En la madrugada del 21 de septiembre de 1955, la sede de la Alianza Libertadora Nacionalista (ALN), un edificio de tres pisos en el corazón de la city porteña, en avenida Corrientes y San Martín, era el último bastión de resistencia civil al golpe militar. Los dirigentes nacionalistas se fortalecieron en la planta baja. La orden militar fue borrarlos a cañonazos.
La lluvia era torrencial. Dos tanques Sherman se acercaron al objetivo. El edificio nacionalista estaba a cargo de Guillermo Patricio Kelly junto a centenares de milicianos. La idea de una resistencia al golpe había sido abandonada por los sindicatos y los militares peronistas, pero los nacionalistas dispuestos a dar “la vida por Perón”, comenzaron a disparar sobre los camiones del Ejército que merodeaban el edificio. Hubo cruces de proyectiles de fusiles y ametralladoras, hasta que los cañonazos de los tanques golpearon la mole de cemento y la sede nacionalista comenzó a arder y luego a derrumbarse. Muchos militantes murieron. Kelly fue detenido y trasladado a la prisión de Río Gallegos, que compartió junto a otros dirigentes peronistas.
Un año y medio después, el 18 de marzo de 1957, Kelly protagonizó la fuga del penal. Los fugados eran seis. El empresario Jorge Antonio, que financió los gastos operativos; los sindicalistas Pedro Gómez y José Espejo, el ex diputado John William Cooke, y el ex presidente de la Cámara baja, Héctor J. Cámpora, y Kelly.
Con el correr de los días les fueron haciendo llegar pistolas y uniformes al penal, para que en la madrugada de la huida fueran confundidos con obreros de un frigorífico ubicado en los fondos. Afuera, había un auto con chofer que tenían disponible para escapar. La noche de la fuga, como era una noche de Carnaval, le pidieron al guardiacárcel que les trajera una botellita de vino para apaciguar la tristeza. Cuando el hombre estiró el brazo para pasar la botella entre las rejas, le clavaron una pistola en las costillas, tomaron el cinturón de llaves y salieron a la calle. Había ráfagas de viento de más de cincuenta kilómetros por hora y el auto que les habían prometido no llegaba. Cámpora sugirió volver a la cárcel y suspender la fuga para otro día. Cuando el auto apareció se internaron por los campos para esquivar los puestos de la Gendarmería. La fuga fue un éxito. Al cabo de unos días el grupo quedó asilado en Santiago de Chile, mientras la Justicia de ese país decidía si los extraditaba o no.
En Chile, Kelly, que tenía 36 años, le aseguró a Cooke que podría reorganizar sus elencos de la Alianza Libertadora Nacionalista (ALN), que durante una década había apoyado a Perón para frenar al comunismo, y colaborar en la resistencia a la dictadura del general Pedro Eugenio Aramburu, con la búsqueda de armas y hombres de acción.
Cooke confiaba en la eficacia operativa de Kelly. Los unía la experiencia y la sangre: habían convivido en la cárcel y eran irlandeses, y aunque las diferencias ideológicas estallarían algunos años después, a partir de la Revolución Cubana, en ese momento se sentían hermanos.
Perón, que tenía 62 cuando residía en Caracas, también empezó a entusiasmarse con el ex líder de la Alianza Libertadora Nacionalista. Le escribió a su delegado J. W. Cooke:
“El trabajo de Kelly, excelente: él sabe bien cómo se hacen los líos y cómo se saca provecho de ellos. Hay que dejarlo hacer, es un elemento de inapreciable valor para estos casos y estoy seguro que será de ayuda extraordinaria en los momentos que, según mi opinión, se aproximan”.
Kelly propuso lanzar el Operativo Belfast, que abriría el paso a la insurrección popular. A Cooke le pareció genial pero demasiado temible para ser instrumentado sin gente con la debida capacidad. Necesitaba la aprobación de “línea Caracas”, que dirigía Perón.
Además de conducir la violencia contra la Revolución Libertadora, en los últimos meses de 1957, Perón meditaba un ajuste táctico para adecuarse a la nueva coyuntura política en la Argentina. A más dos años de su exilio forzado, hizo un balance: la insurrección como método único para imponer su retorno no había ganado el fervor de las masas. Tampoco había logrado un estado de beligerancia tal que generara la descomposición del gobierno militar. Y a pesar de los panfletos que proclamaban “la hora se acerca” y “Perón vuelve”, y de la leyenda de que aterrizaría en la Argentina de un día para otro y a bordo de un “avión negro”, la hora revolucionaria nunca llegaba.
El caos social, reconocía Perón, era una opción limitada. Podía ser un gesto de fe, de reafirmación de valores, pero no sólo no le aseguraba el retorno, sino que además dejaba el terreno libre a nuevos actores políticos. Y el más preocupante de todos era Arturo Frondizi, dirigente de la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), opositor a la Revolución Libertadora.
Además, existía otro factor que incidía en el análisis: el sindical. A pesar de la represión, la proscripción y la cárcel, los sindicatos se consolidaron como la estructura institucional del peronismo que mejor había soportado el golpe de Estado. Eran un poder con fines, cultura e identidad propios, y si bien podían festejar en silencio una acción de sabotaje, no acompañaban las directivas beligerantes de la “línea Caracas”.
Esa discordancia entre sus cartas que llamaban a la violencia y la realidad objetiva condujo al líder exiliado a un dilema de hierro: o seguía con el plan insurreccional —con el Operativo Belfast de Kelly como instrumento—, o estudiaba un acuerdo político frente a las elecciones presidenciales de febrero de 1958. Perón quería seguir siendo el gran elector. Esa encrucijada se tornó más nítida con el paso de los meses, en 1957.
Perón hizo correr simultáneamente las dos líneas estratégicas. El arte de la conducción —decía— estribaba en no tomar decisiones ni un minuto antes y ni un minuto después, sino en el momento justo. Por eso, ante la opción del caos o el acuerdo, entre la violencia o la política, ofrecía a sus distintos interlocutores una señal de aliento y otra de suspenso e intriga.
El 1º de septiembre de 1957 le comentó a Cooke su opinión sobre el Operativo Belfast:
“Me parece muy bueno todo lo que me dice a este respecto. Hay que tener cuidado con Kelly que es un gran muchacho pero necesita que, de cuando en cuando, le tiren un poco de la cola. Es un hombre demasiado útil para exponerlo inútilmente pero estoy seguro que si él dirige, todo saldrá bien porque posee lo necesario para la empresa arriesgada. Habrá que apreciar oportunamente si la conveniencia es directamente proporcional al éxito que pueda obtenerse”. (Véase Perón-Cooke, correspondencia. Editorial Granica, 1973 Tomo I, pág 325)
Una semana después, Perón le escribió al ex canciller Hipólito Paz —su hombre en Washington, y quien también le llevaba adelante algunos negocios— sobre las posibilidades de un entendimiento con Frondizi:
“Nosotros, de acuerdo con el gran consejo criollo, hemos desensillado hasta que aclare, esperando sin decir que no, pero sin tampoco decir que sí. El tiempo suele ser en política un auxiliar valioso cuando se lo juega en la incertidumbre de los enemigos. Seguimos, por lo pronto, con el mismo trabajo que estamos realizando desde hace dos años, pensando que se ganan las batallas con inteligencia y también con perseverancia”.
Fue por entonces que la Suprema Corte de Chile rechazó el pedido de extradición a la Argentina de Cooke y del resto de los fugados de la cárcel de Río Gallegos. Sólo concedió la de Guillermo Patricio Kelly. Una demora en la remisión del dictamen le dio tiempo al dirigente nacionalista para preparar otra fuga, que provocó una explosión en la prensa latinoamericana y también la renuncia de los ministros de Justicia y Relaciones Exteriores del país trasandino.
Para esta fuga, Kelly contó con el apoyo imprescindible de la poetisa uruguaya Blanca Luz Brum, que había sido novia del muralista mexicano David Alfaro Siqueiros y habría tenido relaciones con Perón, lo que en su momento había motivado cierto recelo de Evita. En 1957, Brum visitaba a Kelly todos los días en la cárcel acompañada por su hija Liliana, que era modelo y elegida Miss Chile. En una oportunidad le llevaron una peluca y una pistola escondidas en el doble fondo de un termo. Disfrazado de mujer, Kelly salió de la prisión por la puerta de ingreso junto a Blanca, simulando ser su hija, y entretanto Liliana se ocupaba de distraer a los guardias. Fue la primera fuga en la historia de la Penitenciaría local.
Kelly permaneció casi dos meses prófugo en Chile, con un comando que lo secundaba y protegía. Las primeras noches durmió en el zoológico de Santiago, en un compartimiento desocupado de la jaula de los leones. Luego se refugió en el balneario de Papudo, y para esquivar un allanamiento se escondió en la chimenea de la residencia de veraneo del juez que había ordenado su detención, a la que había ingresado con la excusa de ser el deshollinador. Para escapar del lugar, le robó la sotana al cura de la parroquia.
Cuando partió de Chile con destino a Caracas, usaba una nueva identidad. Era el “doctor Vargas”, y se presentaba como “psicoanalista”.
Apenas llegó a Venezuela, Perón convocó a Kelly para ejecutar una tarea de inteligencia. El jefe de la Seguridad Nacional, Pedro Estrada, había detenido a un nicaragüense que decía que el gobierno argentino le había encargado matar al General, asesinato que, por efecto dominó, produciría la caída del régimen de Pérez Jiménez, presidente de Venezuela. Estrada consultó a Perón sobre la veracidad de este plan y Perón creyó que el mejor hombre para interrogar al preso era Kelly.
Sin embargo, todo lo que Perón ordenó con sigilo, Kelly lo realizó con estruendo. Su presencia en la cárcel generó revuelo entre los detenidos políticos. Kelly decidió trasladar al nicaragüense al Tamanaco, un hotel de cinco estrellas. Lo tuvo ocho días entre sus manos para hacerlo hablar. Luego le informó a Perón:
—Es un pendejo capaz. Se llama Chaubol Urbina y responde a las órdenes de (Domingo) Quaranta, el jefe de la SIDE. Lo iba a matar a usted en Panamá, en la entrada del Hotel Washington, pero se le cruzaron unos chicos y prefirió no dispararle. Confesó todo.
—¿Lo torturó? —preguntó Perón.
—Nooo... Me hice pasar por el doctor Duval, su asesor legal. Lo puse en una suite, con una manicura para que le hiciera las manos. Todo a puertas abiertas. A la noche le daba de comer pollito con crema. Fina cortesía. Habló de buena manera. Aquí están las grabaciones.
Después de ese triunfo, Kelly no demoró mucho tiempo en exhibirse en público en Venezuela: organizó una conferencia de prensa en una confitería de Sabana Grande. Allí fue contactado por el reportero colombiano Gabriel García Márquez, quien quedó encantado por el relato de sus aventuras y escribió un artículo –”Kelly sale de la penumbra”- que luego recopilaría en el libro Cuando era feliz a indocumentado.
Otra de las tareas de Kelly, al servicio de Perón, fue el armado de una “cueva” de seguridad e inteligencia en el edificio Riverside, sobre la avenida Bello Monte, una “cueva” que pobló de granadas, pistolas y metrallas obtenidas en los encuentros con su amante, la actriz argentina Zoe Ducós, esposa del segundo jefe de la Seguridad Nacional, Miguel Sanz, y también amiga de Perón y de su novia Isabel, quienes para esa época llevaban casi dos años de convivencia.
García Márquez, en su artículo, había mencionado que las mujeres admiraban a Kelly tanto como a Humphrey Bogart. Pero el efecto de simpatía del célebre prófugo se desvaneció en forma abrupta cuando se supo que trabajaba para la policía secreta del régimen de Pérez Jiménez y asesoraba en la represión de los opositores “para impedir que estallase la primera revolución comunista de América Latina”.
Los estudiantes de la Universidad Central empezaron a identificar a Kelly con las torturas del aparato represivo local. La furia contra el militante nacionalista se transfirió también hacia Perón, que hasta entonces gozaba de todas las comodidades del régimen venezolano, aunque él prefería mantenerse apartado de las figuras de su gobierno.
El 26 de enero de 1958 el diario El Nacional tituló: “Perón dirigió la represión contra el pueblo venezolano”, y lo señaló, junto con Kelly, como “asesores de torturas de la Seguridad Nacional”. En la edición también se publicaron cartas fraternales de Perón al titular de ese organismo.
El ex presidente argentino no tardó en verse puesto en la mira de los revolucionarios y estuvo cuatro días cercado por los que bajaron de los cerros al grito de “mueran los dictadores”.
Querían lincharlos a Perón y a todos los argentinos que lo rodeaban.
Perón se había transformado en uno de los enemigos del pueblo.
Justo esa semana, el General había decidido convocar a una amplia reunión consultiva para definir la posición del justicialismo frente a las elecciones presidenciales de febrero de 1958. En la mesa de su modesta casa del barrio El Rosal se reunieron John William Cooke, el empresario Jorge Antonio, Guillermo Patricio Kelly, y varios dirigentes exiliados de la Resistencia Peronista y el sindicalismo. Cada uno había llegado con sus ideas. Las opciones estaban abiertas: podían apoyar el voto en blanco o a Frondizi, pero de ningún modo a los partidos neoperonistas que se gestaron en forma autónoma a su conducción, y amenazaban con dispersar el caudal electoral. Perón los consideraba “traidores solapados del Movimiento”.
Cualquiera que fuese la decisión, el líder exiliado quería que su directiva fuese cumplida por la totalidad del Movimiento, para demostrar que era el jefe indiscutido y mantenía su capital electoral.
Mientras se analizaba en conjunto los riesgos y beneficios de las distintas alternativas, Perón ya había elegido: el 3 de enero de 1958 llegó a Caracas el enviado de Frondizi, Rogelio Frigerio, que dirigía el semanario político Qué y era uno de los inspiradores del pacto junto con el abogado Ramón Prieto y el delegado Cooke.
Perón escribió una larga lista de condiciones para apoyar a Frondizi, y se la pasó a Frigerio. Además de la restitución de sus bienes personales y los de la Fundación Eva Perón, lo obligaba a terminar con la persecución y las inhabilitaciones, normalizar la CGT y los sindicatos, legalizar el Partido Peronista, reemplazar a los miembros de la Corte Suprema, declarar vacantes todos los cargos electivos y convocar a nuevas elecciones en el término de dos años. A cambio de todo eso, Perón suspendería sus directivas en favor de la violencia e intentaría su rehabilitación política legal.
En pocas palabras, quería que Frondizi, tras su triunfo electoral, le allanara el camino para volver a ser candidato a Presidente, y abandonar su condición de desterrado, vedado de derechos políticos.
Frigerio volvió a Buenos Aires con las condiciones impuestas por Perón. Frondizi las examinó y lo envió de regreso a Caracas el 18 de enero de 1958. El pacto Perón-Frondizi ya estaba listo para ser firmado.
Fue en ese momento cuando estalló la revolución en Venezuela.
El presidente Pérez Jiménez escapó a la República Dominicana. En el apuro —lo estaba persiguiendo una flotilla de taxis— dejó en la pista de aterrizaje una valija con millones de dólares. Todos los funcionarios de la Seguridad Nacional escaparon.
Perón fue otro de los objetivos de los insurrectos. Fueron a buscarlo a su casa. El ex presidente había intentado trasladarse a la “cueva” del Riverside junto con Cooke y Kelly, pero como el edificio ya estaba rodeado debió esconderse en la casa de un matrimonio argentino. En ningún momento Perón se desprendió de su portafolio, donde guardaba su metralleta Mauser. Mientras tanto, Cooke y Kelly salieron a buscar embajadas donde refugiarlo. España y México lo habían rechazado. Los revolucionarios ya estaban tiroteando el palacio presidencial de Miraflores y el aeropuerto era tierra de nadie. La calle estaba tomada. Los agentes tenían bloqueada la salida del edificio de la Guardia Nacional. Había saqueos, incendios, ahorcados. Nadie identificado con el régimen o con Perón podría salir vivo. Ésa era la orden de los revolucionarios. Se suscitó un problema adicional: Frigerio. Si alguien lo tocaba, el pacto electoral con Frondizi se caía.
Finalmente, Perón recibió asilo en la embajada de la República Dominicana y permaneció cuatro días, del 23 al 27 de enero de 1958, junto con Isabel y los caniches, con el tableteo de las metrallas como fondo sonoro. Sus colaboradores fueron entrando como pudieron. No había protocolo ni servicio de embajada. Afuera, más de mil personas zamarreaban el portón de entrada con voluntad de hacer “justicia popular”.
En momentos de soledad, Perón había imaginado que su destino era morir en el destierro, pobre y olvidado, como San Martín o Juan Manuel de Rosas, o bajo las balas de un oficial de inteligencia o de un mercenario, pero en su fatalismo nunca se le ocurrió la posibilidad de ser linchado por la venganza de otro pueblo. Hizo un aparte para analizar la situación con Kelly, pero su colaborador, el suboficial Andrés López los interrumpió:
—Mi General, ¿usted tiene un imán para la gente mala? —le dijo con la voz desencajada.
Perón quedó en silencio. Kelly era incontrolable y había arrastrado a todos con sus desbordes. Lo sabía. Pero, con tantos años de peronismo, el suboficial López no había entendido que un conductor debía empujar para adelante, con lo bueno y lo malo. Si elegía sólo a los buenos, se quedaba nada más que con tres o cuatro y terminaba sin ir a ningún lado.
El embajador dominicano Rafael Bonelly intervino y le pidió a Perón que desarmara a los argentinos. Era una exigencia del nuevo gobierno revolucionario que había asumido el contraalmirante Wolfgang Larrazábal.
Cooke, sentado en uno de los escalones de la pileta, se negó: si la multitud franqueaba la puerta, pensaba dar combate: “Mataremos a unos cuantos y después veremos...”, dijo.
En medio del caos logró filtrarse un oficial de Justicia, con una cédula de notificación para Perón. El General había dejado una deuda impaga de 39.000 bolívares a la tipográfica que le imprimió Los vendepatrias. Los abogados habían intentado cobrárselo con el embargo de su cuenta bancaria, pero ese mes, tras los sucesivos retiros de fondos, Perón sólo poseía diez mil. Ahora lo querellaban por falta de pago.
Dentro del marco de tensión, fue un momento de hilaridad. Presuroso, un colaborador firmó un papel y asumió la deuda, que nunca pensaba pagar.
Ya llevaban dos días encerrados y la gente seguía rodeando la embajada. Todos los argentinos miraban de reojo a Kelly. “Nos van a matar a todos por culpa de éste”, gruñían. Eran varios los que querían echarlo y alguien elevó la moción: que se votara si debía retirarse. No hizo falta: Kelly decidió dar la cara. Sólo pidió dos condiciones: que le dieran un par de anteojos oscuros y un sombrero. También pidió plata, pero, excepto Cooke, ninguno tuvo la voluntad de tirarle una moneda. Salió de la embajada caminando y se mezcló con la multitud, nadie pudo reconocerlo.
En medio de la convulsión, Kelly tomó contacto con dos agentes de la CIA:
—Los comunistas van a entrar en la embajada y van a matar a Perón. Y si lo matan, queda comunizado todo el continente —les advirtió.
Finalmente, Estados Unidos decidió rescatarlo, e intercedieron ante el gobierno revolucionario para que despejara la zona y facilitara la salida de Perón hacia la República Dominicana. El salvoconducto era sólo para él. El resto debería permanecer en la embajada. Perón pensó que era una trampa. Pidió garantías. Y el embajador Bonelly se animó a acompañarlo al avión militar dispuesto por el nuevo gobierno.
Perón partió hacia la República Dominicana el 27 de enero de 1958, escoltado por dos aviones norteamericanos.
Frigerio también escapó y debió llevar los papeles del pacto para que se firmaran en ese país. Finalmente, a sólo quince días de las elecciones, Perón dio la orden de votar por Arturo Frondizi, en una declaración que el Comando Táctico Peronista en Buenos Aires distribuyó en copias fotostáticas. Ese compromiso le sirvió para llegar a la Presidencia. En las elecciones del 23 de febrero de 1958 obtuvo 4.070.000 millones de votos, casi el 50% del electorado, más de dos millones de votos más de los que había obtenido para las constituyentes de julio del año anterior.
En Santo Domingo, el General se instaló en el Jaragua, un hotel de cinco estrellas con vista al Caribe. El dictador Rafael Leónidas Trujillo, que solventó los gastos de su estadía, dispuso dos edecanes a su servicio. Isabel continuó a su lado: arribó unos días después, con un salvoconducto que la presentaba como periodista francesa. Luego le llevaron sus caniches.
Kelly se fue apedreado del aeropuerto de Caracas, consiguió refugio en Haití y, luego de una turbulenta estadía en la que fue encarcelado, cruzó la frontera hasta la República Dominicana, donde permanecería unos días, y regresaría a la Argentina con un pasaporte robado. A los seis meses fue detenido y trasladado, otra vez, a la cárcel.
Después de medio siglo de los agitados sucesos de Venezuela, en entrevista con el autor de este artículo, Kelly se negaría a revelar en qué consistía el Operativo Belfast, que Perón mencionaba en forma insistente en su correspondencia con su delegado John William Cooke. Kelly mantenía el secreto.
Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA). Su último libro es “La Guerra Invisible. El último secreto de Malvinas”. Ed. Sudamericana.
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