Nelly Noller tenía 21 años cuando el 16 de enero de 1952 llegó a la cumbre más alta de América y de todo el hemisferio occidental, sin saber que era la primera argentina en escalar los 6962 metros del Aconcagua. A pesar de los fuertes embates del viento y de los 22 grados bajo cero de temperatura que marcaba el termómetro, era una tarde cristalina, sin nubes, y entre el delicado aire de altura se llegaba a ver, en el horizonte, el Océano Pacífico. Recién cuando bajaron hasta Plaza de Mulas, el campamento base del cerro, una periodista le hizo saber que había sido la primera mujer argentina en llegar a la cumbre.
La hazaña no era menor, y los antecedentes de mujeres en esa montaña eran poco alentadores: la primera mujer en lograr el ascenso había sido la francesa Adriana Bance, quien llegó a la cumbre el 7 de marzo de 1940 junto con su novio, un experto escalador alemán llamado Juan Jorge Link. La pareja murió cuatro años más tarde, en un nuevo intento de escalar los casi siete mil metros del Aconcagua.
La segunda mujer fue la española María Franca Canals Frau en 1947, con 22 años, que falleció durante el camino de vuelta, en brazos de su novio, José Colli, quien había sido concesionario del refugio San Antonio, Vallecitos, el centro de recreación más antiguo de la provincia de Mendoza, ubicado a unos 79 kilómetros de la capital provincial. La tercera fue la suiza Doris Marmillod, el 18 de febrero de 1948, cuando tenía 34 años. Doris sí pudo volver a la base.
Nelly no solo llegó a la cima en 1952, sino que volvió a subir al cerro más alto del continente tres años más tarde, en 1955. Pero esa segunda vez era tarde cuando alcanzaron la cumbre, y no pudieron disfrutar de las vistas. La imagen que atesora en su memoria, 68 años más tarde y con casi noventa de edad, es la del cielo azul, limpio sobre miles de picos congelados, y el Océano Pacífico de fondo. Eran tiempos en el que el montañismo no contaba con equipos sofisticados, ropa diseñada para moverse en las alturas, bolsas de dormir térmicas y no se usaban tubos de oxígeno como sustento. “Ahora tienen de todo, es un paseo ir al Aconcagua, si vamos a decir así”, dice entre risas Nelly, con los ojos negros encendidos por el recuerdo, desde Toronto, Canadá, donde vive desde 1988.
Nelly nació en Buenos Aires el 24 de septiembre de 1930. Sus padres, Julio Noller y Emma Luithardt, eran alemanes, de la región de Baviera, y por ese motivo ella fue a la escuela alemana Deutsche Schule de Villa Ballester, una institución fundada en 1922 y que todavía funciona en el municipio bonaerense de General San Martín. Los Noller también tuvieron un hijo varón, llamado Edmundo. Los cuatro se mudaron luego a Tigre, cuando a Julio le dieron la concesión del Club Náutico Gaviota. Vivían en el Delta, sobre el río Luján, cerca del lugar en donde se encontraba el club, que sigue existiendo en la primera sección del Delta tigrense. Cuando Nelly tenía 18 años, en 1948, su padre recibió otra oferta, esta vez para encargarse de la concesión del restaurante del Club Mendoza de Regatas, en la provincia cuyana. Los Noller decidieron mudarse.
Cuando llegó a Mendoza, Nelly vio las montañas por primera vez en su vida; nunca había salido de Buenos Aires. “Como nos quedamos a vivir en el club Mendoza de Regatas, ahí me hice de gente conocida y, por medio de otros conocidos de ellos, conocí un club en el que se dedicaban a las excursiones de andinismo”, recuerda. Se trataba del ya desaparecido Sport Club Boulogne Sur Mer, en donde Nelly empezó a practicar remo, a participar de excursiones y caminatas organizadas en la institución, y a visitar los más remotos refugios de montaña. El club había sido fundado por los hermanos Rolando y Rodolfo Mikkan. El primero, Rolando, se convertiría en compañero de aventuras de Nelly, y, algunos años más tarde, en su esposo.
Al poco tiempo de haber llegado a Mendoza, la joven se sumó al grupo de montañistas que empezaba a explorar los cerros de la precordillera. “Era un grupo muy entusiasta, la mayoría varones. Había mucha camaradería y una clara voluntad por ir superando metas”, contó Nelly al periodista mendocino Miguel Títiro. “Al principio escalábamos cerros bajos, de 2000 o 3000 metros. Hicimos muchas prácticas durante un año y cada vez íbamos a cerros más altos. Hicimos primero la precordillera y después la cordillera alta, que son los cerros de 5000 metros para arriba”.
Como desafío previo a encarar el ascenso del Aconcagua, el grupo del que formaba parte Nelly realizó la travesía al cerro El Plata, una montaña de 6100 metros de altura que suele ser utilizada por escaladores y escaladoras para aclimatarse antes de buscar la cumbre más alta de occidente. “Como estábamos bien, no teníamos problemas de altura ni nada, dijimos: ‘Bueno, vamos a intentar ir al Aconcagua’”, recuerda.
Los preparativos para el gran ascenso fueron muy distintos a como pueden ser hoy. Además del entrenamiento, Nelly y sus compañeros debieron fabricarse gran parte de su ropa: “En esa época no había nada. No existían los equipos térmicos que hay ahora, todo lo teníamos que hacer nosotros. Lo único que nos prestó el Ejército, en Puente del Inca, fueron las camperas de plumón de contraviento y los borceguíes. Todo lo demás era casero: dos o tres pares de medias de lana, los mitones (guantes) los hacíamos nosotros, también los pasamontañas. Las bolsas de dormir eran de lana y nos poníamos tres pantalones que no tienen nada que ver con los que se usan ahora. Los calentadores eran muy precarios, a querosene o aeronafta, y a veces no arrancaban”. Además, los trayectos los tenían que hacer a pie, “porque no teníamos plata para pagar mulas, como otros que iban. Son 45 kilómetros que tenés que caminar, cruzando ríos, de todo”. Tampoco usaban oxígeno, “para nada, no precisábamos”, subraya Nelly.
Fueron dos los hombres que acompañaron a Nelly en la aventura. Su amigo Hugo Eduardo Santi, un ex suboficial de Fuerza Aérea, y quien más tarde sería su marido, Rolando Mikkan. Ambos ya murieron. Los tres tenían entonces 21 años. La primera escala del viaje fue Puente del Inca, cerca del límite con Chile, en un valle a casi tres mil metros sobre el nivel del mar, enmarcado entre los cerros Banderita Norte y Banderita Sur. Allí estuvieron diez días para aclimatarse. El siguiente mojón fue Plaza de Mulas, el campamento base del Aconcagua, ubicado en una explanada rocosa a 4250 metros de altura, en donde necesitaron cuatro días de descanso. Como la altitud allí ya es considerable, debieron esperar a aclimatarse, a ver cómo respondía el cuerpo a la escasez de oxígeno. “Como nos sentíamos bien, dijimos: ‘Bueno, vamos para arriba’. Y eso fue lo que hicimos”, rememora Nelly, con la misma determinación que seguramente tuvo aquel día de enero.
Desde Plaza de Mulas tardaron tres días en llegar a la cima. Rolando y Hugo iban a paso firme detrás de Nelly, que marcaba el ritmo. “Me dejaban a mí adelante. Como era mujer, decían que yo tenía que encabezar para ellos seguir mis pasos, porque si iban primero ellos, yo tal vez no los alcanzaba. Entonces ellos, al ritmo mío, me iban siguiendo. Cuando me cansaba, parábamos. Cuando empezás a estar a mucha altura, caminás dos, tres pasos, y parás. Tenés que descansar y tomar aire a cada rato”, precisa. “Lo más complicado fue la trepada a través de la Canaleta (el tramo final antes de acceder a la cúspide), que obliga a un gran desgaste por el suelo pedregoso y porque cada movimiento agobia muchísimo”.
A las cuatro de la tarde del 16 de enero, con una temperatura de 22 grados bajo cero y un viento que solo las montañas más altas conocen, llegaron a la cima. “Gracias a Dios no tuvimos ningún problema; de los tres que llegamos arriba, ninguno sufrió por problemas de salud. Habremos estado una hora en la cumbre. Cambiamos los banderines del cofre que está en la cima, nos sacamos fotos y después emprendimos la vuelta”. La bajada es más rápida, pero no menos peligrosa. La hicieron en dos etapas: en el primer tramo llegaron hasta el Refugio Independencia, a unos 6250 metros de altura, en donde pasaron la noche. A la mañana siguiente retomaron la ruta hasta Plaza de Mulas. Cuando llegaron a la base, la primera en recibir a Nelly, sin ocultar su entusiasmo, fue la fotógrafa entrerriana Ana Rovner de Severino, que la saludó y le dio una noticia inesperada: “Sos la primera argentina que subió al Aconcagua”. “Me emocioné, lógico, pero no pensé en gran cosa ni nada”, dice Nelly, con una humildad que no es impostada. “En ese momento no pensábamos en nada de eso, yo no al menos. Mi ex marido, sí. Él repetía que no había habido ninguna argentina antes que yo en subir, porque de las cuatro que habían subido, dos se murieron al bajar. Así que no sabía que iba a ser la primera”. Anita Severino —como la recuerda Nelly— estaba en la base para intentar lograr la hazaña de llegar a la cima, pero nunca pudo hacerlo. En 1953 publicó el libro Aconcagua, con unas cien fotos en las que retrató “con gran majestuosidad, formaciones de hielo en la zona de Plaza de Mulas que ahora no existen”, tal como lo describió el periodista Títiro. En aquel momento, Nelly no pensó que su ascenso pudiera traer consecuencias, más allá de lo anecdótico. “Después, cuando subimos la segunda vez en 1955, me llamaron para invitarme a Buenos Aires”, recuerda. La invitación venía nada menos que del presidente de la Nación: Juan Domingo Perón.
El segundo ascenso de Kelly, también acompañada por Mikkan, que ya para entonces era su novio, resultó un poco más complicado y alcanzaron la cima muy tarde. Para la bajada eligieron otro trayecto, por la zona conocida como el “gran acarreo”, en donde había un pequeño refugio llamado Antártida, que actualmente está casi destruido. “Caminamos toda la noche porque teníamos luna, hasta llegar a Plaza de Mulas”, cuenta. Fue la última vez que estuvo en el Aconcagua. Por esos días llegó la inesperada invitación de Perón. Nelly ya lo conocía. Había hablado con él dos años atrás, el 1° de marzo de 1953, cuando el presidente viajó a Mendoza para inaugurar la Villa Las Cuevas, un paso fronterizo con Chile en el que se encontraba el Hotel Puente del Inca, a 2720 metros sobre el nivel del mar.
El túnel trasandino había sido trazado en 1910, en una obra que también contempló la construcción de una estación de tren y de viviendas en torno a esta. Cuando el gobierno peronista estatizó los ferrocarriles en 1948, los inmuebles de Las Cuevas quedaron en manos del Estado. Al año siguiente, Perón pasó por aquel sitio y, al ver su deterioro, dio la orden de refaccionar todas las instalaciones, y en el Hotel Puente del Inca puso a funcionar una sede de la Fundación Eva Perón. Un antiguo trabajador del hotel contó que luego del golpe de Estado de 1955, el interventor nombrado por el gobierno del dictador Pedro Eugenio Aramburu “se trasladó a Las Cuevas —flamante villa que formaba parte de su jurisdicción— e hizo sacar de la hostería toda la vajilla y amontonarla en la plaza. Él personalmente con un martillo rompió uno a uno cada plato, cada jarra y cada taza, porque llevaban impreso un escudito con el retrato de María Eva Duarte”.
El segundo encuentro de Nelly con Perón sería en Buenos Aires, cuando el presidente invitó a ella y a su novio Rolando, que ya era su prometido. Perón les ofreció ser su padrino de boda, lo cual aceptaron. El 18 de agosto de 1955 se casaron en Buenos Aires. Nelly todavía conserva el acta de casamiento en la que la elegante letra cursiva dice: “Serán padrinos por ambos contrayentes el Excmo. Sr. Presidente de la Nación Gral. Juan Perón y la señora Ida Móndola de Filippini”. También guarda la foto en blanco y negro, en la que a ella se la ve de pie con un traje claro de saco y pollera larga, el pelo negro y ondulado enmarcando la sobria felicidad que muestra su cara, en medio de su esposo, alto, de bigotes finos y pelo corto, y del otro lado Perón, con su inconfundible sonrisa. “Ellos nos hicieron la fiesta de casamiento y nos mandaron de vacaciones a Mar del Plata”, cuenta Nelly, refiriéndose al gobierno. “Después, desgraciadamente, justo vino la Revolución Libertadora, al otro mes, y nos quedamos sin padrino, sin nada», agrega. El golpe de Estado ocurrió, en efecto, el 16 de septiembre de 1955 y empujó al líder justicialista al exilio. Nelly recuerda a Perón como “un tipo macanudo, muy sencillo”, que “te trataba como un amigo cualquiera, no como un presidente. Nos trató muy bien”.
Nelly siguió escalando, recorriendo montañas y refugios de altura hasta el año 1957, cuando nació su primer hijo, Jorge, quien mucho tiempo después también hizo cumbre en el Aconcagua, el 13 de diciembre de 1983. Su relación con las montañas pasó de la aventura a los paseos familiares: “Íbamos de picnic, hacíamos campamentos y caminatas con los nenes (después de Jorge, tuvieron a Pablo y a Mónica) pero nada más”. Ella continuó trabajando en el Poder Judicial en Mendoza, hasta que en 1978 se separó de su marido —que murió en 2003— y se fue a vivir a Buenos Aires, al barrio de Belgrano, con su hija Mónica. Ya establecida allí, empezó a trabajar en un banco de servicios financieros en la calle Florida. A fines de 1987, con la crisis económica, decidió dejar el país. “Cuando empezaron a cerrar todos los bancos financieros chiquitos, la situación se puso difícil, porque yo tenía más de 50 años y a esa edad conseguir trabajo en Buenos Aires era imposible”, cuenta. El 15 de enero de 1988 volaron hacia Toronto, Canadá, en donde todavía vive, como también su hija y tres de sus nietos. En total, entre Argentina y Canadá, Nelly tiene seis nietos y cinco bisnietos. Visita a su familia en Mendoza regularmente, cada uno o dos años. Muchas mujeres, como lo habían hecho Santi y Mikkan durante el ascenso al Aconcagua, siguieron los pasos de Nelly. Entre ellas se destacaron la médica mendocina María Mackern, quien en 2002 superó la marca de la escalada más rápida al Aconcagua, al completar el recorrido en 17 horas y 30 minutos desde la Ruta 7. También la neuquina Mercedes Sahores, quien el 19 de mayo de 2009, con 34 años, se convirtió en la primera argentina en escalar la montaña más alta del mundo, el Monte Everest, de 8848 metros de altura. Ellas y muchas más, lo sepan o no, continúan el legado de Nelly, y el deseo de llegar a lo más alto.
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