Cuando Carlos Pellegrini paraba en la Quinta de los Güiraldes, al lado de la plaza de San José de Flores, salía a caminar por los alrededores. De tanto recorrer la zona, hablando con los vecinos, entabló amistad con un inmigrante napolitano que tenía un almacén con despacho de bebidas sobre la calle Rivadavia, con el que hablaba de política. Se llamaba Cayetano Gangui y había llegado al país a los 16 años. No sabía una palabra de español, que terminó hablando a la perfección pero con esa acentuación itálica tan característica que lo acompañaría toda su vida.
Por entonces Flores era uno de los centros de descanso de los políticos, y los productos que Gangui hacía traer de Italia, especialmente quesos, convirtieron a su almacén en un centro de reunión de políticos, a los que empezó a conocer.
Pellegrini enseguida se dio cuenta que podía serle útil. “Usted no ha nacido para comerciante. Tiene buena miga de político. Cierre el negocio y véngase a muñequearla electoralmente a mi lado”, contaría años después el propio italiano.
El italiano demoró un par de meses en meditar la oferta. Cuando en unas elecciones municipales en Flores hizo triunfar a la lista de su amigo, se animó. Cerró el negocio y se mudó al centro donde abrió el “Comité Carlos Pellegrini”, en Paraná al 400, casi esquina Corrientes, detrás del Teatro Politeama. Su zona de influencia eran las manzanas delimitadas por Rivadavia, Callao, Córdoba y Eduardo Madero. Durante 38 años, según él mismo confesaría, influyó aplicando diversos métodos para imponer a sus candidatos amigos. Llegó a fotografiarse para la revista Caras y Caretas con su caja fuerte abierta, donde se veía las libretas usadas para votar por el candidato que debía ganar.
Larga historia de trampas electorales
Algunos sostienen que el primer fraude fue en el Cabildo Abierto del 22 de mayo de 1810, donde de los 400 vecinos convocados, solo pudieron votar 251. En 1821 se había establecido el sufragio universal y el voto calificado, en el que se exigía ser propietario. Votaba poquísima gente y era usual que en la campaña nadie se enterase. La Constitución sancionada en 1853 proclamó la soberanía popular y el sufragio universal para los adultos masculinos. Las parroquias eran las que determinaban las secciones electorales y poco a poco fueron apareciendo los clubes políticos.
Hasta 1863 no existía un padrón elaborado previamente, sino que antes del comienzo de la elección, se organizaba la lista de votantes. Para ello, debían acreditar domicilio en esa parroquia y estar inscripto en la Guardia Nacional. Solo votaba entre el 2 y el 3% de la lista y casi siempre la votación finalizaba en forma violenta, ya que cada club político armaba su fuerza de choque con peones, carreros, desocupados y por estudiantes que se iniciaban en política.
En esas instancias, se repetía, con matices, el siguiente diálogo: “Vengo a decirles que me llamo Fernández pero en la papeleta me pusieron Gómez; ¿Por quién va a votar usted? Por el candidato oficialista. Ah, entonces no importa”.
Se votaba en los atrios de las iglesias, en los frentes de los juzgados de paz o en dependencias municipales.
En esas elecciones la constante era la unanimidad de los sufragios del partido gobernante. Se formaban grupos que votaban de parroquia en parroquia; lo mismo se repetía en el campo. O los individuos que votaban más de una vez en el mismo lugar.
La misma gente que se anotaba en distintos registros y el voto de los muertos eran prácticas comunes usados por los candidatos para imponerse, y no era extraño que al final del comicio el número de votantes en una mesa superase al registro. Y si la elección venía adversa al partido de turno, de pronto aparecían con una urna y por medio de la violencia era cambiada. A pocos le llamaba la atención que en una parroquia en la que habían votado 200 personas, el recuento diera 1500 votos para el oficialismo, como podía suceder.
Concluido el comicio, se hacía el recuento de votos y del número de votantes y luego de asentar los datos en un acta, se proclamaba a viva voz el nombre del ganador. Los resultados se enviaban a la legislatura. Hubo casos que, ante una sorpresiva victoria opositora, en la misma legislatura se cambiaba el nombre del ganador por el que debía haber triunfado.
El propio Gangui llamaba “mercadería” a las libretas y se jactaba de las miles que tenía para imponerse en una elección. Practicaba la compra de votos. Luego de votar, el hombre recibía un vale que cambiaba por dinero en el comité. Para ello llevaba un minucioso registro de estas personas, que eran usadas en mesas donde la elección venía reñida.
Se tuteaba con todos los políticos y algunos, como José Figueroa Alcorta, a los que iba a su casa casi todos los domingos a almorzar, lo llamaba “Pepe”.
Cuando ya tenía su fama, Gangui era la persona indicada a quien pedirle un puesto en el Estado, un crédito, una pensión, conseguir remedios, hacerse cargo de un sepelio o de pronto sacar a alguien de la cárcel. Como contrapartida, exigía lealtad a la hora de votar. Su teléfono 8081 Rivadavia sonaba permanentemente.
En cierta oportunidad, desarmó un acto político organizando, a pocas cuadras del lugar, un asado con juegos de naipes y tabas.
A partir de 1853, las autoridades de mesa eran seleccionados entre los propios vecinos. Dos eran elegidos por sorteo y otros dos nombrados por la legislatura. Recién en 1873 los partidos políticos sumaron a los fiscales y se cambió el voto oral por la boleta con los datos del sufragante y con los nombres marcados de los candidatos a votar. No se votaba por listas, sino por nombres.
La primera ley sobre el régimen electoral fue la 140, de 1857, que establecía el voto calificado. Los requisitos para votar era ser mayor de 21 años, y no podían hacerlo ni los sordomudos ni los funcionarios eclesiásticos. La ley 207, de 1859, bajó la edad a 18 años y establecía el sistema de lista incompleta, y el voto no era obligatorio.
Roque Sáenz Peña era un aristócrata de pura cepa, un conservador que había llegado a la presidencia gracias al fraude pero que se había propuesto terminarlo. Vivió en la Casa Rosada, donde hizo vestir a sus ordenanzas con un uniforme de los tiempos del rey Luis XIV. Rápidamente la calle apodó a este consumado gourmet y experimentado catador de vinos como Roque I.
Había peleado contra Bartolomé Mitre en la revolución de 1874, luchó como voluntario en la Guerra del Pacífico en el ejército peruano donde, gracias a su valerosa actuación, sería distinguido como general honorario de ese país. Como diplomático impuso el concepto de “sea América para la Humanidad”, en contraposición a la doctrina Monroe y tuvo mucho que ver con la creación de la Corte Permanente de Arbitraje de La Haya. Pudo ser presidente antes, pero una jugada de Julio A. Roca hizo que su padre lo fuera. Se retiró de la política y regresó cuando su progenitor renunció. El 12 de octubre de 1910 asumió la primera magistratura.
Encuentro con Yrigoyen
Un mes antes de asumir, se reunió en secreto con el principal líder de la oposición, Hipólito Yrigoyen. Sáenz Peña temía un estallido popular por la práctica indiscriminada del fraude y estaba convencido que el radicalismo había sido sobrevalorado y que no tenía el peso que se le adjudicaba, y que se le podía ganar. Ambos líderes se vieron a comienzos de septiembre de 1910 en la casa que el diputado nacional por Tucumán Manuel Paz poseía en la calle Viamonte. Ahí Sáenz Peña le aseguró que su intención era de imponer una reforma electoral. Yrigoyen le propuso la intervención de las 14 provincias para neutralizar la influencia de los gobernadores, elegidos por métodos fraudulentos. Sáenz Peña se negó y le ofreció dos ministerios al radicalismo. “El Partido Radical no busca ministerios, únicamente pide garantías para votar libremente en las urnas”. El presidente electo le dijo que se usará el padrón militar y el líder radical le aseguró que si el gobierno brindaba las garantías, concurrirían a las urnas.
Yrigoyen le dijo entonces a un amigo: “En 1916 somos gobierno”. Desde su implementación en 1912 hasta las elecciones de 1928, la Unión Cívica Radical obtuvo el primer lugar.
Las dos leyes que precedieron a la llamada Sáenz Pena son la 8129, que establecía el enrolamiento obligatorio y unificación de los registros electorales con los militares, y la 8130 encomendaba a los jueces la formación de los padrones.
El Poder Ejecutivo envió el 11 de agosto de 1911 el proyecto de voto secreto y obligatorio, y el sistema de lista incompleta, que adjudicaba a la primera mayoría los dos tercios y a la segunda mayoría el tercio restante. Favorecía la representación proporcional a fin de darle posibilidades a las agrupaciones menores. El proyecto llevaba la firma del ministro del Interior, Indalecio Gómez.
El 24 de noviembre de ese año se aprobó en general, por 49 contra 32 votos. El tratamiento en particular se prolongó hasta el 20 de diciembre. Diputados rechazó el voto obligatorio y pasó al Senado donde se insistió en la obligatoriedad y así la aprobó la cámara baja. Sancionada el 10 de febrero de 1912, fue promulgada el 13. Llevó el número 8871.
Lo siguiente que se pensó es en la urna a usarse. El gobierno nacional llamó a un concurso, en el que se presentaron más de mil modelos. La condición para su confección era que debía ser segura, resistente y fácil para manejar. El ganador fue Tito Pedro José Bottai, quien entre 1928 y 1930 fue intendente de Esperanza, en Santa Fe.
La primera vez que se aplicó fue el 31 de marzo de ese año para elegir gobernador y vice de la provincia de Santa Fe. Al año siguiente, en la renovación del Senado y en 1914, de Diputados. La primera elección presidencial fue el domingo 2 de abril de 1916 que llevó a la Casa Rosada a Hipólito Yrigoyen.
El propio Gangui vio el fin de su negocio en la política con la aplicación de la ley. Cuando Yrigoyen triunfó, se retiró. Murió en 1928, a los 75 años. El fraude no terminó, sino que adoptó otras formas y otros métodos. Aún así al inmigrante napolitano, que se había hecho conocido por su inteligencia y por los quesos y fiambres que vendía en su almacén de Flores, lo escucharían lamentarse que con esa ley “las elecciones las gana ahora cualquier desgraciado”.
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