“Estábamos en un boliche, justamente en ese entorno en donde lo conocí. Estábamos chamuyando, tomando unos tragos. El me tomaba de la falda, yo tenía una pollera. Y bueno, me declaraba que quería tener algo conmigo, pero que quería que fuéramos de a poco. Y al despertar me largué a llorar, porque fue una sensación muy real. Yo me desperté en las cuatro paredes de la Costanera, o sea, fue un sueño nada más”.
Cada vez que vuelve a verse en la película, Ayelén Acevedo se emociona. Fue un largo recorrido hasta la estabilidad con la que empieza soñar ahora. Anoche lloró de nuevo en la proyección de Sueños en el Centro Cultural San Martín. Es una de las protagonistas del documental de Marcos Martínez que cuenta los sueños de las personas en situación de calle –disponible en Cinear.play Estrenos–, pero desde hace un mes vive en un cuarto en Mataderos.
Es un cuarto amplio, con piso de cemento y una ventana desde la que habla con los vecinos, en una casa chorizo de construcción humilde que habitan unas veinte familias. Tiene pocas cosas: una cama, una mesa de madera con dos sillas, un mueblecito en donde guarda algunos elementos de cocina, una pava eléctrica, una radio a pilas, y un mate al que siempre le agrega el contenido de un saquito de té de hierbas. También una foto de Tini Stoessel recortada de una revista, que decora la pared junto a algunos discos viejos.
No es mucho, pero ella está contenta: logró tener un cuarto propio. Alquila, sí, pero es de ella, tiene un techo, pudo salir de la calle. Al menos por ahora. Sus sueños siguen siendo los mismos: un amor que la quiera así, de a poco, que se atreva a quererla y no se vaya; conocer a Tini Stoessel y a María Laura Santillán, sus ídolas –dice que lee Infobae por las notas de la periodista y conductora–; un trabajo digno y una vida estable. Sobre todo eso, una vida. Con 38 años, sabe que la pesadilla que termina con las de muchas de sus compañeras antes de los 40 todavía está cerca, la ronda. No quiere eso para ella. Para nadie.
Por eso para Ayelén fue tan importante participar de la película, que la escucharan: “Era la oportunidad de mostrarle a la gente que también hay otras formas, que hay otra mirada posible. Que nos vean desde otra perspectiva, saliendo un poco del estigma de la prostitución, poder contar esto de que una chica trans puede trabajar de otra cosa y desenvolverse de otra manera en la vida”.
Ayelén entendió desde chica que una casa es algo que se puede perder y que, ahí nomás, está la calle: “Yo nací en Avellaneda, vivíamos en una casilla humilde en González Catán. Con la famosa debacle del 2001, a mi familia, como a tantas, le fue mal, y perdimos la casa. Cuando tenía 16 años, a mis padres les surgió una oportunidad de trabajo en Río Gallegos, y nos fuimos para allá buscando tener una mejor calidad de vida. Ellos todavía viven en el Sur”.
De Río Gallegos se fue cuando terminó la secundaria. Como muchas chicas trans, sólo pudo abrazar su identidad yéndose del hogar familiar. “Con mi vieja funcionamos de muchas maneras, y ella a veces es muy cruel –cuenta–. No es una mamá como otras, es dura; y mi viejo es un hombre de pocas palabras. Entonces a mí no me quedó otra que pelearla, en todo sentido. Yo quería estar en Buenos Aires, porque además allá es todo muy chato, estás a 3000 kilómetros de lo que pasa. La gente, por el frío, o vaya a saber por qué, es mucho más distante. Y yo estaba en plena adolescencia, donde uno necesita contacto y todo lo social influye”.
“Así que me decidí a tomar las riendas de mi vida de manera autónoma y en pos de lo que siento, de lo que soy: quería estar acá en Buenos Aires con mi espacio, mi alquiler, poder invitar amigos, amigas… Porque allá era siempre la mirada de mi vieja: ‘Ay, mira ese, la cara que tiene’, o ‘¿Por qué tiene el pelo largo?’, o ‘¿Por qué tiene esa remera?’. Me acuerdo de la vez que me vio con el ojo delineado, me dio con una chancleta de corcho: ‘Sacate eso que te va a ver tu papá’. Y nada, la pasé… Entonces acá era la puerta para yo vivir libre en cuanto a eso, porque estar allá era sometida.”
Ayelén es un nombre por el que nunca la llamaron sus padres, pese a que tiene DNI femenino desde 2013. Para que pudiera transicionar, tuvieron que pasar diez años desde que dejó Río Gallegos y una ley que garantiza su identidad de género, pero su familia todavía no la acepta; cuando los ve, tiene que esconderla, como cuando iba al colegio. No les guarda rencor. “Ya están grandes, son mis padres; vos no te vas a poner a discutir o a decirles cosas que los hagan sentir mal. Creo que hicieron lo que pudieron y hay cosas que ya no las van a entender”, dice.
En Sueños, Ayelén recita uno de sus poemas, en los que mezcla humor con erotismo. Comienza con el estribillo de una canción de Tini: “Llevas tiempo imaginándome, imaginándonos, y yo seré tu princesa”. Dice que sabe que es frívola, pero es lo que quiere: un príncipe azul que la rescate. En otro habla de lo difícil que es conseguir un baño prestado siendo trans. Siempre le gustó escribir, y siguió haciéndolo en la calle: hace tres años publicó un fanzine que presentó en la Noche de los Museos.
En 2020 empezó a estudiar Profesorado de Historia en el Alicia Moreau de Justo y cursó algunas materias en modalidad virtual con su teléfono. Su meta es retomar de manera presencial. Pero lo que más le importa es trabajar. Le gusta cocinar y, antes de quedar “en la calle, literal”, se las arreglaba vendiendo mermeladas y escabeches que hacía ella misma. También fue vendedora en la feria de Solano e hizo tareas domésticas en un hogar y en casas de familia.
Al hablar con ella uno se pregunta cómo alguien con tantos recursos pudo quedar tan marginada de todo. La respuesta es una sola: la soledad y la perdida de una red de contención, sí; pero sobre todo, la discriminación. De todos: la sociedad, el Estado y su familia. Le pregunto en qué momento comenzó el desamparo, ¿cuándo llegó a Buenos Aires? “En el vaivén de venir y poder disfrutar de mi identidad y mi sexualidad, nunca tuve un lugar fijo –dice–. El común denominador siempre fue la falta de techo”.
–¿Tenías un lugar donde parar cuando llegaste?
–Al principio cuando vine era a quedarme en lo de amigos, vivir de prestado un tiempo. Después había conseguido en Floresta un puesto de ayudante de cocina en un bodegón, y me alquilé una piecita en Flores que era como el pasillito este (señala), o un poquito más grande, pero ya no dependía de mi madre. Porque ella te ayuda, pero te somete a sus reglas, ¿no? O sea, en cuanto ella ve que vos te estás saliendo, bueno, ahí te suelta también con lo económico.
–¿Te acordás de la primera vez que dormiste en la calle?
–Fue en Solano, ya ahí no tenía dónde estar. Mi vieja cuando me vio después de transicionar, me dejó de pagar el alquiler. Yo ya estaba rubia. Me maquillaba, tenía una calza o una mini. Quizás ahora porque me visto más como señora, pero, sí, yo a raíz de eso empecé a dormir en el Hospital de Solano. Tenía una red de conocidos que me ayudaban a lo mejor con alimentos o, durante el día, una amiga me dejaba usar su casa para que me pudiera higienizar y todo eso. Esa fue la parte más cruda, ahí me golpearon, me trataron de violar. Las mujeres en la calle son siempre más vulnerables, y siendo trans también se sufre la discriminación, las cosas que te dicen, las que te hacen. Acá en Capital, si bien vos estás en situación de calle, es diferente; en provincia es mucho más complicado, por el lugar y el contexto. Cuando yo quedé en la calle, recién había salido la Ley, y se empezaba a visibilizar. Por ende, nosotras nos empezábamos a ver, a interactuar con la gente. Éramos como un bicho raro, y la gente te ayudaba, pero hasta por ahí nomás. En provincia, en ese entonces, era todo mucho más difícil. Y la pasé feo, la pasé bastante feo.
–¿Cuánto hace ya de esa primera noche afuera?
–Y… hace mucho. Prácticamente desde que obtuve mi identidad. Antes de eso, estaba viviendo en la casa de amigos, pero el último tiempo la cosa se puso heavy, porque mi proceso hormonal empezó a dar resultado, y la novia de mi amigo empezó a flashear cosas. Y bueno, me tuve que ir a otro lugar, hasta que una referente de una agrupación de provincia me comentó de un programa en Capital. En el Hogar Azucena Villaflor me recibieron por primera vez, y no solo una vez, sino muchas; o sea, es raro decir que es como mi casa, pero las veces que yo necesité del lugar me han recibido, me conocen hace mucho.
–Hablabas antes de una red, los amigos, el entorno, ¿eso se rompió también?
–Es como que mi grupo de gente no es siempre el mismo, porque una va cambiando, las personas van cambiando. No es sólo que una ya se siente desplazada de la familia, del sistema, sino que gente que vos considerabas que era tu familia, también te suelta la mano. Entonces no tengo un grupo de pertenencia fijo, son contadas con los dedos de las manos las personas que están siempre. Me quedaron algunos amigos de Río Gallegos con los que me sigo mandando mensajes; uno que era metalero y ahora nada que ver, una chica que tuvo un hijo y ayer me dio like en una publicación que puse en Instagram.
–En todo ese tiempo sin tener trabajo ni un lugar donde vivir, ¿la prostitución nunca fue una alternativa para vos?
–Nunca la ejercí. Una sola vez me pasó con un camionero. Me acuerdo que yo tenía la heladera vacía literal y fue la primera y única vez. Pero no como lo pueden hacer otras compañeras que ya se dedican a eso netamente. Yo nunca bajé los brazos, sabía que podía y que podemos todas hacer otra cosa que no sea eso. A mí a lo mejor se me allanó el camino y encontré la gente que me dio la oportunidad de empleo, o de manejarme de otra manera, de vender en la feria. Lamentablemente, muchas otras chicas del colectivo no. Con mi participación en la película y con mis poemas, lo que yo quiero visibilizar es eso: que una chica trans puede ser kiosquera, verdulera, actriz… Porque la estigmatización sigue estando. Yo no juzgo a las compañeras que lo hacen, repito, a lo mejor a mí el camino se me hizo diferente. De hecho, yo estuve conviviendo –porque me mandó la Defensoría– en el Gondolin, que es un hotel en Villa Crespo de todas chicas trans que ejercen, y fue muy gracioso, porque la primera noche, cuando estaba por acostarme, ya me había agarrado sueño, y me dicen: “¿Y, amiga? ¿Vos no vas a ir a chambear? Le digo: “No, yo escribí un libro”. Y me miraban, no entendían nada. Estuve menos de una semana, porque ellas no entendían cómo yo siendo trans o “trava”, digamos, no ejercía la prostitución.
–En el sueño que narrás en la película, hablás de un hombre que te elige, pero quiere ir despacio. ¿Es difícil el amor siendo trans y viviendo en la calle?
–Es todo un tema. Con mi última pareja, cuando llegó el momento de comprometernos, se asustó y se fue, y encima se me llevó el celular. Él tenía problemas de consumo, pero el día que lo conocí yo estaba tan embelesada, que ese dato como que me lo olvidé o inconscientemente no me lo quería acordar. Estuvimos en un hotel por acá cerca, y nos echaron, fue justo en plena pandemia. Nos echaron, pero en el lugar había otras parejas; a lo mejor no éramos el tipo de pareja que concebía la dueña. Entonces fue un claro hecho de discriminación. Y me acordé de acá (acá es este inquilinato de Mataderos), acá si vos te manejás bien y venís bien con el alquiler, al dueño no le importa mucho eso. Entonces vinimos y estuvimos un tiempo, prácticamente un mes. Y yo cometí el error a lo mejor de querer avanzar un plano más y mostrarme a la familia tal cual soy, ¿por qué tengo que estar siempre camuflándome?
–¿Y qué pasó entonces?
–Se ve que se asustó, porque, a la mañana, me despierto y no estaba. Se me llevó el celular, mis cosas: en ese tiempo yo tenía una olla eléctrica, la pavita esa, que la sigo teniendo. Pudo haber sido más malo si hubiese querido… Pero, dentro de todo, me marcó mucho por su forma de manejarse: muy caballero, muy dulce. Y si en la calle alguien nos decía algo, lo enfrentaba. O sea, duró poco, pero lo bueno es que duró, y yo tengo un buen recuerdo. Si me pongo a pensar más allá de que traicionó mi confianza, fue un hombre muy caballero y a lo mejor, digamos, lo que lo que toda mujer trans termina soñando. Justamente estamos hablando de los sueños, ¿no?
–Bueno, estás cumpliendo otro sueño, ahora tenés un lugar para vos. ¿Cómo conseguiste un cuarto de nuevo?
–Yo antes estaba en el parador. Ahí por un programa empecé a trabajar en una empresa de monitoreo de alarmas. Pero sufrí bullying por parte de mi jefe, y me dijeron que no fuera más. Me pagaron lo que correspondía, y con eso me vine a alquilar acá adelantando dos meses, y pude comprar algunos utensilios de cocina y la cama para poder estar más cómoda.
–¿En algún momento de tu vida sentiste que tenías estabilidad?
–No, fue un constante tambaleo. Y al tambalear unas cosas, también se tambaleaban otras. A eso sumale que a los que les corresponde hacer algo, no lo hacen, entonces estuve siempre muy en el aire.
–¿Y tenés identificado cuándo era que, después de ese tambaleo, te terminabas cayendo?
–Sí, por ejemplo, cuando tuve que dejar todas mis cosas en Flores porque no tenía plata para que me las guardaran; perderlas, ver como el sacrificio que había hecho para tener algo se esfumó. Tener una comodidad y de repente no tenerla más, eso me ha sucedido muchas veces. Acá mismo estuve antes, y después volví a la calle. Ahora, gracias a Dios, pude adelantar unos meses, pero en otra época no tenía. En definitiva, aunque está el subsidio habitacional, y con la ciudadanía porteña yo tengo mi tarjeta de alimentos que me sirve mucho, pero al no tener un trabajo estable, que no te paguen a tiempo, eso el dueño nunca lo entiende porque hace su negocio, y donde me voy yo, vienen tres. Es muy diferente a saber que en tal fecha vas a tener tu sueldo y vas a poder pagar, ahí la cosa cambia. Yo tuve esta experiencia en la empresa que pensé que iba a ser un salto cualitativo en mi vida, no sólo económico, sino en muchas cosas, porque al estar activa también te llenas más de proyectos. Pero no duró ni dos meses.
–¿Cómo es tener tu lugar después de haber estado sin nada?
–Es un alivio. Porque una piensa que va a poder seguir construyendo, porque una tiene ideales, tiene proyectos, pero el contexto y el sistema, que no nos da la cabida suficiente en cuanto a lo laboral, no ayudan. Si bien yo di con esta empresa, que a lo mejor justo tenía una política inclusiva, a veces siento que se la pasan hablando de inclusión y no existe realmente, porque si existiera, la mayoría de las chicas del colectivo no estaríamos en esta situación. Yo dentro de todo, al tener otras herramientas, como decía hace un rato, al tener la secundaria y haber crecido en una familia en donde leer un libro era más importante que ver la tele, me puedo defender y a lo mejor hacer pie más que otras compañeras. Pero en cuanto a la igualdad de oportunidades, estamos todas igual. La inclusión no es sólo hablar con la “e”. El sistema constantemente es perverso y esa ilusión no existe. Y sin embargo, hoy por hoy siento que tengo cierta estabilidad y estoy disfrutando de este momento. Porque fue todo un aprendizaje y un recorrido.
–Vos en la película contás tus sueños oníricos, ¿cuáles son tus sueños en la realidad, tus deseos?
–Básicamente tener una estabilidad, que el sistema realmente nos reconozca y nos resguarde, porque eso no está sucediendo. Si bien hay planes, hay programas, no se trata sólo de eso. Es una cadena que arranca desde lo psicológico, en todo sentido hay escasez. Mi sueño sería una estabilidad, no tener que estar todos los meses con el corazón en la boca por si cobraré o no. Y por qué no, a futuro, formar una familia con el hombre que elija, ¿no?
–¿De qué manera pensás que la gente que hoy se entera de cuáles son tus sueños te puede acompañar para que los logres?
–Y… yo tengo entendido que los medios de comunicación llegan a muchas partes y a lo mejor una toca la fibra de alguien o de alguna autoridad. Yo lo que pido es un trabajo digno, genuino, que yo me pueda ganar el pan todos los días, porque tengo dos piernas, tengo dos brazos: puedo ganármelo y ser autogestiva. Y creo que el trabajo digno, el techo digno, es un derecho básico para cualquier persona. Es lo único que pido para salir adelante.
Fotos: Franco Fafasuli
Video: Matías Arbotto
Edición: Carolina Villanueva y Rocío Klipphan
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