Es bastante conocida la labor de colonización territorial, control y seguridad de fronteras (que tan concienzudamente estudió el historiador Alberto de Paula), desarrollo económico, agrupamiento gremial de artesanos, demografía, beneficencia, cultura, mejoramiento urbano e higiene pública, realizada por uno de los gobernantes más ejecutivos y progresistas del periodo hispánico de nuestra historia: Juan José de Vértiz y Salcedo.
Su nombre, asociado principalmente a la implantación del alumbrado público en Buenos Aires, aunque rubrica otras innovaciones en la gobernanza colonial rioplatense, no carece hoy de polémica, a causa del rigor represivo de ciertas decisiones militares y administrativas que le cupo tomar.
Dos circunstancias singulares adjetivan su biografía: la primera es que no era español peninsular porque había nacido en México, por entonces Virreinato de la Nueva España. La segunda, que ocupó dos magistraturas diferentes entre nosotros, ya que fue el último gobernador, entre 1770 y 1776, y pasó a desempeñarse luego como segundo virrey del flamante Virreinato del Río de la Plata, entre 1778 y 1784.
En la Memoria de su gestión como vicario del rey pueden leerse sus logros y su preocupación por la moralidad pública tal cual se la entendía entonces, entre otros desvelos de su agenda gubernamental.
En ese marco de ideas y para evitar “escándalos públicos y ofensas a Dios”, estableció una Casa de Corrección, en las cual se encerraba a “todas las mujeres de mal vivir y entregadas al libertinaje y la desolación”, según las palabras de su despacho oficial. ¿Cuál era el alcance semántico de estos términos tan severos? He aquí una cuestión.
Podría pensarse, a tenor de esta calificación (o descalificación), que allí irían a dar las féminas que, como escribió Sor Juana Inés de la Cruz, “pecan por la paga” en canje de quien “paga por pecar”. Pero no era tan así: la disciplina paterna, la autoridad marital y otras formas de potestad masculina, propias del modelo patriarcal de época, podían arrojar en aquellos claustros a hijas, a esposas, a hermanas y a esclavas rebeldes, junto con alguna mendiga desquiciada y sin hogar, más de una mulata liberta díscola, e indias cautivas en guerra fronteriza. No siempre ni necesariamente el enclaustramiento favorecía la pretendida “corrección” y hasta hubo algún caso que llegó a ventilarse judicialmente, de flagrante corrupción, protagonizado por un director de la Casa que resultó ser el fecundador de varias reclusas. Por otro lado, en ocasiones, el depósito facilitaba a la aislada, si era casada, una terapéutica distancia de su celoso marido.
Investigadoras contemporáneas como Marina Paula de Palma, Adriana Porta, María Dolores Pérez Baltasar, Viviana Kluger, Mónica Ercilla Martinez, Betttina Sidy o Silvia Mallo, entre otras, han volcado en minuciosas monografías reveladores elementos críticos para abordar este fenómeno del “depósito” de mujeres en establecimientos claustrales, donde la disciplina interna disponía la alternancia de las labores femeninas de fabricación de paño, la oración, los sacramentos y los ejercicios espirituales. También disponían de asistencia médica regular.
No sólo las mujeres “escandalosas” o “desarregladas” de Buenos Aires preocupaban al gobierno, ya que el virrey declaraba que “esta ciudad se hallaba infectada por pordioseros”. Una situación no del todo ajena a nuestro presente: baste con sentarse en la vereda de cualquier café de la Recoleta o de San Telmo (por poner apenas dos ejemplos reconocibles en la geografía porteña) para ser testigo del triste desfile de quienes, bien a su pesar, forman parte de la abrumadora estadística que revelan los índices de pobreza y desocupación.
Pero volvamos al pasado. Vértiz era un funcionario asimilado ideológicamente al paradigma de la Ilustración al modo español, y adoptó una política que apelaba al empleo como potencial redención de la miseria de los mendigos. Primero se los sacaba de las calles y se los recluía en la Casa de Belén, establecida por los jesuitas en el Alto de San Pedro (San Telmo), donde se les asignaban trabajos de acuerdo a sus previas aptitudes. Algunos podían resultar competentes artesanos.
Complementariamente, el diligente virrey mandó publicar por bando la prohibición terminante de pedir limosna (e incluso de darla) porque en el hospicio iban a hallarse auxilios suficientes, uniendo en un mismo lugar de asilo, la caridad con la adquisición o la recuperación de un trabajo útil. Incluso se dotaba de vestuario a los internos, apelando para ello a la beneficencia del vecindario.
Se trataba de erradicar esa “mendicidad vagabunda” que, transformada en “método de vida”, causaba indignación a los actores del pacto colonial.
Vértiz se explayaba todavía más en cuanto a las inconveniencias sociales de la mendicidad: huida del trabajo, distracción de quienes, a la inversa, se hallan aplicados a sus ocupaciones, mal ejemplo de vida ociosa, fomento de la pereza y, por lo común, cercanía con el delito. Decía el bando que eran “causa próxima o remota de los hurtos u otros desórdenes…” Algo parecido advirtió Manuel Belgrano a propósito de muchos habitantes ociosos y sin escuela, que poblaban los arrabales, durante su desempeño en el Consulado. De nuevo, una aleccionadora analogía con el presente.
La Memoria virreinal consignaba una estadística que hoy nos mueve a risa: se recolectaron apenas nueve vagabundos, de los cuales cinco estaban aparentemente locos, según opinión del Protomedicato Entre ellos hubo una sola mujer, descripta como “una infeliz parda, natural de Guinea, vieja y achacosa”.
Vértiz estableció también, en 1779, la Casa de Niños Expósitos, es decir, abandonados por sus madres a causa de su ilegitimidad, que era mácula social. La palabra “expósito” deriva del latín y significa “puesto afuera”, vale decir, dejado expuesto fuera de una casa, con la expectativa de su recogimiento apenas advertida su presencia en el umbral.
Para sostener la institución (donde cada día aumentaba el número de niños, tanto “de pecho” como “despechados” que ingresaban en el “Torno de la Cuna”, como se decía, a causa del mecanismo giratorio de madera que funcionaba en el hueco de la pared para recibir a los bebés). se empleó una imprenta que fue famosa (la Imprenta de los Niños Expósitos) y se arrendaron algunos inmuebles. Pero los gastos eran en verdad cuantiosos y debió acudirse a la limosna pública, a las contribuciones del Cabildo, a las corridas de toros, a la venta de bulas cuaresmales y a los remates de cueros de lobos de la isla Gorriti, en la otra orilla del Río de la Plata, todo ello a beneficio de la Casa. No obstante, los recursos siempre eran escasos para la creciente población de expósitos. Incluso, se menciona que muchas madres negras comenzaron a llevar allí a sus recién nacidos, con el objeto de librarlos de la esclavitud.
Una medida adicional dispuesta por Vértiz fueron las funciones de teatro en La Ranchería de comedias, que redituaban una contribución anual de dos mil pesos. El virrey expresaba en su Memoria que el teatro, mal visto por los sectores más dados a las costumbres piadosas, podía tenerse como escuela de costumbres, del idioma y de la urbanidad. Más conveniente todavía en Buenos Aires, decía, una ciudad que carecía “de otras diversiones públicas”.
Las funciones debían superar un filtro moral ya que, previamente, se revisaban los temas de las comedias a fin de evitar en ellas “toda expresión inhonesta” o cualquier otra circunstancia que favoreciera el desorden o el desacato a la autoridad.
Si bien la tarea de censura fue delegada en el Intendente General y los oficiales militares comisionados a tal fin, por si fuera poco, el propio virrey asistía a las funciones, quizá no tanto motivado por el argumento, sino para cerciorarse en persona del ajuste a las normas de control.
Con respecto a la Casa Cuna, ha de señalarse una curiosidad que anotó el sucesor de Vértiz, llamado Nicolás Felipe Cristóbal del Campo Rodríguez de las Varillas de Salamanca y Solís, más brevemente conocido como Virrey Marqués de Loreto.
Decía en su registro que algunas familias de la ciudad habían manifestado “su disgusto” pues desde la creación de la Casa de Expósitos, ya no se dejaban niños abandonados en los umbrales, zaguanes y casapuertas particulares, porque, agregaba, “aquellos hallazgos eran muy celebrados”. Aunque no siempre debió ser así, ya que muchas veces, quien hallaba una criatura en su portal, la llevaba con sigilo hasta el portal vecino y así, de casa en casa, hasta que muchos niños morían de frío o eran devorados por los perros cimarrones o los cerdos que andaban sueltos.
Pasando al rubro del urbanismo, para el virrey Vértiz, como para la burocracia iluminista en general, los paseos públicos eran no sólo adornos que embellecían las ciudades, sino también escaparates sociales que favorecían la diversión y la salud de los ciudadanos.
La ciudad no se caracterizaba por su higiene y salubridad y Vértiz tuvo que prohibir que se arrojasen inmundicias a las calles, que se dejaran por varios días animales muertos, lo mismo que las almohadas y otros lienzos y mortajas con los cuales se llevaba a enterrar a los difuntos. Era un verdadero asco.
Para dotar a Buenos Aires de un paseo público, dio comienzo a las obras de la Alameda, situada en el trayecto de la actual avenida Leandro N. Alem, cuando el río llegaba más cerca y hacía más agradables las visuales y más frescas las brisas. Plantó allí sauces y ombúes, por ser “frondosos y de casi permanente verdor”, a la par de abundante disponibilidad pampeana. Pero la obra no adelantó como lo hubiera querido su creador, precisamente por los efectos no deseados de esa proximidad de las aguas del río, que eran utilizadas como bebederos de animales o como lavandería pública, trayendo al lugar, de paso, los gritos de los carreros o las disputas de las mulatas.
Hubo que prohibir que se atasen los caballos a los arbolillos recién plantados, o que se desplegaran las sogas para los tendederos de ropas de un árbol a otro, o que se colgasen las telas directamente sobre las ramas. Pero quizá estas prácticas, si bien conspiraban contra la salud forestal del paseo, no fueran tan escandalosas como la concurrencia de ambos sexos a los baños públicos, a plena luz del día.
Pese al talante siempre moralizador de Vértiz (y de los virreyes rioplatenses en su conjunto), no faltó alguno de los que luego serían habituales pleitos con el obispo de Buenos Aires o su cabildo eclesiástico. En su caso, el conflicto fue la ubicación del coro de la catedral, de cuya solución dependía la colocación del retablo mayor. Pero la prudencia del funcionario real, su observancia de las normas y los procedimientos, la atención en audiencia de la opinión de todos los interesados y la consulta a un perito permitieron un final feliz.
Peor fue el incidente que hubo de enfrentar el Marqués de Avilés con el obispo, a propósito de las exequias del rey Carlos IIIº. Pero de este episodio y su miga, hablaremos en otra ocasión.
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