“Es reparador el sueño así, es como si me hubieran perdonado en algo que hice mal”, dice Juan Carlos Maresca. Hace más de siete años que duerme en la calle. De día se las rebusca cuidando y lavando autos. Las noches son siempre cerca de la mujer que ama –vestida como a él siempre le gustó, con un vestido blanco de tablitas, como era ella, “bonita siempre”, “bien arreglada, pintada y todo”–, que aparece como el hada de sus sombras para repetirle: “Está todo bien, está todo bien, estamos todos bien”.
Rodolfo Siancha, en cambio, mira a cámara y dice, como en una canción triste de Sabina: “A veces tomo pastillas para dormir, para no soñar”. Dice que está cansado de volver a ver en sueños a la misma gente, que los sueños no le sirven para nada, a menos que un profesional de la salud mental los escuche y se los explique. Parece un pedido.
En su voz hay un Universo de carencias que son las de un sistema que deja a la intemperie sólo en la Ciudad de Buenos Aires –donde fue filmada la película que reúne, entre otros, los testimonios de Juan Carlos y de Rodolfo– a una cifra de personas que va de las más de 2500 que registró el gobierno porteño en el censo del año último, y que representan el 124% más que en 2019, a las 7251 que, en ese mismo año, fueron censadas por organizaciones sociales junto a la Auditoría y el Ministerio Público de la Defensa de la Ciudad. En todo caso, basta con caminar por Buenos Aires una noche cualquiera para saber que la cara más cruel de esa estadística habita casi en cada cuadra y creció todavía más con la pandemia.
Pero el director de Sueños, Marcos Martínez –cuya ópera prima, Estrellas (2007), que codirigió con Federico León, ganó el Premio Especial del Jurado y Mejor Guión en el BAFICI, y el Premio de la Crítica en el III Festival de Cine Documental de San Pablo–, no se regodea en lo evidente, sino que les da a esas personas despojadas de casi todo, menos del derecho a soñar, una oportunidad de contarse a sí mismas en un plano en el que las asimetrías se reducen hasta en las tomas, donde la cámara se instala, íntima, a la altura de los protagonistas: todos soñamos, la única diferencia es que los sueños de algunos no son considerados.
En el documental que se presenta hoy en forma gratuita y al aire libre a las 21.30 en el Centro Cultural San Martín (Sarmiento 1551; las entradas se reservan en la web del C.C. San Martín y no se suspende por lluvia) y está disponible en la plataforma Cinear.play Estrenos, Martínez les da a esos soñadores marginados quizá lo que más se les niega: la escucha.
Algunos sueños son realizables, y decirlos en voz alta abre la primera puerta para cumplirlos. Lo dice Andrés Henao, un chico colombiano que llegó a la Argentina con el sueño de ser actor, y ahora sueña en la calle con la novia de su Patria, y con volver a abrazarlas a las dos, a la novia y a su Patria: “Busqué un espejo y empecé a contarme lo que había soñado y, más que contármelo, empecé a creérmelo”.
Ahí donde se cruzan lo onírico y la vigilia, Rosario Zabala tiene un sueño recurrente. Espera mellizos y vive con su pareja bajo un toldo armado con bolsas sobre Avenida de Mayo, pero cuando cierra los ojos, la imagen es muy distinta: “Estoy en una casa, una casa grande con muebles –relata–. Y de repente te despertás sobresaltado, y decís: ‘Desapareció, se desvaneció en el aire’. Y yo digo: ‘¿Será verdad?’. Y vuelvo a soñar lo mismo; es como que estoy desesperada por tener un lugar para estar viviendo con mi familia, con mi hermano, con mis hijos. Y digo: ‘Hoy puede ser realidad que salga de la calle y esté en una casa’. Y cuesta un montón salir, es sólo un sueño lo que me pasa. Me gustaría que fuera la realidad y diga: ‘Hoy me voy a alquilar una pieza, me sale tanto y tengo mi casa’. Pero hasta ahora es todo un sueño: duermo, sueño lo mismo, y me despierto”.
“El sueño es un espacio sagrado y de fuga –dice Martínez a Infobae–. Cuando arranqué la investigación para la película, en 2017, veía que en Buenos Aires cada vez más personas dormían en la calle y, más allá de lo que uno ya sabe sobre lo que significa llegar a esa situación, mis preguntas eran otras, como qué pasaba con la pérdida de la privacidad y cómo era vivir a la vista de todos. Ahí apareció la motivación concreta: ¿Cómo era dormir en la ciudad de noche? ¿Lograban esas personas conciliar el sueño tan preciado?”. Tenía presente una nota sobre cárceles en donde un hombre detenido decía casi como una máxima carcelaria: “Nunca despiertes a un preso cuando está dormido, porque es el único momento en que es libre”. Y la calle, dice Martínez, “es una cárcel de puertas abiertas, porque los derechos que se vulneran con la privación de la libertad también están ausentes acá”.
Para el director y productor, que tiene experiencia en eso de pensar problemáticas sociales desde miradas poco transitadas –además de en Estrellas, lo hizo en Sordo (2015)–, alrededor del dormir aparecieron nuevos elementos: “En la calle era muy difícil diferenciar al despertarse qué cosas eran parte de los sueños y cuáles habían sido imaginadas. Siempre te preguntás si los que hablan estaban soñando o estaban despiertos, si no están contando lo que desean de verdad. Presentía que en esos sueños estaba la clave de por qué estas personas habían llegado a estar en esta situación, y los empecé a tomar como sueños documentales; me pareció que en esa fantasía había también mucha realidad”.
Aunque Martínez busca correrse del prejuicio que impide captar el mundo onírico de los protagonistas, “como si estuviera reservado sólo a ciertas clases sociales”, sabe que la cámara –y la edición que cada uno hace para volver al relato consistente– abren otro frente: “Cada sueño está narrado de un modo cinematográfico, como un cuento. Me interesaba cómo se armaba ese relato del sueño mezclado con la realidad, sumado a lo que cada uno quería contar, y lo que iban agregando. No fui dogmático, no los puse en duda, porque lo que buscaba en los sueños también era eso”.
Manuel González tiene 35 años, trabaja de vendedor y en casas de familia, y sueña una y otra vez con la suya. Nunca se drogó, ni toma alcohol, y está siempre prolijo y bien vestido. En la película se corta el pelo en el comedor de una iglesia de Pompeya, y dice que sueña que su papá y su hermano le dan una sorpresa, su abuela está viva y sonriendo. Lo aceptan como no lo hicieron en la vida: Manuel le cuenta a Infobae que se fue de su casa porque sólo su madre aceptaba su sexualidad. “Yo no te voy a dejar, yo te quiero igual”, le repite el padre en sueños. “Vos sos mi nieto y te voy a querer como sos –le dice la abuela–. Dentro de poco te voy a venir a despertar”.
Martínez dice que la paradoja del despertar apareció a medida que avanzaba la investigación: “Despertarse de esos sueños que los trasladan a otro lugar, para muchos es una pesadilla. El título de la película, que al principio no me cerraba, después me pareció lo más sincero, porque tiene que ver con esa mezcla de los sueños como espacio de escape, y a la vez como deseos”.
Con la ciudad pasa algo parecido que con las personas. Los edificios públicos del centro, los cajeros automáticos o el aeropuerto, son locaciones conocidas que en Sueños toman otra forma, se muestran desde el punto de vista de los protagonistas –siempre de abajo hacia arriba, desde el piso o desde un banco; no hay tomas cenitales, ni lejanas, ni zooms–, y acompañan “la instantánea de la historia de vida” de cada uno. “La pregunta sobre sus sueños, que los sorprendía, planteaba una charla más horizontal –dice Martínez–. Hablábamos mucho de esto con el DF, Matías Iaccarino: el relato iba a ser siempre a cámara, a la altura de los ojos, en un clima de intimidad, como de fogón o charla de amigos, donde el primer plano es fundamental, porque también hablan los rasgos, la piel curtida, alguna sonrisa o la mirada perdida”.
“No jugués conmigo, con mis sentimientos”, le pide Omar Zabala en su sueño a un padre que lo abandonó hace 30 años. Le cuenta a Infobae que tiene 43, y vive en la calle desde los 8 (“Nadie me obligó, yo me fui por mi cuenta, y como soy el segundo más grande, mantenía a mi mamá y a mis 12 hermanos con lo que me daban”). Omar nació en el Chaco y vino de mochilero a Buenos Aires a los 17. Ahora es cartonero. “Soy solo”, dice, y explica que toda su familia sigue en su provincia; su madre murió hace unos años, pero él no pudo viajar a despedirla. En la película la nombra. Se llamaba Margarita y lo crió sola, dice ahora: “Yo hablo de mi sueño, pero es verdad que no conocí a mi papá. Por eso la película es triste; porque cuenta sueños, pero también la realidad: que te basurean porque vivís en la calle, o porque pedís una moneda o un plato de comida. Te discriminan, y eso duele mucho”, dice.
El plan de rodaje de Sueños implicó estar abiertos a los cambios permanentes propios de la rutina impredecible de la calle. “Aunque los protagonistas estuvieran comprometidos con la película, a lo mejor el día de la filmación les salía una changa, o los corría la policía, o habían tenido una pelea y no podían estar. Hubo que hacer un trabajo de comunicación muy artesanal: íbamos la noche anterior a ver si estaban en el lugar donde paraban y, si no los veíamos, también a los lugares por los que sabíamos que iban a pasar a la mañana siguiente, como el kiosco donde les daban cigarrillos y café, la pizzería donde les dejaban usar el baño, o la florería donde guardaban las cajas con los productos que vendían, y ahí les dejábamos un papelito, o le avisábamos al encargado…”, recuerda Martínez.
El director conoce bien el paño sobre el que trabaja, no sólo por sus películas anteriores –Estrellas se rodó en la Villa 21-24 de Barracas–, sino por los talleres de Fotografía que dicta en barrios vulnerables; pero, en este caso, se planteaba otro dilema: “Estábamos hablando de un hogar, de esa necesidad, y cuando terminábamos de rodar, aunque uno seguía pensando en la película, lo hacía calentito en su casa. Por eso era importante ser muy claros en el vínculo; ‘Esto es una película. Puede generar cosas, pero lo que yo estoy haciendo es mostrarlo nada más. No puedo cambiarte la vida, no somos nosotros los que tenemos que hacerlo’”.
De todos modos, Martínez sumó al equipo roles infrecuentes, como el de una asistente social que se ocupó, por ejemplo, de seguir trámites habitacionales y resolver cómo asignar un presupuesto especial destinado a ayudar a los protagonistas; o el de un asistente de producción sin experiencia en cine, pero sí en una ONG que trabaja con gente en situación de calle, para temas muy simples en otras filmaciones, que acá tomaban otra dimensión, como que firmaran cesiones de derechos personas que no leen o no escriben. El director insiste: “Pese a que uno encuentra muchos puntos de contacto, es muy difícil generar un vínculo perdurable con personas que estuvieron tanto tiempo afuera del sistema; no sólo por la diferencia de no tener una casa, también por las cosas que les pasan, por lo inestable que es su día a día”.
Sin embargo, varios de los protagonistas volvieron a encontrarse con todo el equipo hace dos semanas para el estreno en el Gaumont. Compartieron pizza, cerveza, y también la emoción de verse en pantalla y de la reacción del público que se acercaba a saludarlos. Manuel, el vendedor que soñaba con que su familia lo aceptase, se sentó en primera fila con su hermana y su mamá, volvió a vivir con ella después del rodaje. Lloró toda la película y llora también ahora, cuando le cuenta a Infobae que para él es muy fuerte “recordar las cosas lindas y las cosas tristes” que vivió en la calle. Dice: “Me veo y me identifico, y a la vez digo, ‘No puede ser, no soy yo, esto no me pasó a mí’. Porque yo pasé por situaciones muy feas, que todavía duelen”.
Manuel también dice que le gusta estar en una película que se hizo con el corazón, y que, desde que terminó la filmación, en 2018 (el estreno se pospuso por la pandemia), nunca dejó de hablar con Martínez, que está siempre presente para lo que necesita. Entiendo entonces que el director me mintió: el vínculo no se corta, y aunque sea responsabilidad del Estado y no suya ni de la producción cambiar la historia de esas personas, es imposible no involucrarse cuando el dolor se ve tan cerca.
Omar, el chaqueño que soñaba un reencuentro con el padre que no conoció, le dice a Infobae que la primera vez que fue al Gaumont lo trataron tan bien, que se sintió extraño. No está acostumbrado al afecto ni al contacto. Nunca le pasa. “Gente rica venía y me saludaba, me hablaba, me pedía autógrafos –me dice–. Te agarran, te abrazan y se ponen a llorar, y yo no sé cómo reaccionar cuando me abrazan. Pienso: ‘¿En qué quedamos?’ Te discriminan todos los días, pero porque hiciste una película te quieren’”. Dice que le cuesta confiar, que hasta el policía de la avenida en la que para lo felicitó. “Para mí es todo muy raro. No tengo maldad, me gusta ir de frente. Cuando me miran mal, a veces pregunto: ‘¿Qué te hice?’, a ver si solucionamos el odio”. Dice también que, después de la película, se prepara para cumplir otro sueño. Quiere volver a ser mochilero y recorrer Latinoamérica, como cuando era chico.
Mientras Sueños estuvo en cartel, Pino Gómez fue todos los días a verse. Tiene unos 45 años y se las arregla haciendo changas de construcción. Cuando le preguntan qué necesita, siempre pide libros. La entrada al cine le costaba lo mismo que la botella cotidiana de la bebida que consume para enfrentar la calle. Pero prefirió que no se las dejaran reservadas en boletería: quería estar lúcido para ver sus sueños. En la película dice que les tiene miedo: “Tenemos que tener cuidado con lo que soñamos, porque a veces se te da la posibilidad de tener lo que vos soñaste. Pero también tiene el significado más maravilloso que es ‘Ahí estoy bien’. Puedo soñar que estoy contigo, puedo soñar que estoy con una estrella, puedo soñar que estoy con el Príncipe de Gales”. También dice que “lo más onírico que podemos tener es ser felices”. Por una cuestión, dice Pino, por una sola: “Estás vivo, y es un sueño”.
Ayelén Acevedo también estuvo en el estreno, y volverá esta noche al Centro Cultural San Martín. En su relato también hay un príncipe, pero azul. Sueña con un amor que la quiera despacio y no se vaya. Que la rescate y le declare que quiere tener algo con ella, “pero ir de a poco”. Dice que se despierta llorando: amar también es difícil en la calle, y más siendo una chica trans. Tiene otro sueño, tener su casa, una pieza, un lugar al amparo de la pesadilla que termina con las vidas de la mayoría de sus compañeras antes de los 40 años. Sueña, como la mayoría de los que duermen en la calle mientras miramos para otro lado –o peor, mientras naturalizamos su presencia en el paisaje urbano, como dice Martínez–, con el derecho más básico: quiere vivir.
Pero su historia merecía otra nota, así que decidimos contarla mañana en Infobae y ver si, de paso, podemos acompañarla en la concreción de lo que de a poco, y con la ayuda de amigos y de personas como Martínez, se está animando a perseguir. Por eso de que decir los sueños en voz alta abrió la primera puerta. Y porque al haberlos escuchado, al conocerlos, los que tenemos la suerte de dormir bajo la comodidad de un techo también podemos despertarnos.
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