la sangrienta emboscada.
No se si será cierto que en alguna noche sin luna vieron la galera vacía de Quiroga corriendo alocada y desapareciendo en la oscuridad. Tampoco la gente prefiere no creer que, cuando el viento sopla entre los espinillos del monte, suele traer los lamentos desesperados del postillón de 12 años, que pide por su madre que no puede escucharlo. Muchas cosas pasan. Es que mataron a Quiroga, ese que ya era leyenda cuando vivía.
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